A cincuenta y tres años de la muerte de Manuel Gálvez, ocurrida en Buenos
Aires el 14 de noviembre de 1962, no es fácil encontrar nuevas ediciones
de sus obras. Hecho curioso, si se tiene en cuenta que fue el novelista
argentino más editado -y leído- de la primera mitad del siglo pasado.
Las ediciones de esa época todavía pueblan las librerías de viejo, pero
escasean las reediciones, entre las que se destacan la Vida de Hipólito
Yrigoyen (El Elefante Blanco) y la reciente de Nacha Regules, en la
colección Rescates (Eterna Cadencia). Claro que lo que menos soñó Gálvez es que alguna vez tuviera que
ser "rescatado", y mucho menos del olvido. Él mismo se proyectó primero
como el Balzac y, poco después, como el Galdós argentino. Con un plan
metódico, que comenzó con La maestra normal en un momento auroral del
siglo XX, aspiró desde su propia Comédie Humaine a cubrir los más
diversos aspectos de la sociedad.
Tras
un rápido paso por el socialismo, que lo llevó a fundar la revista
Ideas y una de las primeras cooperativas editoriales que fue modelo de
generosidad, Gálvez desembocó en un catolicismo nacionalista que -para
algunos críticos- invalidó su plataforma de observación, carente de la
imparcialidad de sus referentes. En el prólogo de una edición de
Historia de arrabal -una de sus novelas más breves e intensas- Jorge
Lafforgue se despacha: "La confrontación entre propuesta realista e
ideología católica genera más de una tensión (no resuelta) y es factor
desencadenante de muchos de sus desequilibrios formales [.]. De allí el
escaso, cuando no nulo, espesor crítico del relevamiento social
realizado por el escritor argentino.".
Pero en Gálvez el catolicismo era inseparable de su creación: por
eso llegó a buscar en un momento de su carrera que sus textos tuvieran
el beneplácito de algún sacerdote, una pretensión que lo enfrentaba a
criterios dispares y sometía su prosa edificante a una "pureza" poco
menos que utópica.Quizá por esto hacia la década de 1940, Gálvez se instala en otro
campo: el de la biografía y la novela histórica, con la que cubre
documentadamente períodos polémicos de nuestra historia, en particular
la Guerra del Paraguay y la época de Rosas, que él consideraba, sin
fanatismos, digna de revisión.El éxito nunca le fue esquivo: Gálvez fue varias veces candidato al
Premio Nobel, además de fundador de la Academia Argentina de Letras (de
la que se excluyó por una de sus típicas rabietas) y de la filial
argentina del PEN Club, entre infinidad de emprendimientos que apostaron
a velar por los derechos del escritor. Sus obras fueron traducidas a la
mayoría de las lenguas europeas y elogiadas por escritores como Miguel
de Unamuno, Heinrich Mann o Valery Larbaud. De la enorme obra de Gálvez, hoy se leen sus cuatro volúmenes de
memorias (Amigos y maestros de mi juventud, En el mundo de los seres
ficticios, Entre la novela y la historia, En el mundo de los seres
reales), que abarcan más de medio siglo de vida intelectual argentina.
Reeditados por Gregorio Weinberg hace una década (Taurus), están
precedidos por un interesante prólogo de Beatriz Sarlo que incita aún
más a su lectura. Desfilan por ellos testimonios de primera mano de un
escritor que se desvivió por crear una atmósfera de intercambio
intelectual entre sus colegas, innumerables fragmentos de cartas,
reseñas que recopilaba con candorosa puntillosidad, chispas de las
polémicas incandescentes que lo enfrentaban, por ejemplo, con Lugones, y
juicios lapidarios, frutos de una vehemencia que no excluía la
amabilidad ni la reconciliación. Entre tanto dato interesante, vale la
pena consignar que un poeta primerizo hace cien años también tenía que
regalar su edición, pero conseguía, a cambio, más de veinte críticas,
algo inimaginable en el reinado de Internet. Dos aspectos resultan imperdibles de estas memorias. El primero, el
relato de un país que abandona un proyecto laico y liberal -el de la
Generación del 80- para virar hacia un nacionalismo corporativo. Ese
punto de inflexión, como se sabe, está en la revolución de septiembre de
1930 (cuyos protagonistas Gálvez retrata -y critica- con maestría en
Hombres en soledad), pero se encarna en la propia trayectoria ideológica
del novelista. Gálvez es el arquetipo del hombre antiliberal, con un
sentido social preponderante (se graduó en Derecho con una tesis sobre
la trata de blancas), pero que a la vez rechaza todo avance por
izquierda en función de su catolicismo militante. Es por eso que, como
otros intelectuales de su época, encuentra en el naciente justicialismo
la posibilidad de construir un Estado social, tan alejado del comunismo
como del "liberalismo materialista yanqui", de los cuales el escritor
abominaba con idéntica energía. Pero el devenir de ese movimiento generó
la desaprobación absoluta del escritor, que quedó así, como muchos
nacionalistas de su generación, en un callejón sin salida que él mismo,
sin embargo, había contribuido a producir. El segundo aspecto está dado por la visión que el mismo Gálvez
tiene del mercado literario. La mayoría de los nombres que él considera
relevantes hoy están olvidados, inclusive en los ámbitos académicos.
Paralelamente, figuras fundamentales como Roberto Arlt (cuyas novelas
fueron publicadas durante el período de esplendor de la obra novelística
del autor), Leopoldo Marechal o el mismo Borges (que en la década del
50 ya había dado a la imprenta sus mejores libros de cuentos) aparecen
citados de manera tangencial, producto de la escasa importancia que el
autor les asignaba (incluso calificaba de esnobs a Sartre, Moravia o
Faulkner). Este desenfoque es, en definitiva, el costado más apasionante
de estos recuerdos, convertidos en una suerte de fantasmática de la
literatura. Por momentos, se tiene la sensación de que el autor ha
creado, por obra del anacronismo de su lente, un mundo de ficción en el
que escritores imaginarios polemizan, compiten y se juegan su
posteridad. Si no fuera, claro está, porque esos hombres y mujeres
fueron tan humanamente reales como aquel que se animó a pintarlos.
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