Por Elisa Corina Bacigaluppi
La diligencia devoraba distancias. Recorría
huella tras huella, sorteaba pajonales, vados y parlanchines charcos, pues las
ranas croaban sin cesar. En días anteriores la lluvia había dejado sentir su
bendición, después de un estío caluroso y agobiante. El cochero, un moreno vivaz y baquiano junto
al postillón, guiaban el carruaje con rumbo noroeste. Habían partido de Palermo
de San Benito y se dirigían hacia los Santos Lugares de Rosas. De pronto, las
caballerías se detuvieron. La otoñal mañana mostraba árboles que se iban
desnudando lentamente y dejaban lucir los barrocos y caprichosos ramajes. Los
pastos iban perdiendo su auténtico color y resplandecían humedecidos por el
sereno de la noche anterior. El perezoso sol despuntaba por el oriente y ya no
ofrecía su febril brillo y calor y las primeras golondrinas revoloteaban en el
firmamento, rumbeando hacia regiones boreales para que San Juan de Capistrano
las recibiera con sus mejores galas. Cuando se abrió la portezuela, descendió
un hombre de elegante porte, rubio, con
unos ojos celestes que difundían una decidida y vibrante personalidad.
Gentilmente ayudaba a la otra pasajera a que
abandonara el coche. Joven dulce y serena, con una sonrisa amable que atrapaba
a aquel que estuviera en su grata compañía. El punto elegido era estratégico por
su gran altura e importante cruce de caminos reales. En el lugar había una
casona con techo de tejas, un portal de entrada de gruesa y fragante madera,
ventanas enrrejadas y una galería con celestiales glicinas y perfumados
jazmines que embalsamaban el aldeano ambiente.
Próxima a la entrada principal había una
fuente de varios niveles, trabajada en hierro fundido, traída de la Galia, con
unas imágenes mitológicas que recobraban vida cuando las cantarinas y
cristalinas aguas descendían distraídas y al salpicar cada gota se mimetizaba
con los rayos solares y se convertían en verdaderos prismas policromados. Era
una delicia ver a los pajarillos acercarse tan decididos, a beber su natural
aguamiel.
En el fondo, un emparrado con troncos retorcidos
que dejaban ver sus postreras hojas. Juntos recorrieron las habitaciones, donde no
faltaban los sahumadores de bronce de exquisita composición en las que ardían
las brasas aromando ya sea con incienso, benjuí o bergamota. En una de ellas se
observaba una biblioteca, cuyo mueble del más puro nogal, dejaba ver en los
lomos obras de filosofía, arte y todo lo relacionado con la formación de una
cultura general. Luego pasaron a los exteriores de la vivienda, donde los
faroles labrados por delicados artesanos del país, se destacaban junto a las
columnas terminales de la galería. Todo encerraba un paisaje mezcla de bucólico
y ciudadano. Además, en las proximidades había restos de antiguas edificaciones
que eran "Las Crujías del Convento de los Mercedarios; que se habían
radicado antiguamente en la zona. Todo el conjunto formaba, en ese momento, un
verdadero campamento militar. No faltaba el arsenal, un lugar de instrucción,
remonta, reclutamiento y un taller del Ejército Federal. A consecuencia de esto
empezaron a surgir radicaciones de chacras, quintas, tambos, hornos de
ladrillos y por consiguiente aparecieron pulperías, tahonas, almacenes de ramos
generales, un verdadero asiento poblacional. El horizonte se extendía por
doquier y todo era un canto al trabajo. Idas y venidas. Civiles y uniformados.
Voces de mando, diálogos serenos y cuchicheos misteriosos. Ruidos de metales y
de briosos corceles, la maza sobre el yunque y las bigornias sacaban chispas
irisadas desde el amanecer hasta el Angelus que lo señalaba el tañido del
convento cercano.
Mientras el gentilhombre ultimaba detalles, la
joven ambulaba por los alrededores y vio que un soldado de distinguida
presencia la observaba. Ambas miradas se cruzaron encerrando una atracción
singular. El joven cautelosamente se acercó, medió un corto diálogo y luego el
saludo final. Ella quedó extasiada, perdiendo la noción de todo lo que la
rodeaba. El también, embelesado al oír la dulce voz de la niña era como si
hubiese interpretado las bellas prendas morales que la adornaban.
Llegó la hora de la partida y abordaron el
carricoche, pero ella, con sus ojos puestos en la traslucida ventanilla, miraba
hacia el infinito sin dejar de pensar en él grato y casual encuentro. Cada vez que su
progenitor volvía al lugar se las ingeniaba para acompañarlo Y así fueron sucediendo
los furtivos y amorosos
En oportunidades, él también, se llegaba hasta
la residencia de Palermo y en discretos momentos disfrutaban del romance. No para menos, ella cautivaba al que la
descubría y él lucía una distinguida presencia y sus maneras sumamente
agradables mostraban una jovial sonrisa
y a través de sus ojos una mirada clara e inteligente.
Pero sucedió que en una de las tantas visitas
al mencionado pago llegó raudamente un chasqui patriota anunciando que en el
encuentro de "Obligado" en la guerra del Paraná, todos se defendieron
como héroes, a pesar de los escasos recursos con que contaban frente a la
escuadra anglofrancesa, dueña de los mares del mundo y que habían sufrido
muchas bajas. En la lista de los muertos se mencionaba al teniente Carlos
Alvarez Rúa. Al escuchar esto, ella
palideció, pero tuvo que ocultar su sentimiento, pues aún la situación era
desconocida, salvo para algún hábil entendido que la supo intuir. La mayoría
ignoraba la novel historia de amor.
Grande fue su desconsuelo, no había nada ni
nadie que la distrajera. A partir de ahí para ella no hubo placer ni alegría.
Hasta que el tiempo que mitiga todos los dolores, hizo que se disiparan sus
angustias y nuevamente continuara colaborando en todo lo concerniente a los
destinos de su querida patria. Palermo de
San Benito la vio sonreir nuevamente rodeada de sus cálidas amigas,
caminar y jugar con ellas al “Gallito Ciego” en esos jardines que, como el de
Las Hespérides ofrecían una lujuria a lo ojos de los numerosos visitantes nativos
y extranjeros que allí acudían.
Muy interesante Elisa !!! Amo la historia. Gracias!!!
ResponderEliminarMb.felicitaciones
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