La fiebre amarilla había llegado anteriormente a Buenos Aires en los
barcos que arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica. No
obstante, la epidemia de 1871 se cree que habría provenido de Asunción del
Paraguay, portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la
Triple Alianza; ya que previamente se había propagado en la ciudad de
Corrientes. Algunas de las
principales causas de propagación de esta enfermedad, transmitida por el
mosquito Aedes aegypti,: la provisión insuficiente de agua potable; la
contaminación de las napas de agua por los desechos humanos; el clima cálido y
húmedo en el verano; el hacinamiento en que vivían en los conventillos los inmigrantes
europeos, los saladeros que contaminaban el Riachuelo -límite
sur de la ciudad-, el relleno de terrenos bajos con residuos y los riachos
-denominados «zanjones»- que recorrían la urbe infectados por lo que la
población arrojaba en ellos. La plaga de
1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad de mejorar
las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de distribución
de agua potable y de construir cloacas y desagües. En 1871 convivían en la ciudad de Buenos
Aires el Gobierno Nacional, presidido por Domingo Faustino Sarmiento, el de la
Provincia de Buenos Aires, con el gobernador Emilio Castro, y el municipal,
presidido por Narciso Martínez de Hoz. Situada sobre una llanura, la ciudad no tenía sistema de drenaje, la
situación era muy precaria en lo sanitario y existían muchos focos infecciosos como el
Riachuelo convertido en sumidero de aguas servidas y de desperdicios arrojados
por los saladeros y mataderos situados en sus costas.
Dado que se carecía de un
sistema de cloacas, los desechos humanos acababan en los pozos negros, que
contaminaban las napas de agua y en consecuencia los pozos, que constituían una
de las dos principales fuentes del vital elemento para la mayoría de la
población. La otra fuente era el Río de La Plata, de donde el agua se extraía
cerca de la ribera contaminada y se distribuía por medio de carros aguateros,
sin ningún saneamiento previo. La ciudad crecía
vertiginosamente debido principalmente a la gran inmigración extranjera: para
esa época vivían tantos argentinos como extranjeros, y estos últimos
sobrepasarían a los criollos pocos años más tarde. El primer censo argentino de
1869 registró en la Ciudad de Buenos Aires 177 787 habitantes, de los cuales 88126
eran extranjeros; de estos, 44 233 -la
mitad de los extranjeros- eran italianos y 14 609 españoles. Desde principios del año 1870 se había tenido noticias en Buenos
Aires de un recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. En el mes
de febrero —y nuevamente en marzo— se logró evitar el desembarco de pasajeros
infectados que llegaron en dos vapores desde esa ciudad. No obstante, el
presidente Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los
buques procedentes de esa ciudad y en una oportunidad ordenó autorizar el
desembarco de los pasajeros de dos buques provenientes de Río de Janeiro y la
prisión del médico del puerto de Buenos Aires por haberlo impedido.
Durante la guerra, la ciudad de Corrientes había sido el
centro de comunicación y abastecimiento de las tropas aliadas, incluidas las
brasileñas, de modo que no es seguro que la enfermedad haya llegado desde el
Paraguay. En esta ciudad de 11 000 habitantes, murieron de fiebre amarilla
alrededor de 2 000 personas entre diciembre de 1870 y junio del año siguiente. Soldados que regresaron de la guerra
transportaron el virus; se da como fecha de iniciación de la epidemia en Buenos
Aires el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de
Higiene Pública de San Telmo Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del
barrio de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos. La epidemia
prosperó en los conventillos humildes de los barrios del sur, muy poblados y
poco higiénicos. Recién el 2 de marzo de
1871, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades encabezadas por Martínez de Hoz prohibieron su
festejo: la peste ahora azotaba también a los barrios aristocráticos. Se
prohibieron los bailes y más de la tercera parte de los ciudadanos decidió
abandonar la ciudad.
Los hospitales no
dieron abasto y se alquilaron otros privados.
El puerto fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes
impidieron el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires. Miles de vecinos se congregaron, en la Plaza
de la Victoria para designar una «Comisión Popular de Salud Pública». Al día
siguiente, tal agrupación nombró como presidente al abogado José Roque Pérez y
como vicepresidente al periodista Héctor Varela; además, la conformaron, entre
otros, el vicepresidente de la Nación Adolfo Alsina, Adolfo Argerich, el poeta
Carlos Guido y Spano, el sacerdote irlandés Patricio Dillon. La
población negra, vivir en condiciones miserables los transformó en uno de los
grupos poblacionales con mayor tasa de contagio. Según crónicas de la época, el
ejército cercó las zonas donde residían y no les permitió emigrar hacia el
Barrio Norte, donde la población blanca se estableció y escapó de la calamidad.
Murieron masivamente y fueron sepultados en fosas comunes. Entre las víctimas, estuvieron Luis José de
la Peña, el ex diputado Juan Agustín García, el doctor Ventura Bosch y también
murieron los doctores Francisco Javier Muñiz, Carlos Keen y Adolfo Argerich. El
24 de marzo, falleció el presidente de la Comisión Popular, José Roque Pérez,
quien ya había escrito su testamento cuando asumió el cargo ante la certidumbre
de que moriría contagiado. Mientras
tanto Sarmiento decidió huir. No sólo eso, sino que además empezó a promulgar
la necesidad del éxodo: no debía quedar alma en la Buenos Aires infectada, todo
el mundo debía marcharse hasta que desapareciera la peste.
Para dar el ejemplo, se subió a un tren puesto especialmente
para él y la comitiva oficial de 70 autoridades, tanto del Gobierno como del
Poder Judicial y del Congreso, incluido el vicepresidente Adolfo Alsina. Y se
fue a Mercedes, a poco más de 100 kilómetros del delirio de tanta mortandad. Fue una decisión que al Maestro de América no sólo le costó
tomar, sino que además a partir de entonces le acarreó un precio altísimo, y de
la que se arrepintió poco tiempo después, cuando volvió a la ciudad infectada
todavía en medio de las críticas, pero cuando el pico epidémico ya había
pasado. Los ecos de mayor resonancia por la partida de Sarmiento y
de buena parte de la dirigencia nacional aparecieron en el diario La Prensa,
propiedad de José C. Paz, un rico estanciero y encumbrado diplomático que
enarbolaba a ultranza los valores del conservadurismo de la época. Los dardos
al sanjuanino se volvieron muletilla. "Hay ciertos rasgos de cobardía que dan
la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante,
en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos", decía el diario en su
edición del 21 de marzo de 1871.
El progreso de la epidemia, el abandono de la ciudad de
unos 62.000 habitantes, que habían huido presas del terror, la feria declarada
a las actividades administrativas, con excepción de los indispensables
organismos del estado, la clausura de las escuelas y de las iglesias, el cierre
del puerto, transformaron a Buenos Aires en una gran aldea silenciosa. Los
médicos no sabían que el mosquito era el vector de la enfermedad, algo que no
sería descubierto hasta una década más tarde.
De modo que, aparte de expulsar a los habitantes de los conventillos,
tarea de la que se encargaba la Comisión Popular, los médicos sólo podían
actuar sobre los síntomas. Estos se desarrollaban en dos períodos: en el
primero el paciente tenía repentinos dolores de cabeza con escalofríos y
decaimiento general. Luego seguía el calor y el sudor, la sed se intensificaba
y el paciente se debilitaba, sus
miembros se agitaban fuertemente. En este punto la enfermedad a veces podía ser
vencida naturalmente y el paciente se hallaba mejor al día siguiente con tan
solo dolores de cabeza y debilidad en el cuerpo, y al poco tiempo se
recuperaba. Pero si los síntomas y signos se agravaban, se llegaba entonces al
segundo período de la enfermedad: la piel del paciente tomaba color amarillo,
los vómitos se volvían sanguinolentos y finalmente negros. La orina disminuía
hasta suprimirse completamente. Se producían hemorragias en las encías, lengua,
nariz y ano. El paciente carecía de sed y a veces tenía hipo, su pulso se
debilitaba. Llegaba entonces el delirio, seguido de la muerte. El clero secular y regular permaneció en sus
puestos, asistiendo en sus domicilios a enfermos y moribundos. Las Hijas de la
Caridad de San Vicente de Paúl, también conocidas como Hermanitas de la
Caridad, cerraron sus establecimientos de enseñanza para poder dedicarse a
trabajar en los hospitales. El cura
Eduardo O'Gorman, párroco de San Nicolás de Bari, se preocupó por las
necesidades de numerosos niños desamparados y huérfanos y en abril fundó el
Asilo de Huérfanos, del que se hizo cargo personalmente. Fallecieron durante la epidemia más de 50
sacerdotes y el propio arzobispo Federico Aneiros estuvo muy grave. La ciudad contaba solamente 40 coches
fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban en las esquinas a la espera de
que coches con recorrido fijo los transportasen. Como eran cada vez más los
muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse los
ataúdes de madera para comenzar a envolverse los cadáveres en trapos. Por otra
parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre y se inauguraron
fosas colectivas. El gobierno municipal
adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y lo llamó Cementerio del Oeste. Los decesos
disminuyeron en mayo, y a mediados de ese mes la ciudad recuperó su actividad
normal; el día 20 la comisión dio por finalizada su misión. El 2 de junio, por
primera vez, ya no se registró ningún caso.
El diario inglés The Standard publicó una cifra de víctimas
fatales por la fiebre que se consideró exagerada y provocó indignación a los
porteños: 26 000 muertos. Es difícil establecer con exactitud la cantidad
correcta, pero los datos de las fuentes más serias la cifran entre los 14000 y
los 15000. La mayor parte de las
víctimas vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat (el centro de Buenos
Aires) y en los barrios situados en proximidades del Riachuelo, bajos y
húmedos, aptos para la proliferación de mosquitos.
Del total de muertos, un 75 % del total fueron inmigrantes,
especialmente italianos.
A partir de la epidemia, las autoridades y la población de
la ciudad tomaron conciencia de la urgencia de establecer una solución integral
al problema de la obtención y distribución de agua potable. El Ingeniero
Bateman dirigió —a partir de 1874— la construcción de la red de aguas
corrientes, que hacia 1880 proveyó de agua a la cuarta parte de la ciudad. En
1873 se inició la construcción de obras cloacales. En 1875 se centralizó la
recolección de residuos al crear vaciaderos específicos para depositarlos. En 1884, temiendo la aparición de un nuevo
brote, los doctores José María Ramos Mejía, director de la asistencia pública,
y José Penna, director de la Casa de Aislamiento (actual Hospital Muñiz), se
decidieron por cremar el cuerpo de un tal Pedro Doime, que había sido afectado
de fiebre amarilla. Esta se convirtió en la primera cremación realizada en
Buenos Aires. La sociedad fue dejada a
su suerte por sus dirigentes políticos encabezados por el Presidente de la Nación, quienes tenían la responsabilidad de sostener la función
indelegable del Estado ante una emergencia como la de 1871. Quizás, no se
hubiera logrado, por la ausencia del conocimiento científico de entonces,
salvar más vidas. Pero sí, la tragedia hubiese tenido menos ribetes inhumanos. Nunca tuvo tanta pertinencia el pensamiento del Dr. Ramón
Carrillo al afirmar que “Frente a las enfermedades que genera la miseria,
frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los
microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas.”
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