La obra que hoy lanzamos al conocimiento del público bajo la sombra protectora del personaje que la determina, no es el fruto de un trabajo intermitente, fragmentario o improvisado. Representa ella la síntesis de una disciplina de la voluntad en un apreciable lapso, y esto permite que sin faltar a la modestia, podamos decir aquí que su todo refleja con sinceridad un esfuerzo honesto, metódico y perseverante. Además, el amor por el arquetipo que la inspira, no es de ayer. Arranca y se pierde, por así decirlo, en los días ya lejanos de nuestra primera juventud. Siempre y en todas circunstancias el General San Martín, como así se le llama al que, rigurosamente hablando, se le debía denominar el Libertador don José de San Martín, ha ejercido sobre nuestra inteligencia y sobre nuestro corazón -las dos fuentes de energía que definen a un hombre- una influencia dominante y subyugadora. Esta influencia es, a no dudarlo, el resultado de una razón de patriotismo; siendo como lo es San Martín el primero y el más grande de nuestros próceres; pero lo es a la vez del sentimiento admirativo que por el cúmulo de sus virtudes provoca este guerrero singular.
San Martín hizo efectivamente la guerra, pero al par que la hizo limitándola en sus efectos destructores, la hizo realzándola con la sumisión de la espada a la inteligencia. Semejante modalidad desconcertó la táctica del enemigo, y cambió por completo la fisonomía de un drama en el cual se volcara él al llegar al Plata, para servirlo sin ambición y sin pujos de predominio. Quiso el Cielo que a nuestra pluma y en esta hora novísima de revisaciones históricas, le tocase la tarea de colocarlo sobre el verdadero pedestal que la justicia póstuma así lo exige. En un momento dado la magnitud de la empresa nos amedrentó; pero un acicate poderoso e íntimo -llámese si quiere el acicate de la vocación- predominó sobre todo otro dictado y concluimos por acometer esta tarea, con prescindencia de sus obstáculos y con una fe instintiva en su resultado. ¿Hemos realizado nuestro objeto? ¿El San Martín que bulle en nuestra mente se transparenta aquí y se armoniza por entero con el San Martín de la historia? Son éstas cuestiones que es de nuestro deber apuntar, pero no resolver. Esto lo resolverá el lector y es éste quien nos dirá si nuestra misión ha sido debidamente cumplida. La historia, por lo mismo que es ciencia y arte a la vez, con finalidades reconstructivas, es una de las disciplinas que gravitan con mayor responsabilidad sobre el espíritu humano. No deja de ser oportuno el recordar aquí el desaliento que se posesionó de Raleigh el día en que, encerrado en la Torre de Londres, intentó interrogar a los amotinados en aquel recinto para saber la verdad del motín. Al hacerlo encontróse con que no había dos declaraciones que fuesen concordantes, y creyendo que si le era absolutamente imposible historiar un simple acontecimiento trivial consumado en su presencia, le sería mucho más difícil historiar la vida del género humano en su existencia varias veces milenaria, optó por desistir de su empresa y entregar a las llamas sus manuscritos.
A no dudarlo, diremos nosotros, el historiador inglés pecó por pesimismo y por precipitación. Es una quimera el pretender escribir la historia con el acopio de todos los detalles, pero no lo es el escribirla prescindiendo de estos detalles y trazando las líneas generales de los acontecimientos que la definen. Por esta razón el historiógrafo debe atender más a lo general que a lo particular, a lo colectivo más que a lo singular o fragmentario. Es así como la historia es posible, trátese de la vida de un continente o de la de un hombre que ha cambiado por entero los destinos de ese Continente. Esto dicho, comprenderá el lector que ante todo y sobre todo hemos querido justificar una actitud y establecer por anticipado la moral de nuestra propia conducta al asumir el papel que corresponde a todo historiador. Queda además un nuevo punto por aclarar, y es el siguiente: encontrada o descubierta la verdad, ¿cuál debe ser la conducta del historiador? ¿Es su obligación el exponerla tal cual es, o está en sus facultades el hacerlo sometiéndola al imperativo de sus simpatías o de sus gustos? Evidentemente en el sentir de algunos, la historia no debe exponer en sus páginas sino lo que honra a los próceres, silenciando por lo tanto todo aquello que pueda ser causa de mengua o desdoro. En el sentir de otros -y en este sector militan los verdaderos reconstructores del pasado- la historia no puede hacer estos distingos y los que la escriben, descubierta la verdad, se deben a ella y sin reparos. He aquí lo que sobre este tópico, y como resolviendo por anticipado la cuestión, escribió el abate Fleury, uno de los maestros más eminentes de la historiografía católica: «C'est une espèce de mensong que de ne dire ainsi la vérité qu'à demi. Personne n'est obligé d'écrire l'histoire, mais quiconque l'entreprend s'engage à dire la vérité tout entiere». De más está decir que éste constituye nuestro postulado y que al escribir el libro que ahora prologamos, nos hemos sujetado a él en absoluto, ya en lo que dice relación con San Martín, el héroe máximo, ya con los personajes que lo secundan o que por una u otra razón se vinculan con él en el determinismo solidario del drama. Escribir la vida de don José de San Martín, importa escribir el proceso libertador que tuvo por teatro en su aspecto geográfico toda la parte austral de un continente, e importa al mismo tiempo el exponer este proceso, no sólo en su concepto total y genérico, sino también en sus aspectos parciales y específicos, con sus incidencias y con las distintas pasiones en lucha, que le dan relieve. Aun cuando los ensayos históricos sobre San Martín son muchos, ninguno es completo y ninguno descubre en sentido cabal y en su verdadero ambiente panorámico, la vida en que se desenvolvió el héroe y el hombre. Constituía esto un vacío que era necesario llenar, y desafiando la capacidad de nuestras propias fuerzas, nos consagramos a tamaña tarea, sin sondear obstáculos y sin dejarnos amedrentar por las dificultades que podrían surgir por parte del tiempo, de la distancia y del peculio. Es así como surgió a la realidad bibliográfica esta historia que hoy brindamos al público curioso de todos los continentes. Etapa por etapa, hemos seguido a la figura del Libertador desde su cuna hasta su muerte, y etapa por etapa hemos tratado de vaciarla aquí, tal cual la conocieron sus contemporáneos y tal cual debe contemplarla, a nuestro entender, sobre su pedestal próximamente centenario, la posteridad. La nota que publicamos al fin de esta introducción, dirá al lector cuáles fueron nuestras fuentes. La bibliografía consultada es copiosa, pero el acervo documental comprende un campo mayor y esto permite que la historia de San Martín, cuya introducción escribimos, se caracterice, ya por su plan, ya por el aporte comprobatorio que la fundamenta.
La historia americana no puede ni debe escribirse con un criterio puramente unilateral. El testimonio hispánico debe aparecer al lado del testimonio criollo, y es esto lo que nosotros hemos realizado pidiendo sus luces documentales a los archivos de la Península. Esta documentación, que el lector encontrará diseminada y engarzada en el curso sucesivo de estas páginas, demostrará de una manera perentoria y elocuente que la quietud española, por lo que se refería a su soberanía absoluta en las Indias Occidentales, dejó de ser tal desde el momento en que San Martín salvó los Andes y reconquistó con su táctica ejemplar y sorprendente al reino de Chile. Aun más, esa misma documentación nos dirá que la inquietud se convirtió en zozobra después de Maipú y que el Virrey del Perú, hasta entonces impasible en medio de la conflagración continental, cambió de conducta, entrando francamente en el terreno de la desconfianza.
La desconfianza y el miedo crecieron de punto con la partida de la expedición libertadora de Valparaíso y se acrecentaron desmesuradamente apenas el sublime argonauta, que era San Martín, desembarcó en Pisco, con vistas directas sobre Lima. El recelo que no había producido Bolívar, a pesar de su empuje y de lo épico de su bravura, lo produjo él. El vencedor de Chacabuco y de Maipú resultó para aquel Virrey más temible · que el héroe y el libertador caraqueño, y principiaron entonces a salir de su pluma aquellos llamados apremiantes que cruzando el mar y llegando a la Península, provocaron allí el pánico y el mayor desconcierto.
Todos los documentos que llevan al pie la firma del Virrey de Lima, de sus Generales y aun de las instituciones que tenían a su cargo el destino económico del imperio peruano -documentos que el lector encontrará en su lugar respectivo- concuerdan en señalar la presencia de San Martín en el Perú como un peligro, y no como un peligro cualquiera, sino como un peligro de muerte para el dominio de España sobre sus colonias. «Si como lo espero -escribe Pezuela el 10 de diciembre de 1820, haciendo alusión a los refuerzos pedidos- arriban dentro de pocos días divisiones en actitud entonces de emprender un ataque, serio sobre el enemigo dejando siempre asegurada la capital, las armas nacionales pueden tener un día de gloria o al menos se conseguirá que aquél -alude a San Martín que era el enemigo- se reembarque precipitadamente perdiendo la mayor parte de los recursos con que cuenta.» «Sin embargo, aun cuando esto salga bien, aun cuando el enemigo, aprovechándose de sus ventajas actuales sobre mi situación y los pueblos alterados, dé tiempo a que se verifique la operación antedicha, la guerra no se concluye, y, cuando más variará algún tanto de aspecto, porque mientras aquél con la exorbitante superioridad de sus fuerzas marítimas pueda moverse sin riesgo de un punto a otro, y fijarse en el territorio que más le acomode, le será también fácil concitar a su favor y contra nuestra causa, la porción de elementos que le ofrece el estado de la opinión en América y el deseo muy general de establecer su independencia de la España. »
«La infidelidad se va propagando hasta en las tropas que hasta aquí no habían dado el ejemplar escandaloso y fatal de pasarse al enemigo un batallón entero, como sucedió pocos días ha con el Numancia, que ahora dos años me envió el General Morillo. Por todo lo dicho, advertí a V.E. -concluye Pezuela-, que la situación de estos establecimientos ha llegado al extremo de decidir su suerte perentoriamente y que no carecen de grandes peligros». El Consulado del Comercio de Lima no fue menos expresivo que Pezuela, y su representante, ignorando aún que San Martín ya había declarado la independencia del Perú en la plaza de Lima, en otro petitorio firmado el 31 de agosto de 1821, le dice a S.M.: «En su defecto, Señor, si se retarda por sólo algunos días el remedio, la pérdida de aquel precioso imperio será casi infalible, será inevitable la ruina de la fortuna y difícilmente podrá salvarse la vida de muchos leales europeos. Se propagará por toda la América Meridional la fiebre de una prematura independencia, se erigirán en sistema los horrores de la discordia civil entre los que ahora son hermanos; se amasarán con sangre los cimientos de un edificio político que supone un grande adelantamiento y una grande extensión de luces, donde se hallan reducidas a un corto número y distan aún tal vez del grado conveniente a la dificultad de la reforma; se procurará por largo tiempo, en vano, preparar, en nombre de todos, un trabajo cuyo fruto se ha de apropiar un corto número. A la ambición de los jefes, se sacrificará la libertad y la ventura que fácilmente y sin ninguna garantía se ofrecen a los pueblos. Habríamos vencido y habríamos adquirido gloria para otros, y los vastos territorios que conquistaron los Pizarros quedarán por patrimonio o por tributarios de la industria de los rivales de España». Pero si grande fue el empeño y grande la decisión reaccionaria que provocó en el partido realista la sola presencia de San Martín en el Perú, esta reacción no pudo impedir lo inevitable, y San Martín se posesionó de la Lima almenada, enarbolando en ella, antes que nadie, el estandarte de la victoria. Esta victoria colocó a San Martín en el pináculo de la notoriedad tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo, y los más calurosos aplausos llegaron al héroe argentino, al hijo nativo de la aldea misionera de Yapeyú, sin provocar en él orgullo o hinchazón.
El ciclo de la conquista iniciada por Pizarro lo cerró él iniciando así, en el propio Imperio de los Incas, el ciclo de la libertad. Era ésta la gloria máxima a que podía aspirar un criollo, gloria que presintió Bolívar cuando con fecha 10 de enero de 1821, desde Bogotá escribióle a San Martín: «Al saber que V.E. ha hollado las riberas del Perú ya las he creído libres, y con anticipación me apresuro a congratular a V.E. por esta tercera patria que le debe su existencia. Me hallo en marcha para ir a cumplir mis promesas de reunir el imperio de los Incas al imperio de la Libertad. Sin duda que más fácil es entrar en Quito que en Lima; pero V.E. podrá hacer más fácilmente lo difícil que yo lo fácil, y bien pronto la divina Providencia, que ha protegido hasta ahora los estandartes de la Ley y de la Libertad, nos reunirá en algún ángulo del Perú, después de haber pasado por sobre los trofeos de los tiranos del mundo americano». No historiamos aquí la liberación del Perú, como no historiamos tampoco la obra protectoral a la cual se consagró San Martín, con viva violencía sobre sí mismo, para consolidar aquélla. Escribimos tan sólo una página preliminar destinada a justificar la razón y el origen de este libro, y forzoso nos es, por lo tanto, no extralimitarnos en su contenido. Con la amplitud que el caso lo requiere, éstos y otros puntos más los tratamos en páginas que ya conocerá el lector; pero como anticipo oportuno y justificado, es de nuestro deber apuntar previamente los rasgos fundamentales de nuestro héroe, decir dónde principia y dónde termina su papel de libertador, y esto con el decidido intento de demostrar que San Martín fue tan héroe en lo moral como en lo épico, héroe sin egolatría, héroe en la virtud trascendente, que lo es la del desinterés.
Pero antes de llegar a esta conclusión, debemos observar que en el momento en que San Martín se presentó en el Plata, para incorporarse con otros conmilitones de causa a la revolución argentina, lo hizo sin reserva y con la completa donación de sus aptitudes y de sus facultades. La libertad no era para él una cosa novísima. Por ella, y porque así se lo dictaban los intereses espirituales de la Madre Patria, se había batido contra las huestes poderosas de Napoleón y esto a las órdenes de los más grandes Generales de la Península, cuyos galones hubiera conquistado él igualmente si no corta su carrera para salvar el mar y servir a su patria. Era justo, pues, que la libertad de su país nativo le acicatease en la forma en que lo hizo y que despertándose en él un instinto originario y autóctono, rompiese con la Península y trocase las costas gaditanas por las del Plata.
Es así como San Martín, sin más credencial que su foja de servicios, se presentó ante el Triunvirato argentino, y es así como desde ese momento, y sin reticencias, se puso al servicio de una revolución, que si era argentina por su punto de partida, era americana por sus proyecciones continentales.
¿Presintieron los hombres que formaban aquel Triunvirato que el Teniente Coronel don José de San Martín cambiaría más tarde los destinos de esa revolución? Los hombres del ciclo de Mayo, que se destacaban entonces en el teatro insurrecto, ¿sospecharon o llegaron a sospechar todo lo que valía San Martín y todo lo que podía esperarse de aquel que tenía en su haber páginas tan gloriosas como las campañas de Andalucía y del Rosellón? Apuntamos estos interrogantes sin poder esclarecerlos; pero lo que podemos afirmar es que San Martín no tardó en imponerse a la opinión de sus compatriotas, y esto hasta destacarse con soberanía absoluta, tanto en lo político como en lo militar.
En lo militar, para hablar de lo primero, introdujo San Martín en el Plata una nueva escuela de guerra, difundiendo nuevos métodos y creando su famoso Regimiento de Granaderos, y en lo político asentó los resortes que comunicarían un impulso progresivo a una revolución que se encontraba estancada, por así decirlo, y sin llenar sus fines.
La influencia de San Martín sobre la Revolución Argentina fue tan grande, que, merced a los trabajos desplegados por él en la logia Lautaro, esta revolución pudo declarar su soberanía en la Asamblea Constituyente del año XIII. Causas egoístas y perentorias quisieron anular su eficacia, pero San Martín conjuró el peligro, y, trabajando empeñosamente sobre los congresales reunidos en Tucumán, hizo que estos congresales jurasen ante Dios y el orbe la Independencia Argentina el 9 de julio de 1816.
Esta declaración de independencia tenía para San Martín una doble importancia. Por un lado, desenmascaraba a la revolución, y por otro le daba a él un punto de apoyo legal para lanzarse sobre Chile primero, y sobre el Perú más tarde, llevando en la punta de sus bayonetas un supremo mandato.
La manera con que San Martín realizó este mandato venciendo a lo humano como a lo geográfico, colocó a la Revolución Argentina en el camino del triunfo definitivo, y después de sellar una alianza ya iniciada con Chile, la generalizó por América llevándola hasta el Ecuador.
El paso de los Andes, como la victoria de Chacabuco, que fue su consecuencia inmediata, salvaron a Chile de la opresión hispánica, opresión restaurada enconosamente después de Rancagua, pero salvaron al mismo tiempo a las provincias argentinas, afianzando su suerte militar hasta entonces dudosa y vacilante.
A partir de esa hora, las fuerzas realistas, acuarteladas en el Alto Perú con perspectiva sobre Buenos Aires, dejaron de presionar, en la forma que hasta entonces lo habían hecho, nuestras fronteras del Norte, y obligadas a colocarse a la defensiva, se replegaron sobre Cuzco y Lima, puntos sobre los cuales dirigía su amago San Martín.
A San Martín le cabe, pues, la gloria sin par de haber señalado a Lima -nueva Cartago en el drama de la revolución americana- como punto terminal de su trayectoria, y le cabe igualmente la gloria de haber puesto fin, con la toma de aquella metrópoli, al imperio de España en América.
Desgraciadamente, en el momento oportuno faltóle a San Martín la cooperación estratégica que había excogitado para finalizar su campaña del Perú, con una victoria inmediata y absoluta. Esta circunstancia obligólo a poner en juego su diplomacia, primero cuando se trató de vencer a La Serna, y luego cuando llegando al fin del drama, le fue forzoso solicitar para el triunfo definitivo la cooperación de Bolívar.
¿Qué sucedió entonces? ¿Cuál fue la consecuencia inmediata de este segundo paso y de esta actitud?
Los cien años que nos separan ya de la hora aquella en que la ría de Guayaquil llenóse de ecos rumorosos, festejando el encuentro de los dos más grandes libertadores que conociera la América, nos permiten romper con el disimulo y decir la verdad con el nudismo integral que impone la historia.
San Martín, como se sabe, partió para Quito -el encuentro con Bolívar debía efectuarse en esta ciudad y no en Guayaquil- al parecer jubiloso y convencido de que Bolívar no se negaría a su demanda y que le acordaría por lo tanto los auxilios que no le acordaba Rivadavia. Pues bien; si Bolívar le dispensó una acogida aparatosa y solemne, la entrevista, como entrevista, lo desilusionó. En lugar de encontrarse con una voluntad dispuesta a una franca y solidaria colaboración, San Martín encontróse con un rival que ambicionaba el monopolio directivo de la guerra, y que de un modo o de otro forzaría su entrada en el Perú. Fue entonces cuando el interlocutor de Bolívar descubrió la profundidad
del abismo que se abría a sus plantas. Vio que una resistencia a aquellas pretensiones provocaría una guerra, y que desencadenada ella, los españoles encontrarían el momento propicio para caer sobre Lima, y comprometer así, seria y escandalosamente, la suerte de la independencia.
Semejante perspectiva determinó en el acto su conducta a seguir, y fue entonces cuando lo que no había hecho ningún guerrero afortunado de la historia, lo hizo él. El hombre que había iniciado la guerra de la independencia americana con un secreto -secreto apuntado cautelosamente en 1814 en Tucumán-, la terminó con otro secreto. De retorno de Guayaquil a Lima, San Martín reasumió el mando protectoral del Perú, convocó su Congreso, y, en forma solemne, se despojó de sus insignias de Protector y esto con el decidido propósito de responder al desenlace previsto y de allanar el camino del Perú a Bolívar.
Los verdaderos móviles de San Martín y su determinismo fueron en aquel entonces desconocidos, y al hablarse de Guayaquil se habló, por muchos años, como de un drama, en el cual el héroe argentino fue vencido y colocado en situación de inferioridad política por el héroe de Colombia. Hoy, la historia, constituida en tribunal, no piensa así, y fallando con conocimiento de causa, declara que si hubo allí aparentemente por parte de Bolívar una victoria política, hubo simultáneamente una victoria moral, correspondiendo ésta por entero a San Martín.
Los hombres valen ciertamente por lo que hacen, pero a veces valen por lo que dejan de hacer. Es éste, a nuestro entender, el caso de San Martín, pues dejando de pujar en propia ventaja, satisfizo los anhelos de un competidor impulsivo, pero satisfizo igualmente los votos de América, no comprometiendo su suerte en el momento preciso en que su palabra de Libertador acababa de declarar urbi et orbi que su destino era irrevocable.
El gesto, como se ve, es grande, y más que grande, ejemplar y heroico. Para realizarlo supone él la sublime virtud de la abnegación y al mismo tiempo un completo y alto sentido de las realidades. Pero si San Martín fue grande en este evento, no lo fue menos después de producido. Pudiendo hablar para explicar su conducta, no lo hizo, y practicando un estoicismo ejemplar guardó silencio, y dejó por motivos altísimos, que lo comentasen a su antojo. Con todo, la verdad se abrió camino, y esto sucedió cuando en 1843 Lafond de Lurcy publicó en París como primicia documental una carta insospechada escrita Por San Martín a Bolívar un mes después de producida la entrevista.
El documento en cuestión -documento que, por otra parte, llegó a manos del marino citado no por intermedio de San Martín, como se ha creído, sino por donación del secretario de Bolívar, que era su poseedor, como se probara en su lugar respectivo-, esclareció el misterio y permitió la reconstrucción del drama tal cual se había producido él en su iniciación como en su desenlace.
Ninguno de los documentos publicados después en el sector bolivarista, ni aun los más recientes, han destruido o destruyen lo escrito por San Martín en la carta a la cual en estas líneas nos referimos. Por el contrario, ellos lo confirman y demuestran, a pesar del sofisma que los caracteriza, de que una guerra de zapa estaba en juego, y esto para que el Perú, perdiendo su personalidad, pasase a integrar el imperio republicano que significaba para Bolívar su gran Colombia.
En el modo de sentir y de respetar la opinión, San Martín adquiere además una primacía honrosa sobre todo otro libertador. La opinión era para él cosa sagrada. En ella se apoyó para llegar al gobierno supremo de Cuyo. Esa opinión lo colocó al frente del Ejército de los Andes, y esa opinión señalóle con el dedo para que su espada, y no otra, iniciase y consumase la reconquista de Chile.
La propia campaña libertadora del Perú, fruto a la vez de su genio y de su previsión intuitiva, como lo fuera la de Chile, surgió de ahí. Por esto el voto del pueblo lo acompañó y esto después de haberlo precedido y de haberlo solicitado. Si en el Perú aceptó un cargo directivo, cual lo fue el Protectorado, esto no fue por concupiscencia política, sino por razones perentorias y circunstanciales.
Su afán no era gobernar. Su afán era libertar, y es por esto que cuando creyó que su papel de libertador había terminado, interrumpió bruscamente su ascensión a la gloria y se alejó del poder sin amargura, no apostrofado por la turba que en este caso era la opinión, sino, por el contrario, llorado y sentido por ella. Es así como San Martín cierra su vida de héroe y escribe la primera página de su vida de proscrito.
Hasta la fecha, este nuevo aspecto de la vida de San Martin ha estado envuelto en la penumbra del tiempo, y sólo una que otra vez plumas admiradoras y amigas, como lo hiciera don Benjamín Vicuña Mackenna, preclaro chileno, reflejaron en páginas de fugaz existencia uno que otro aspecto de la vida del héroe en su ostracismo.
Consecuentes con el plan que nos propusimos al consagrarnos, sin desfallecimiento de ninguna especie, al estudio de esta figura singular, y deseosos de llenar un vacío completando la vida del héroe con la vida del hombre, nos consagramos a esta tarea ansiosos de plasmar aquí un San Martín integral. A nuestro entender, el proscrito de Bruselas y de Grand-Bourg completa al héroe de Chacabuco y Maipú, al captor de Lima, y al argonauta supremo que hizo posible esta proeza, mediante la gloriosa expedición que la precedió.
Antes de entrar para siempre en su ostracismo, San Martín se detuvo primero en Chile y luego en Mendoza. Allí le llegaron súplicas y solicitudes de toda especie para que volviese al Perú, y estas súplicas se multiplicaron después de Moquegua. En un momento dado su corazón se orientó de nuevo hacia el teatro reciente de sus glorias, pero pronto reaccionó, y con desgarramiento de sus propias fibras resolvió no entrar nuevamente en Lima. Una conducta en contrario hubiera, en su sentir, agravado la situación.
Bolívar se acercaba ya aceleradamente a las puertas del virreinato, blanco de sus ansias, y el cerrarle el camino hubiera sido para San Martín provocar el drama que con un sacrificio inmolatorio, ya había resuelto conjurar. Fue entonces cuando se decidió a partir para el extranjero, ya que, por otra parte el encono político y la vigilancia inexplicable que ejercían sobre él los dirigentes de su patria, agravaban su situación. Es así como San Martín se alejó de sus playas nativas, embarcándose en Buenos Aires, y llevando consigo como única consolación en su jornada transatlántica, a la hija aquella que le dejara como prenda de su unión una esposa arrebatada prematuramente a la vida.
Sus propósitos, al embarcarse en Buenos Aires, fueron los de dirigirse a Francia, e instalarse allí para completar la educación de su hija; pero el gobierno borbónico, residente entonces en el Palacio de Las Tullerías, se receló del libertador americano y no sólo le negó la entrada en aquel suelo, sino que lo hizo objeto de una severa vigilancia aduanera apenas el barco que lo conducía hubo anclado en El Havre. Esta negativa cambió por decirlo así, la brújula de San Martín, y, obligado a proseguir su viaje, se trasladó a Londres.
Estando allí reanudó su amistad con los lores ingleses que tenían por él la más alta estima, y durante un año recorrió Irlanda y Escocia a la espera de encontrar en el continente europeo una parcela de tierra hospitalaria donde clavar su tienda. El rey de los Países Bajos otorgóle la hospitalidad que le negara Carlos X, y eligiendo para vivir la ciudad de Bruselas que formaba parte de aquel reino, se instaló allí modestamente, y en uno de sus arrabales.
La vida de San Martín en Bruselas se divide en dos etapas. Es la primera la que precedió a su viaje al Plata, y la segunda aquella otra que se inició con su retorno a la tierra de exilio y esto para pasar luego a París, en donde se instaló a fines de 1830, y en momentos en que la dinastía orleanista reemplazaba en su trono a la borbónica.
La vida de San Martín en Francia comprende dos décadas y son éstas las que establecen su apogeo en su gloriosa y ejemplar ancianidad. Esta ancianidad, como lo verá el lector, la llena el cariño a su hija, el culto a la amistad y el amor a la patria, comprendiendo como tal, primero la tierra de origen que lo fue la Argentina, y luego la parte del continente americano, Chile y el Perú, en donde su espada de libertador escribiera su epopeya.
Argentinidad y americanismo son los dos términos de un binomio dinámico que se conjugan armoniosa y solidariamente en su corazón. De estos dos términos el primero es el que se destaca con más realce en su vida de proscrito, y los nombres de Ituzaingó, Navarro y Obligado señalan los tres puntos episódicos del drama argentino que lo define.
En las circunstancias que recuerda el primero de estos tres nombres, se encierra la guerra que las Provincias Argentinas mantuvieron en el primer período de su independencia con el Imperio del Brasil. Cuando ella estalló, San Martín estaba todavía en el apogeo de su virilidad y todo lo señalaba para que el gobierno de Buenos Aires pensase en él, lo llamase y le confiase el comando supremo de sus armas. Rivadavia no procedió así, y el error impuesto por la pasión política lo pagó la patria, teniendo que aceptar un desenlace contrario a sus derechos y a sus esperanzas.
La tragedia que se conoce con el nombre de Navarro -ella evoca el fusilamiento de Dorrego ejecutado por Lavalle- hirió en lo más hondo de sus fibras. Conocida por San Martín cuando el barco que lo conducía al Plata había penetrado ya en las aguas de nuestro estuario, cambió de propósito, y desde la rada exterior, sin desembarcar en Buenos Aires, se trasladó a Montevideo a la espera del momento oportuno para regresar a Europa. A pesar de que le llegaron allí conjuros de toda clase para que pasase a Buenos Aires y asumiese el mando supremo de las armas, los resistió, y esto no porque no fuese o no se sintiese argentino como el mejor, sino porque en modo alguno quería convertirse en el Sila de sus hermanos.
Es ésta una actitud concordante y lógica con todos los antecedentes políticos de San Martín. Él, que supo substraerse a la vorágine montonera y disolvente de nuestra nacionalidad el año XX, supo substraerse en esa ocasión a la celada que significaba para él el ofrecimiento unitario, dado que si debía gobernar, no podía hacerlo sino con mano fuerte y acudiendo a represalias. El sentido abstencionista que lo guiaba lo salvó entonces, como ese mismo sentido lo salvara, cuando disuelto el Directorio y dueña del país la anarquía, para bien de su patria supo ser un libertador y no un caudillo.
Ya en los dinteles de su ancianidad, y cuando sus pupilas le pedían más que nunca el retorno a América, un acontecimiento inaudito despertó en él el ansia de desenvainar su espada, descolgando de los muros que formaban su alcoba en Grand Bourg, el sable corvo con que peleara y venciese en Chacabuco. Este hecho fue el bloqueo francoinglés decretado por dos cancillerías prepotentes y en connivencia con el partido unitario para hostilizar al gobierno de Rosas, y poco más tarde el combate naval de Obligado, en que sin razón de beligerancia la flota aliada violó con descaro sumo y en modo sangriento la soberanía argentina.
La prensa europea, tanto en París como en Londres, opositora a esta política de violencia, condenó el acto, y el representante de un diario inglés se dirigió a San Martín solicitando sus luces y su opinión. San Martín se encontraba en ese momento en Nápoles y desde allí contestó al publicista londinense condenando con viril franqueza la política intervencionista.
Después de Obligado haría otro tanto, pero esta vez no desde Nápoles, sino desde Boulogne sur Mer. Su carta al ministro Bineau fue leída en el Parlamento francés y al mismo tiempo que en el recinto de la Cámara se oía su protesta, La Presse reproducía su carta de 1845 y la comentaba realzando los méritos de ponderación y de buen sentido que distinguían al libertador del Nuevo Mundo. La actitud de San Martín cambió por completo la fase del debate y respetóse en sus cláusulas el tratado de pacificación ya firmado.
El testamento, pieza histórica que sintetiza su última y postrera voluntad -el original de este testamento ha sido hallado por nosotros en un archivo notarial de París, como así ya lo anunció la prensa-, se caracteriza por tres cláusulas que acusan su patriotismo, al par que la conciencia que aun en su destierro voluntario, tenía el héroe de su misión.
Después de enumerar los títulos que lo señalan a la consideración de la historia, con absoluto albedrío de sí mismo, San Martín dispone en ese testamento de su espada, del estandarte que fuera de Pizarro, trofeo de su campaña libertadora del Perú, y, finalmente, de su corazón.
Por lo que se refiere a su sable -lo era el de Chacabuco y Maipú- lo lega a Rosas, y esto no por ser Rosas, sino por simbolizar él al mandatario que gallardamente defendiera en horas luctuosas a la soberanía argentina. La insignia evocadora de la Conquista, quiere que sea devuelta al Perú, pero pone como cláusula de su devolución, el que después de sus días se le tributen los honores decretados por su primer Congreso. En cuanto a su corazón, formula un voto, y especifica así sus deseos de que este corazón sea transportado -y esto para encontrar allí su eterno descanso- al cementerio de Buenos Aires.
La tierra, a no dudarlo, es la madre de todos; pero hay en ella parcelas que predominan sobre otras, y esto por encontrarse allí nuestro punto de partida al venir a la vida. San Martín no escapó al cumplimiento de esta ley, y aunque era un niño cuando abandonó el solar nativo, su imán lo dominó siempre y a él supo volver sus ojos -ojos penetrantes y escudriñadores- antes de entrar en el inconmensurable misterio.
Más que una razón de nacimiento, la argentinidad de San Martín que en estas páginas señalamos, la explica el carácter de su obra y los móviles a que obedeció. La vida se hace amable en donde se desarrollan y en donde se gastan las energías. Darse es adherirse, es compenetrarse, es consubstanciarse hasta llegar a formar un todo moral con las fuerzas étnicas, espirituales y sociales que nos rodean. Esto sucedió con San Martín, y si la tierra que le vio nacer no conoció las primeras energías de su mocedad, conoció aquellas otras que lo fueron heroicas cuando para servirla se volcó por entero en el drama de su revolución. Es por esto que San Martín cierra su vida con una parábola y dispone que su corazón, víscera noble, víscera altamente simbólica, descanse en Buenos Aires, la ciudad que le sirviera de apoyo para su trayectoria continental.
A propósito, y con el decidido intento de demostrar que lo criollo no excluye lo hispánico, hemos querido dejar para esta altura de nuestra introducción, el señalar el punto que ahora señalamos. El estudio de los documentos, y aun la propia actitud observada por San Martín desde que se incorporó al drama de la revolución americana, nos demuestran que existían en él poderosos gérmenes de hispanismos y que este hispanismo no era ficticio, sino sólido y de buena ley. Su amor a España -a España como entidad histórica, a España como nación descubridora y pobladora de un mundo- es un amor vivo y acendrado. La emancipación de sus colonias no representaba para San Martín un rompimiento racial ni mucho menos afectivo. Esa emancipación significaba simple y llanamente la creación de nuevas nacionalidades y esto porque así lo dictaba un derecho geográfico, un derecho natural, una razón autóctona, el progreso en sus etapas evolutivas y si se quiere, aun cuando esto parezca paradojal, la propia conveniencia espiritual de España. Es por esto que San Martín hizo la guerra, no a los hombres que la representaban, sino a los principios que ellos defendían. Es por esto que a su táctica vinculó la diplomacia, al voto de concordia el gesto enérgico, y al amor a España, cuna y sepulcro de sus mayores, el amor a la América, amor que por razones lógicas y explicables era más hondo y más trascendente que aquél.
La guerra, precedida y organizada por San Martín en Chile y en el Perú, encuádrase dentro de los dictados de serenidad y de justicia que impone la civilización. Esa guerra no es impetuosa ni bárbara. Ella brilla por la ausencia absoluta de hecatombes y de represalias, y la casaca de Generalísimo -casaca de la cual se desprendió en el Perú para no vestirla jamás- es prenda en la cual la guerra no ha dejado en forma deshonrosa una gota de sangre.
La sangre, que es la vida, San Martín la sabía economizar como el avaro economiza su oro. Esta sangre la economizó en el asedio de Lima y la economizó igualmente cuando Canterac, seguro de captar la metrópoli, bajó de la Sierra y se acercó a sus puertas. Por segunda vez en ese entonces, San Martín aumentó el elenco de sus victorias con una victoria incruenta, y al retirarse de allí el jefe realista, batido por la táctica ingeniosa de San Martín, éste pudo enarbolar su estandarte libertador en los castillos del Callao.
Con esta victoria, San Martín acrecentó su renombre de genio de la guerra y demostró, anticipándose a las lecciones que se desprenden de la guerra contemporánea, que la victoria puede estar en la espada, pero antes lo está en la previsión, en la organización y en la inteligencia.
Como conclusión de lo dicho, podemos repetir aquí lo que ya escribimos en otra oportunidad. Si España hubiese escuchado las proposiciones de San Martín, formuladas por intermedio de sus delegados tanto en Punchauca como en Miraflores, España se hubiese ahorrado Ayacucho y, por lo tanto, el desgarramiento impuesto por tal desenlace.
Un punto nos queda por resolver y es el siguiente: ¿Cuáles y de qué carácter fueron los defectos y los errores de San Martín? En realidad de verdad, es ésta una cuestión que nos deja perplejos, y no porque San Martín no hubiese tenido defectos y cometido errores, sino porque ni éstos ni aquéllos afectaron a lo intrínseco de su obra ni como hombre, ni como Libertador.
El argumento empleado contra San Martín con más empeño por parte de sus detractores de oficio, es el de su monarquismo. Pero, ¿qué era este monarquismo, y qué razones le permitieron a San Martín el inclinarse a él y el prohijarlo con su poder al tiempo que hacía otro tanto su Consejo de Estado? Aun cuando se trata de una cuestión que el lector encontrará ampliamente tratada en el lugar respectivo de esta obra, diremos por anticipado que aquella forma de gobierno excogitada por San Martín y por sus consejeros para el Perú, tendía a servir de puntal a la independencia y a consolidar al mismo tiempo el poder con la democracia. No era en modo alguno un procedimiento antipolítico ni arbitrario, y habla altamente en honor de San Martín la exclusión que hacía él de su persona en este plan y la forma serena y consultiva con que revestía su idea.
Histórica y doctrinariamente hablando, no se violentaba con ese proceder los intereses fundamentales de una democracia todavía incipiente. Por el contrario, el plan monárquico trataba de consultarlos, ya que con la persona de un príncipe se esperaba armonizar lo social con lo político.
«El mejor Gobierno, diría más tarde San Martín en carta a un amigo residente en Chile, no es el más liberal en sus principios, sino aquel que hace la felicidad de los que obedecen.» Toda la ética de su política ejecutiva para el Perú se encierra en este postulado y nos explica por qué siendo él un republicano de corazón y de costumbres, acordó sus preferencias a una corona y no a un gorro frigio, al ponerse en el tapete de la discusión la suerte institucional del Perú.
A su entender, y en la opinión de aquellos que figuraban a su lado como sus consejeros, un monarca respondía mejor a las modalidades sociales de aquel Estado. Por otra parte, mediante esta combinación podía lograrse una nueva victoria, pues quebrada así la resistencia española, el Perú, y con él los demás Estados del Continente, se atraían de inmediato las simpatías y el reconocimiento oficial de la vieja Europa.
Como se ve, se trataba de un plan de gran trascendencia, y esto ex plica por qué, producida la abdicación de San Martín, la plaza de Londres acusó su sorpresa, desvalorizando de inmediato en aquel medio bursátil los valores peruanos.
Encuadrada así -y ésta es la única forma en que puede y debe encararse esta cuestión- vese que el monarquismo de San Martín no puede constituir en modo alguno una piedra de escándalo. Si él es un error -no creemos que pueda considerarse como tal el intento de conciliar la revolución con la diplomacia- fue tan sólo un error inicial, que en nada afectó a la emancipación, y que pasó al orden de lo quimérico, después de haber servido de base a un plan político y generoso. Bolívar mismo cometió errores, y no es el menos grave y trascendente, el no haberse retirado de la escena americana después de Ayacucho. Con esto no queremos en modo alguno disminuir la grandeza del Libertador de Colombia, ni tampoco mermar la de su voluntad, que fue deslumbrante y creadora. Sólo queremos demostrar que el acierto absoluto no existe, y que los grandes hombres se extravían a veces en la vorágine de la acción, lo mismo que los mediocres. Pero prescindiendo de este punto, punto que sólo constituye un detalle en la política protectoral de San Martín, digamos que su obra de conjunto lo señala a la admiración de los pueblos y al reconocimiento justiciero de la posteridad.
A nuestro entender, la naturaleza dotó a San Martín de dos cualidades excepcionales. Dotólo de la soberanía del pensamiento que define al genio, y de la soberanía de la acción que define al héroe. En virtud de la primera, Lima llenó su imaginación estando aún en la Península, y llegando al Plata, señaló aquel punto geográfico del Continente, como punto terminal del drama que iba a decidir de sus destinos.
Por ser un héroe, y héroe en el más alto y en el más acabado concepto que encierra este vocablo, no se contentó con lo abstracto, y para hacer posible su idea, bajó a la acción, y revistió a ésta con los esplendores de lo épico.
En un día no lejano, Carlyle, al clavar sus ojos en un dictador neurótico del Nuevo Mundo, enseñoreado del Paraguay, el doctor Francia, declaró que ninguno de los héroes de Sudamérica «había llegado aún a evocar la imagen exacta de sí mismo». [5]
De más está decir que la más grande de nuestras satisfacciones sería la de haber logrado evocar aquí la imagen exacta de San Martín. Responderíamos así a las esperanzas forjadas hace más de medio siglo por el ensayista inglés, y contribuiríamos, además, a la rehabilitación de un héroe hasta ahora incomprendido, y por sistema, por muchos olvidado y hasta calumniado.
Felizmente, la historia, que con el correr de los tiempos se convierte en supremo y augusto tribunal, ha comenzado ya a fijar su atención sobre el libertador austral del Nuevo Mundo, y se sabe, por muchos, que si Bolívar cerró la independencia de América, San Martín contribuyó a ese desenlace, eficaz y poderosamente, afianzando la independencia argentina, libertando a Chile, libertando al Perú, y cooperando con Bolívar en la guerra de Quito.
La obra presente, que es historia y que a su vez puede ser considerada como una apología, pero apología debidamente fundamentada, tiene un objetivo y es el de servir de alegato a esta tesis. Ella persigue, además, otro propósito, y es el de poner en evidencia los distintos valores doctrinales e históricos, que fundamentan la grandeza y la fama ya legendaria de San Martín.
San Martín, como lo verá el lector pasando revista a los cien capítulos que la integran, domina el escenario, y la irradiación de su genio y de su voluntad fija el rumbo a los personajes que lo secundan. Éstos y los acontecimientos que tejen y realzan al drama, cuyo teatro de acción lo constituye la parte del continente americano que arranca en el Plata y se pierde en el Ecuador, están expuestos con desnudez y con sinceridad. Siendo la historia la depositaria de la verdad, imposible nos es el substraernos a sus dictados, y exponemos esa verdad, no armonizándola con nuestras simpatías o con nuestros gustos, sino según ella se desprende de la fuente originaria, que son los documentos.
Antes de entrar de lleno en el relato de la vida del héroe, hemos querido reconstruir en síntesis la vida de sus progenitores, y aun la de sus hermanos, que como él nacieron en el Plata, y como él todos fueron soldados. Es ésta una página desconocida de los argentinos y a mayor razón de los americanos. Nosotros nos complacemos en redactarla, y esto porque si ella honra a la memoria de los progenitores de San Martín, honra igualmente la de sus vástagos, iguales a nuestro prócer en la sangre, aunque no en la gloria.
Estos capítulos persiguen, además, otro intento, y es el de demostrar hasta dónde llega la influencia ancestral y hasta qué grado el Capitán Juan de San Martín, padre del Libertador del Nuevo Mundo, supo comunicar su vocación a su hijo y hacer de ellos cumplidos y valerosos soldados. Doña Gregoria Matorras, madre del prócer, adquiere un relieve singular a justo título figura ella en las páginas preliminares de este libro.
Un trabajo analítico y documental nos permite rectificar, además, como así lo hacemos, la cronología sanmartiniana. San Martín, podemos afirmarlo rotundamente, no nació el año de 1778, sino en el de 1777. Esto no lo testimonia su fe de bautismo -infructuosamente buscada por nosotros-, pero lo testimonia otros documentos que aquí damos a conocer o que aquí glosamos y entre los cuales señalamos como documento concluyente y comprobatorio la partida de bautismo de su hermana María Elena.
Pero si ésta es la primera de nuestras rectificaciones, no es la última. Las rectificaciones son múltiples y ellas no tienen por objeto revolucionar la historia de San Martín, sino presentar a San Martín tal como es y como así lo exige la verdad.
Es precisamente la suya una de esas figuras que nada pierden, y ganan mucho, por el contrario, con el análisis y con la crítica. Nuestro intento ha sido el de llegar hasta lo recóndito de su vida privada, y al hacerlo hemos podido hermanar en estudio completo al proscrito con el héroe.
Hablando con la franqueza que nos dicta la verdad, diremos aquí que en estas páginas quedan aún varias lagunas por llenar, y esto no por falta de solicitud o de esfuerzo por nuestra parte, sino por falta de documentos o falta de decisión de aquellos que los poseen para ponerlos a nuestro alcance y servicio. Sabemos que existen archivos privados con cartas inéditas de San Martín; y si nos es lícito formular un voto de súplica y de conjuro, lo formulamos aquí para que esas cartas o esos documentos, abandonen las arcas que los encierran y entren, para satisfacer una curiosidad muy legítima, en el dominio documental de la historia.
Los capítulos con que cerramos esta obra están destinados por entero a la apoteosis de San Martín y los reclama su renombre y su fama. Como dice muy bien Gracián, «de la fama se desprende un olor que conforta a los atentos y va dejando rastro de aplauso por el teatro del mundo». Por muchas razones -razones que ya quedan expuestas- San Martín se impone al culto y al homenaje de la posteridad. Sobre su bronce simbólico se concentran ya las miradas de todos los continentes y se le tributan a él los mismos aplausos que se le tributan a Washington y a Bolívar, sus conmilitones excelsos. San Martín fue grande en el pasado, lo es en el presente y lo será con medida mayor en el porvenir. Con esta convicción bajó serenamente al sepulcro, y sin desazón alguna por su renombre, encaró este desenlace convencido de que la posteridad le haría justicia. Esto realza su grandeza moral y nos demuestra que si San Martín sobresalió como guerrero, sobresalió igualmente como pensador.
La naturaleza hace prodigios e hizo uno más, armonizando solidariamente en este hijo de América, y en modo conspicuo, el pensamiento y la espada.
París, 12 de febrero de 1932.
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