Por el Prof. Julio Otaño
La orden del Triunvirato liderado por su secretario Rivadavia era clara : retroceder hasta Córdoba. El Ejército del Norte, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, intentaba contener a los realistas en Jujuy, y lo hacía con enormes dificultades, pero el General no quería abandonar su lugar, sabía que podía resistir. A regañadientes, organizó el Éxodo Jujeño, quemó todo a su paso para evitar que el enemigo pudiese abstecerse en la ciudad y se retiró. Llegado a la altura de Tucumán, uno de sus tenientes coronel, el valeroso, simpático y burlón, Manuel Dorrego, ingresó a la tienda de Belgrano junto al Coronel Díaz Vélez. “No podemos seguir retrocediendo General. He hablado con mis compañeros y todos estamos de acuerdo en que hay que presentar batalla. ¿Hasta donde vamos a seguir huyendo? Es vergonzoso seguir dándole la espalda al enemigo” dijo Dorrego con indisimulable bravura. Belgrano lo escuchó, meditó un poco, era el impulso que necesitaba para hacer lo que realmente quería: plantarse y pelear.
Recibió respuesta desde Buenos Aires, firmada por Rivadavia: “Este Gobierno le manda por última vez…”, empezaba diciendo, exigiendo la retirada a Córdoba. La leyó cruzada Belgrano, rapidito, y la tiró. Se plantó en Tucumán. Organizó la defensa y dejo a Dorrego en la retaguardia con un batallón, los llamados Cazadores. El 24 de septiembre se dio un combate feroz, épico. La matanza fue brutal, en medio del combate, una manga de langostas azotó a los soldados de ambos bandos, al punto de ni siquiera verse unos a otros, pero estaba claro, la divisiones del Ejército de Belgrano iban retrocediendo y cayendo una a una. Holmberg se retiró herido, los grupos de Forest y Warnes, estaban rodeados por el enemigo, Díaz Vélez luchaba por su vida, aislado. Dorrego no esperó. La retaguardia requería la orden de Belgrano para entrar en acción, pero Dorrego no estaba para órdenes y arremetió bestialmente contra todo lo que se cruzara. Los Cazadores contaban con bayonetas desafiladas, cuchillos atados a la punta de los fusiles, machetes que eran usados como sables. En medio de alaridos desaforados y un coraje lindante con la locura, vencieron. Los clarines del general Tristán, tocaron urgente la retirada. La batalla de Tucumán marcó una bisagra en la lucha por la independencia. Sin ella, probablemente los realistas hubiesen llegado no solo a Córdoba sino también a Buenos Aires. El coraje de Belgrano y la endiablada y loca valentía de Dorrego, cambiaron la historia. Desde que se hizo cargo del Ejército del Norte, Belgrano mostró preferencia por Manuel Críspulo Bernabé Dorrego. Dorrego, recientemente ascendido al grado de teniente coronel, aún no había logrado curar la herida recibida en el combate de Nazareno, durante la primera Campaña al Norte, al mando de Castelli, cuando una bala le atravesó la garganta y lo obligó a usar un caño de plomo para poder ingerir alimentos y bebidas. El joven demostraba ciertas cualidades que el jefe aprobaba. Era valiente en el campo de batalla, confiable para las comisiones y trámites y además tenía una buena formación: había abandonado los estudios que lo hubieran convertido en doctor en Leyes por las urgencias de la guerra. Según el recuerdo de sus camaradas, Dorrego era tan simpático y bromista como valiente y motivador. Algunos lo tildaron de altanero y soberbio. Pero había caído en gracia con el nuevo jefe, quien lo nombró su edecán y, a la vez, secretario. Los problemas de indisciplina comenzaron cuando Belgrano envió a Dorrego a Buenos Aires, donde debía entregar informes secretos al gobierno. Amparado en el hecho de ser el emisario del jefe del Ejército del Norte, terminó exasperando a Miguel de Azcuénaga y marchó detenido al cuartel de los Granaderos a Caballo de San Martín, en Retiro. Luego de dar las debidas explicaciones, partió al norte para reincorporarse al Ejército. Belgrano conoció los pormenores del incidente de Buenos Aires, pero no le dio importancia. Dorrego continuó siendo su mano derecha. Hasta que le apareció un competidor. La llegada del barón de Holmberg (había arribado junto con San Martín y al poco tiempo fue enviado al norte para asistir a Belgrano con sus conocimientos militares) entusiasmó al jefe del Ejército. El jefe presentía que, a pesar de su carácter díscolo, Dorrego era una pieza clave en los enfrentamientos armados. Su actuación en Tucumán y en Salta confirmó su prestigio militar. Durante el avance hacia el Alto Perú resurgieron los problemas de conducta. Por empezar, se había ensañado con Holmberg y no perdía oportunidad de difamarlo. Pero el comienzo del fin tuvo lugar en una de las semanas más emotivas de aquel tiempo. Fue cuando por fin los patriotas pudieron regresar y poner pie en San Salvador de Jujuy, ciudad que habían tenido que abandonar un año antes como consecuencia del famoso éxodo. Los primeros en alcanzar esa posición fueron los Cazadores —tropas ligeras que se desplazaban a pie o a caballo, según la ocasión— dirigidos por Dorrego, seguidos por el regimiento de artillería al mando del francés Forest. Ingresando a la ciudad, los soldados de Forest se toparon con un integrante de los Cazadores de Dorrego, a quien daban por muerto o desertado. Sin aguardar ninguna explicación, lo aprehendieron y lo llevaron detenido al cuartel que ellos ocupaban. Desbordado de ira, Dorrego envió a sus hombres a patrullar las calles, conminándolos a detener a cada artillero de Forest que estuviera caminando solo. Todo esto ocurría en ausencia de Belgrano, quien avanzaba con mayor lentitud, al ritmo del grueso del Ejército del Norte. Sin el jefe para poner orden, Jujuy asistía al enfrentamiento de los dos bravos oficiales que detenían soldados del otro, como si fuera una competencia para ver quién acumulaba más prisioneros. Juan José de Arenales, gobernador interino de Jujuy, quien ya venía molesto por las actitudes altaneras del impetuoso oficial de los Cazadores, le informó a Belgrano lo que estaba sucediendo. El jefe mandó llamar a Dorrego y en el campamento mantuvieron una charla a solas. Belgrano esperaba que la amonestación a su bravo oficial lo encauzaría. Sin embargo, a partir de aquel episodio, la relación fue perdiendo fuerza. Ese fue el motivo por el cual el general no contó con el valeroso oficial en la campaña al Alto Perú donde la suerte le fue adversa. Las derrotas de Vilcapugio (1/10/1813) y Ayohuma (14/11/1813) obligaron a que el Ejército del Norte tomara el camino a Jujuy. Los hombres de Belgrano llegaron a la abnegada ciudad y allí se engrosaron las fuerzas gracias a la implacable tarea del desplazado Manuel Dorrego. Se hallaba destinado en Salta, fuera de la zona de enfrentamientos, por los motivos que comentamos. Una tradición sostiene que luego de las derrotas mencionadas, Belgrano se lamentó por la ausencia de "un Dorrego" que lo auxiliara en las filas de la Patria. Dorrego, aseguró que cuando se puso en marcha rumbo a Jujuy, por disposición impartida desde Buenos Aires, recibió una carta de Belgrano convocándolo. Por lo tanto, el castigo había llegado a su fin. El reencuentro de Dorrego y Belgrano en San Salvador de Jujuy fue muy afectuoso. Una vez más, el joven ocupaba un lugar especial en el alto mando. Más aún, San Martín y Belgrano hablaron del valiente soldado, según se advierte en la correspondencia previa al encuentro de los dos grandes jefes. Sus recientes méritos le dieron un lugar preferencial. Por decisión de los comandantes, Dorrego se convirtió en el tercer jefe de la cadena de mando, detrás de los dos grandes. Pero no estuvo a la altura de la circunstancias. Para un profesional de las armas como San Martín, una de las claves del éxito era la buena comunicación. ¿De qué servía tener jefes buenos si los mensajes no llegaban con claridad desde el fondo hasta la primera línea de combate? Por esa razón, puso en práctica un ejercicio que era habitual en Europa. Consistía en formar una ronda que respetara los rangos, de izquierda a derecha como las agujas del reloj, y ensayar el grito de una misma consigna siguiendo la estructura jerárquica. La actividad se denominaba: "Ejercicio para la uniformidad de las voces de mando" y buscaba que cada oficial repitiera las palabras dichas por su superior y usara el mismo tono. La utilidad del ejercicio se vería en el campo de batalla. Si la vía de comunicación era fluida, una orden del comandante llegaría con claridad a los oídos de cada soldado. La primera consigna fue lanzada por San Martín con su potente voz de barítono. De inmediato respondió Belgrano, pero el contraste, debido a su voz aflautada, hizo reír a Dorrego. El futuro Libertador lo fulminó con la mirada y el resto de la vuelta prosiguió sin novedades. La nueva orden partió con energía de la garganta de San Martín. Una vez más, el joven hizo una mueca al oír la respuesta de Belgrano, pero esta vez el comandante reaccionó. Tomó el candelabro de la mesa, dio un golpe seco y, sin quitarle la vista de encima, le dijo a Dorrego: "¡Coronel, hemos venido aquí a uniformar las voces de mando, no a reír!". Al día siguiente, Dorrego marchaba a Santiago del Estero. Una vez más fue alejado de los puestos de mando y de la acción. Poco tiempo después, Belgrano fue llamado a Buenos Aires para responder por las acciones en el norte. Cuando iba en camino, al pasar por Santiago del Estero, el bromista Dorrego decidió desairarlo, enviando a un loco vestido de verde (color favorito de Don Manuel) con uniforme de brigadier: que lo llamaba “General Cotorrita”…
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