La historiografía mitrista –y a ella se han allanado otras corrientes– enseña que existió «un misterio» en la reunión entre San Martín y Bolívar (el 26 y 27 de julio de 1822), en Guayaquil. Aunque ella misma, sin embargo, ha dado «su respuesta» sosteniendo, en base a un tendencioso análisis psicológico, que allí se encontraron dos hombres muy distintos: uno, el gran capitán argentino, marido y padre ejemplar, generoso, «el santo de la espada» y el otro, un venezolano ambicioso, sinuoso, mujeriego, sin valores éticos. Y lo que resultó fue que el segundo se impuso sobre el primero obligándolo a renunciar y le robó la gloria de dar término a la campaña hispanoamericana. De allí, se deduce que San Martín le guardó rencor, de por vida, a ese Bolívar pícaro que obtuvo la fama y se la negó a él. Los hechos refutan esta fábula. Después de libertar Chile y tomar Lima, San Martín debe liberar el interior del Perú donde estima que existe un ejército realista de 19.000 hombres. Para ello sólo cuenta con 8.000 soldados... Va a Guayaquil para que Bolívar le devuelva 1.200 hombres que le ha prestado y le aporte más soldados para poder dar la última batalla. Bolívar le devuelve los 1.200 y le ofrece 1.800 más, con lo cuales San Martín llegaría a 11.000 hombres, que considera insuficientes para dar batalla. Bolívar lamenta no poder darle más y a su vez, cree que los absolutistas no son 19.000 sino 15.000. San Martín comprende que hay que unir los ejércitos, pero como no puede haber dos jefes, propone que Bolívar comande y él ser su segundo jefe. Bolívar no lo acepta y tiene gran parte de razón: el Protector de Perú no podía regresar al Perú como segundo del jefe de la Gran Colombia (inclusive los peruanos recelaban de Bolívar por su control sobre Ecuador, al que ellos consideraban territorio peruano). ¿Qué hace, entonces, San Martín? Se encuentra sin escuadra, porque se la robó Lord Cochrane y la llevó a Chile, con su ejército diezmado por enfermedades e indisciplina (Las Heras y Lavalle se le van a Buenos Aires), y sin apoyo del gobierno rivadaviano pues don Bernardino lo odia (según correspondencia y el hecho de que estén a punto de batirse a duelo en Londres, en 1825). Además, en Perú existe gran división y en esos días lo obligan a renunciar a su ministro Monteagudo. En cambio, Bolívar tiene todavía el apoyo de la Gran Colombia. Por todo esto, San Martín juzga que el venezolano es el que está en mejores condiciones para concluir la campaña. Entonces, decide dejarle su ejército, para que se unifique bajo el mando de Bolívar y retirarse a Chile, donde permanece a la espera de la entrada de Bolívar en el Perú. Actitud generosa, por cierto, pero no motivada por la supuesta picardía o ambición de Bolívar sino porque la situación política y militar indican que es lo mejor que puede hacerse por la liberación hispanoamericana.
«Yo no soy de ningún partido –dirá después San Martín–. No, me equivoco. Yo soy del partido americano ». En diciembre de 1824, el triunfo de Ayacucho asegura la libertad de Hispanoamérica. La hostilidad de Rivadavia le ha obligado a San Martín a residir en Europa. Allí, hasta su muerte, en 1850, ¿acaso lo domina el rencor hacia Bolívar? Todo lo contrario. Durante esos largos años, mantiene en su casa tres retratos de Bolívar: un cuadrito pequeño que le regaló Bolívar al despedirse en Guayaquil, un óleo que San Martín le hace pintar a su propia hija y una litografía con el rostro de Bolívar que resulta definitoria pues la coloca en su dormitorio, enfrente de su cama. Es decir, cuando se despierta, al primero que ve es a Bolívar y lo mismo, a la noche, es el último, cuando se acuesta. ¿Puede sostenerse entonces que San Martín fue trampeado por Bolívar o que le tenía rencor? Salvo que se tratase de un caso extremo de masoquismo... Parece difícil, ¿no es cierto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario