Por Jorge Enrique Deniri
El 25 de febrero se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de San Martín, y como tantas otras veces y en tantos lugares, se impone dedicarle unas reflexiones, porque la fecha lo exige, porque los que nos sentimos sanmartinianos lo consideramos poco menos que una obligación, un deber, y porque nunca los argentinos habremos dicho y reflexionado lo suficiente sobre su figura y sus hechos. Claro que hoy día, las experiencias y las relaciones de los últimos años me imponen incluir, sin solución de continuidad en estas manifestaciones a los peruanos, verdaderos hermanos nuestros, que tal parece son tanto o más sanmartinianos que nosotros.
San Martín es (o debiera ser) el héroe de tres naciones, pero quizá la que más se destaca por su pasión sanmartiniana en la actualidad es la República del Perú. En la Argentina, lamentablemente se percibe mucho de fasto calendario, de exaltación de almanaque en el país en su conjunto, incluso a riesgo de nivelarlo con otras figuras, elevándolas, como sucede con Güemes y los salteños. Caso aparte me parece que lo encarnan los mendocinos, que en mi opinión lucen como los más devotos cultores argentinos del Gran Capitán. Chile, lo ha puesto en pie de igualdad con O’Higgins, Carrera y aún Cochrane, vale decir que ni siquiera luce como primus inter pares. Y en el resto de América, es un héroe sí, pero de menor talla que Simón Bolívar, mucho menos conocido y, comparativamente, de baja estatura histórica. La serie de Netflix y de la todo poderosa cadena Caracol de 2019, lo pinta poco menos que como un simple comparsa, abonando y mucho a la leyenda del caraqueño, exaltando poco y nada del correntino.
Y digo correntino, porque entrando en el sendero de la leyenda, la primera que cabe rescatar de San Martín es esa pertenencia a una “patria” que no lo fue como tierra de sus padres, y tampoco como origen territorial, puesto que al tiempo de su nacimiento, Yapeyú no era parte de la provincia de Corrientes, que aparece como tal recién en 1814. En realidad, uno de los grandes méritos de los correntinos de antaño, es haber reivindicado para su provincia, en exclusividad, la figura de San Martín. Tenían títulos para ello, ¿qué duda cabe? Pero basados en una interpretación de la legitimidad sobre todo, porque el suelo yapeyuano era parte de la jurisdicción otorgada a la ciudad de Corrientes por su fundador, el adelantado Juan Torres de Vera y Aragón, suelo que a juicio y reclamos de los correntinos, fuera usurpado por los jesuitas y sus catecúmenos. Claro, aquí no se agota la leyenda, sino que en realidad recién da sus primeros pasos, porque después se suman en tropel, todos los sucesos vinculados a esos primeros años yapeyuanos de San Martín.
¿Jugó en realidad bajo el asendereado ombú? ¿nació en lo que hoy son las ruinas que custodia el Templete?¿Tuvo una nodriza guaraní?
El ombú existió por cierto, pero que San Martín siendo niño haya jugado a su sombra no pasa de ser una hipótesis de esas que suelen fundamentarse porque “seguramente”, “probablemente”, “indudablemente” y tantos otros polisílabos que se saltan a la torera las exigencias probatorias serias de los hechos históricos, permiten colorear agradablemente interpretaciones de parvulario.
Las ruinas del Templete, en su momento Leguizamón, Getz y otras grandes figuras, no sólo de la Historia sino de la paleontología, afirmaron tajantemente que no era el edificio jesuítico del Colegio, sino un templo. Pero Basaldúa, como pionero entre nosotros de la creación de hechos históricos a través de los tribunales, ya años antes recurre al Juez de Paz de Yayeyú y a colonos asentados en la localidad mucho después incluso del deceso de San Martín en Europa, y ellos, por el “dicen qué” convalidaron con sus firmas que esa había sido la vivienda de los San Martín. Cuando en tiempos de Leguizamón se reavivó la polémica, Hernán Félix Gómez y el diario Crítica dieron una más que exitosa batalla. Detrás estaba la silente pero poderosa sombra de Juan Ramón Vidal.
Y la nodriza, el primero que la menciona es un sacerdote apellidado Maldonado, recién en 1915, y haciéndose eco de relatos de oídas protagonizados por una mujer muerta medio siglo antes. Y allí no terminó todo, porque un fabulador de nuestra propia época, retorciendo todavía un poco más los hechos, escribió muy lindamente que aquella nodriza era la madre de San Martín. Como los indios están de moda, la versión gustó ¡vaya si gustó! Y ahora es más que localizable hasta en el universo digital. Entre 1778 y 1784 media poco más de un lustro, tiempo sobrado para entretejer ésas y otras leyendas no menos frondosas. Cuanto más grande es una figura, más se la decora con imágenes y anécdotas de toda índole. Los últimos clavos en esas construcciones, en primer lugar han sido forjados en atelieres artísticos. Así, nos han obsequiado con imágenes de los padres de San Martín, que desde luego – descontada la esperable devoción de los artistas – son puramente imaginarias. En sentido análogo, aunque San Martín en su propia época, fue uno de los personajes retratados más profusamente, por pintores americanos y europeos, ahora ha salido a la palestra un producto al parecer de esa “inteligencia artificial”, que amenaza tornarse respaldo y justificativo de cuanta versión blanda sea menester almidonar, y tenemos para elegir: Por más que lo único que garantiza cierta exactitud es el célebre daguerrotipo (o su copia a lápiz), nos ofrecen sanmartines que, poco más poco menos, pretenden garantizar su autenticidad desde la cuna a la tumba, y no sólo nos lo proponen como niño, cadete, jovenzuelo y así hasta anciano provecto, sino que hacen otro tanto con Merceditas, y por ese camino no me caben dudas que a la larga no se salvará ni Josefa. El producto resulta tan gratificante como para que los “retratos” de los padres cuelguen en el propio templete, sin aclaración alguna respecto de su carácter apócrifo. Y así también una publicidad que invita a un evento sanmartiniano próximo, no trepida en poner en línea la seguidilla de “retratos” de nuestro héroe. Por cierto que el retrato canónico de nuestro Héroe, consagrado en 1950 con su bandera a la espalda, que nos trae ecos de Napoleón en Arcole, fue trabajado de memoria por aquella profesora de Merceditas cuyo nombre no conocemos. También abona a la leyenda…Y sigue siendo hermoso. Arbitrariamente, he hablado de “carne” para caratular los hechos sanmartinianos, su trayectoria de soldado español entre 1789 y 1812, ingresando como cadete al Regimiento de Infantería de Marina de Murcia con 11 años y entrando en fuego a los 13. Si se piensa un poco, la misma edad o poco menos que la de nuestros liceístas. El resto de su servicio es pródigo en hechos de armas. Resaltan la Campaña del Rosellón, Arjonilla y Bailén.
Su epopeya americana se extiende entre 1812 y 1824, y es tan extensa como gloriosa. Lo que encandila las imaginaciones ya entonces es el cruce de los Andes, y sus triunfos homéricos en Chacabuco y Maipú. La campaña del Perú tiene sus momentos más altos en los sucesos que lo ponen en posesión de Lima casi sin tirar un tiro, la proclamación de la Independencia peruana, la entrevista de Guayaquil y, sobre todo, su subsiguiente renunciamiento al Protectorado y abandono del poder. Un caso único en la Historia, que le aporta sus luces más brillantes al compararlo con el otro “Libertador”, Simón Bolívar.
El último fragmento de esa “carne” sanmartiniana, son los años finales de su vida, al comenzar ese exilio en 1824, que se cierra con su muerte en 1850. Allí destaca su férrea y valiente defensa con la pluma de su patria, atacada por las mayores potencias de la época. Y lo hace desde la propia capital de una de ellas, París.
Su figura es un faro para los americanos que viajan a Europa. Vale remarcar que entre quienes más lo agasajan hay varios chilenos. Los argentinos, contraemos una deuda imperecedera con el Mariscal Ramón Castilla, peruano, que le brinda un apoyo económico imprescindible. También cabe recordar que el Brigadier argentino Juan Manuel de Rosas, no dudó en honrarlo a él y a sus familiares con su ayuda.
Ya más allá de la muerte, lo que me he atrevido a denominar como “hueso”, es ese proceso histórico de su paso a la inmortalidad y a la gloria que debe llevarnos a exaltar la clarividencia de Avellaneda, quien supo canalizar las voluntades nacionales decretando en 1878 que el 25 de febrero de cada año fuese feriado, iniciando las actividades que culminarían con la repatriación de sus restos, apoteosis que devino en 1880.
Pero allí no terminó todo, porque en 1947 se trajeron los restos de sus padres a nuestro país, y se asentaron en la Recoleta, próximos a la tumba de su esposa Remedios. Finalmente, en 1998, también un 25 de febrero, ambos, Juan y Gregoria, fueron instaurados en su asiento actual, en Yapeyú.
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