Por Tomás de Iriarte
En el año 1818, cuando el general Belgrano, general en jefe del ejército del Perú estaba estacionado en la ciudad de Tucumán, su vida era tan activa y vigilante como si estuviese en campaña al frente del enemigo: una parte del día la destinaba al descanso, la otra al estudio: durante la noche no dormía, montaba a caballo acompañado de un ordenanza, recorría los cuarteles y patrullaba por las calles de la ciudad. Si encontraba un individuo del ejército la corrección era infalible, porque todas las clases estaban obligadas a dormir en sus cuarteles de la ciudadela, y en la de oficiales uno por compañía —el de semana. Muchas veces lo acompañé en estas excursiones nocturnas.
Se retiraba a descansar al amanecer. Durante el almuerzo el general Cruz, mayor general, se presentaba a recibir órdenes. Después de almorzar despachaba, leía y se acostaba hasta que servían la comida. Los edecanes de servicio se sentaban a la mesa, que era bastante frugal. Después de comer iba a recrearse a su pequeño jardín y yo sólo lo acompañaba. Hablábamos del país, de su situación, del estado de la guerra; y era en estas ocasiones cuando me favorecía con confidencias que mucho lisonjeaban mi amor propio —joven como era yo entonces— sobre asuntos importantes conexionados con la causa pública.
Era tan estricto el sistema de economía establecido por el general, y su escrupulosidad para que el erario no fuese defraudado, que hasta para las datas de la Tesorería de tres y cuatro pesos, él mismo firmaba las órdenes. El ejército estaba mal pagado, pero el general señaló una porción de terreno a
cada regimiento para su cultivo: todos los cuerpos tenían una huerta abundante de hortalizas y legumbres, y de este modo, y estableciendo la mesa común entre los jefes y oficiales por cuerpos, todos llenaban su necesidad y entretenían su equipo, porque los frutos que sobraban se vendían en beneficio de los individuos de todos los cuerpos del ejército. Este sistema geodésico es excelente y debería establecerse en los cuerpos acantonados en la campaña, pues no sólo produce el beneficio de mejorar la condición material del soldado, sino que lo preserva de los fatales efectos del ocio y de la disipación, que es su infalible consecuencia.
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