Con el presente libro, el profesor Uzal vuelve a tomar la pluma para refutar a quienes intentaron contradecir con sus dichos -a veces afirmaciones, a veces meras insinuaciones- a lo que siempre creímos los argentinos sobre José de San Martín, su vida y su empresa independentista.
En verdad, tales afirmaciones o insinuaciones no tenían nada de nuevo ni de originales. Todas, o prácticamente todas, poseían una antigüedad casi bicentenaria y, según los casos, no pasaban de la mera repetición con algún agregado fantasioso.
Decimos casi bicentenario porque desde que, en 1812, San Martín retornó a Buenos Aires fue objeto de juicios adversos, de sospechas, de afirmaciones infundadas, no faltando quienes le atribuyeron la condición de agente francés o inglés. Y así se podría hilvanar una extensa sarta de bolillas negras porque, en verdad, muy pocos entendieron la razón de su regreso: “Una reunión de americanos en Cádiz, sabedores de los primeros movimientos acaecidos en Caracas, Buenos Aires, etc., resolvimos regresar cada uno al país de nuestro nacimiento, a fin de prestarle nuestros servicios en la lucha, pues calculábamos se había de empeñar». (Carta a Ramón Castilla, Boulogne-sur-Mer, 11 de septiembre de 1848). O sea que esos americanos, civiles o militares, comprendiendo el cambio político que se gestaba, decidieron retomar a su tierra, haciéndolo cada uno al lugar de su nacimiento. Esto era lo cuerdo y no que el rioplatense José de San Martín fuera a Caracas o que el mexicano Servando Teresa de Mier viniera a Buenos Aires.
Seguían las dudas y las intrigas: no resultaba comprensible que un oficial del ejército real hubiera podido dejar tan fácilmente el territorio español. La rápida aprobación de su pedido de retiro creaba sospechas, quizá porque sus compatriotas de entonces desconocían que, al informar la petición, un inspector militar escribió que la gracia pedida “proporciona al mismo tiempo al erario el ahorro de un sueldo de agregado que disfruta este capitán en la caballería sobrecargada y sobrante de oficiales de todas las clases”. Tras recordar esto, agrega José Luis Busaniche: “¿Y cómo no habrían de estar sobrantes de oficiales la caballería y todas las armas, si la España militar antinapoleónica, derrotada, había quedado en Cádiz y sus alrededores, único territorio propio de aquella Regencia en que nadie creía para entonces aunque fuera reconocida en Inglaterra por cálculos políticos?”. (San Martín íntimo. Emecé Editores, Buenos Aires, 1950).
Con el correr de los días y de los años, mientras San Martín llevaba adelante el plan continental de liberación política, seguirían cayendo sobre él sospechas, lachas, calumnias. Así, se le acusó de beneficiarse financieramente por medios incorrectos, llegando más de uno en su osadía a escribir la palabra ladrón. Y sin entender el porqué de aceptar una solución monárquica para Perú, algunos, entre ellos uno de sus subordinados, no vacilaron en hablar de el «rey José», expresión que recogió el periodismo porteño y que dio pie a caricaturas incluidas en un folleto anónimo, aunque nunca hubo dudas acerca de su autoría.
Desde los ya lejanos años de su regreso hasta nuestros días, en más de una ocasión se sumaron argumentaciones sin sustento suficiente para presentar a San Martín como un criollo al servicio de los ingleses, pretendiendo asimilarlo a ciertos americanos, que entre nosotros se llamaron, por ejemplo. Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla. Así, se señalaba que su salida de España había sido preparada por agentes británicos, quienes lo hicieron llegar a Londres para desde allí enviarlo a América en un buque de su bandera. Los que así decían desconocían, o aparentaban desconocer, que el propio San Martín informó a su antiguo colaborador Guillermo Miller, por medio de una carta que le envió en 1827, como salió de la Península: “El general San Martín no tuvo otro objeto en su ida a América que el de ofrecer sus servicios al gobierno de Buenos Aires; un alto personaje inglés (James Duff, cuarto conde Fife, escocés), residente en aquella época en Cádiz y amigo del general, a quien confió su resolución de pasar a América, le proporcionó por recomendación pasaje en un bergantín de guerra inglés hasta Lisboa, ofreciéndole con la mayor generosidad sus servicios pecuniarios, que aunque no fueron aceptados no dejaron siempre de ser reconocidos”.
Bien analizado, el párrafo transcripto parece inspirado – y quizá lo haya sido – por la necesidad de destruir totalmente, merced al categórico testimonio personal, las añagazas de ciertos españoles y americanos decididos a echar sombras sobre él. “No tuvo otro objeto” es una afirmación que con cuatro palabras refuta a las muchas echadas a correr por sus adversarios. También conviene poner el acento en la no aceptación de la ayuda financiera ofrecida, aunque no haya tenido una segunda intención quien la hizo. Años después, el Libertador dirá otro tanto acerca de su relación con Alejandro Aguado, antiguo oficial del ejército español subordinado a José I Bonaparte y después, exiliado en Francia, devenido en un gran banquero, con quien compartió muchas horas durante su residencia en este país.
Su vinculación con los ingleses también queda debidamente precisada en la correspondencia que, ya desde el Río de la Plata, ya desde Chile, enviaba a sus superiores el comodoro Bowles, jefe naval británico destacado por dos veces en la América del Sur. (Partes del comodoro Bowles, traducción del contralmirante Juan H. Questa, Instituto de Publicaciones Navales, Buenos Aires, 1994, y San Martín y la política de los pueblos, de Ricardo Piccirilli, Editorial Gure, Buenos Aires, 1957).
Acusaciones, dudas, sospechas, maledicencias o francas acusaciones fueron perdiendo fuerza con el correr de los años, dejaron de gozar hasta de un mínimo de credibilidad y, en muchos casos, cayeron en el ridículo. Un caso emblemático -como se usa decir ahora- lo constituyó el de los escritores, periodistas y en particular historiadores españoles. Durante gran parte del siglo XIX y primeras décadas del XX, José de San Martín era considerado por casi todos ellos como un traidor a España. Así se decía, se escribía, se repetía hasta por hispánicos de valía. Alrededor de 1950 comenzó a cambiar el juicio de quienes se referían a la disolución del Imperio, de ese Imperio forjado por los primeros Habsburgos y maltratado por esos dos menguados Borbones que fueron Carlos IV y Fernando VII. Fernandito, como el Libertador solía llamarlo con sorna. A raíz de esa nueva manera de estudiar el pasado. San Martín pasó en España a ser tan importante como Bolívar y en algunos casos más, como lo prueban sus monumentos existentes en Madrid, Sevilla, Cádiz,Vigo y otras ciudades.
Desgraciadamente, lo que se avanzó en muchas latitudes se retrocedió en la Argentina. Aquí resurgieron en los últimos tiempos ciertas afirmaciones, ya hechas en el siglo XIX, acerca de la posible sumisión al gobierno de Londres, de oscuros manejos financieros y de una ríspida vida matrimonial. Como si esto fuera poco, se retrocedió en el tiempo hasta llegar al momento del nacimiento del futuro Libertador para poner en tela de juicio, sin prueba seria alguna, que sus progenitores hayan sido Gregoria Matorras y Juan de San Martín.
Nos hemos permitido recordar y expresar cuanto queda dicho, con grave violación de la regla que aconseja ser breve, para introducir al lector en este nuevo libro del profesor Uzal, libro vigoroso como todos los salidos de su pluma, riguroso por el soporte documental en que se asienta, firme en sus juicios y en algunas páginas de una extrema dureza, aunque comprensible, para juzgar esos lamentables dichos que la posteridad agradecida creía ya definitivamente sepultados.
La lectura de «San Martín contraataca» dará paz a ciertos espíritus perturbados por desagradables asertos sobre el Padre de la Patria. También contribuirá a confirmar el reconocimiento cívico debido al compatriota que nació en esta América, retornó a ella para contribuir a la obtención de la independencia política y la amó hasta el fin de sus días. Tanto fue así que expresó el deseo de que su corazón descansara en su tierra nativa. Por ello, desde 1880 y por siempre, Buenos Aires custodia sus cenizas en el mausoleo catedralicio erigido por la gratitud nacional.
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