Por José Luis Muñoz Azpiri
“Ni la revolución ni la guerra son para el propio deleite”. André Malraux
Los treinta años transcurridos desde la
guerra de Malvinas e islas del Atlántico Sur, no solo no han diluido
bajo las brumas de la derrota y la pertinaz propaganda desmalvinizadora
-motorizada externamente pero con apoyo interno – la memoria de los
territorios australes, ni el “agua de la espada”, como llamaban los
antiguos islandeses a la sangre, que se vertió por ellos. Los monumentos, estatuas y cenotafios que
se diseminan hasta en los caseríos más insignificantes del territorio
continental, dan cuenta de ello.
Sin embargo, esta conmemoración es, a la
vez, escenario de la constante pugna que rige nuestra historia: la
persistencia de un pensamiento cosmopolita llamado por algunos
“globalizador” frente a un pensamiento nacional definido por otros como
“nacionalismo patológico”.
Dentro de ese contexto hay quienes optan
por el pensamiento enlatado y armado de un bagaje teórico posmoderno, no
muy diferente al de los unitarios iluministas decimonónicos, que
proclaman que la globalización ha hecho obsoletas las naciones y
rechazan expresamente al Nacionalismo y toda defensa que en su nombre
pudiera esbozarse de la conciencia territorial y de los derechos
patrimoniales de un Estado independiente. Basta leer los diarios para comprobar lo
contrario: la globalización incrementó exponencialmente los conflictos
por las nacionalidades, tal como lo demuestra la reciente disolución de
la ex Yugoslavia, los acontecimientos en el Cáucaso y la ex Unión
Soviética, la división de Sudán y las conmociones del mundo subsaharico.
“Todo lo que se creía muerto estaba vivo; han regresado las tribus con sus ídolos, los nacionalismos y las religiones”
dijo en el Quinto Centenario el escritor mexicano Carlos Fuentes; y es
el resurgimiento de las antiguas nacionalidades y más aún, el
renacimiento de la conciencia de la unidad continental perdida y quienes
la expresan, lo que inquieta a los voceros de la mentalidad mundialista
como Vargas Llosa, que considera que:
“Además de racistas y militaristas, estos nuevos caudillos bárbaros se jactan de ser nacionalistas.
No podía ser de otra manera.
El nacionalismo es la cultura de los
incultos, una entelequia ideológica construida de manera tan obtusa y
primaria como el racismo (y su correlato inevitable) que hace de la
pertenencia a una abstracción colectivista – la nación – el valor
supremo y la credencial privilegiada de un individuo”.
En esta línea de pensamiento se inserta el
reciente manifiesto firmado, entre otros, por un heterogéneo grupo de
autotitulados “intelectuales” el 22 de febrero de 2012, quienes
denuncian a la posición argentina respecto al archipiélago irredento
(refrendado, por otra parte, por unanimidad en ambas cámaras del
Congreso) como “patoteril” y consideran que: “Necesitamos abandonar
la agitación de la cusa Malvinas y elaborar una visión alternativa que
supere el conflicto y aporte a su resolución pacífica.
Los principales problemas nacionales y
nuestras peores tragedias no han sido causadas por la pérdida de
territorios ni la escasez de recursos naturales, sino por nuestra falta
de respeto a la vida, los derechos humanos, las instituciones
democráticas y los valores fundacionales de la República Argentina, como
es la libertad, la igualdad y la autodeterminación”.
Ignoran, o peor, ocultan, que en nuestra historia el tema del espacio fue siempre vital para sus habitantes.
Parecían condicionados por definiciones geopolíticas precisas, animados por la previsión de Montesquieu.
El espacio es destino, según este
pensador, luego el alma de una nación cambia “en la misma proporción en
que su extensión aumenta o disminuye, en que se ensanchan o se estrechan
sus fronteras”.
La autodeterminación, en cambio, a la que
se refieren, no es la que expresaron las mayorías nacionales a lo largo
de la historia, dado que la casi totalidad de los firmantes ha
manifestado su desdén e incluso su rechazo, cuando éstas se han
formulado, sino la de los intrusos ocupantes de Malvinas.
Es evidente que siendo el 94% de los
habitantes de las Islas Malvinas de nacionalidad británica o de
territorios dependientes de Gran Bretaña, es de imposible aplicación el
principio de autodeterminación invocado por los firmantes y por la
metrópoli londinense, ya que son sus propios súbditos nacionales a
quienes pretenden hacer que arbitren una cuestión de soberanía,
resultando a todas luces una población implantada de manera colonial a
la que se realimenta permanentemente a los fines de mantener su
viabilidad. “Como miembros de una sociedad plural y
diversa – continúa el documento – que tiene en la inmigración su fuente
principal de integración poblacional, no consideramos tener derechos
preferenciales que nos permitan avasallar los de quienes viven y
trabajan en Malvinas desde hace varias generaciones, mucho antes de que
llegaran al país algunos de nuestros ancestros”. Curiosa amnesia la de estos escribas,
entre los que se cuentan integrantes de la “Corporación de los
historiadores” según la definió uno de sus partícipes, que olvidan
mencionar la maravillosa acción colonizadora, anterior al arribo de la
población usurpadora, del hamburgués Luis Vernet, de origen francés,
pero educado ocho años en Filadelfia, por el cual, de no haber existido
el despojo es probable que los cimientos de su colonización hubieran
desarrollado una Vancouver argentina en las islas. Para justificar su colaboración con las
potencias colonialistas, estos argentinos europeístas, para quienes “mi
hogar está en París y mi oficina en Buenos Aires”, como solía admitir
con insolente sinceridad Silvina Bullrich, sostienen que la de Malvinas
fue “una guerra absurda que, de ganarla, perpetuaría al infinito la
cruel soberbia militar”.
Sabían que al perderla, un ejército civil
de políticos profesionales sucedería a la dictadura militar y se
encargaría de restablecer las relaciones con las grandes potencias en
nombre de la “democracia”.
De paso, lloverían becas, asesorías,
cátedras y otras dádivas que darían de comer a los intelectuales en
premio a su vocación servil. Curiosamente, en otras circunstancias, no
escatimaron su entusiasta apoyo a las asonadas militares que derrocaron a
los gobiernos que estigmatizaban como “populistas”, dado que
depreciaron la dictadura cuando la asumió César pero la apoyaron, cuando
la encarnó Sila. Baste señalar que ni en una sola
oportunidad se emplea la palabra “imperialismo” ya que algunos de los
firmantes del documento inicialmente llamado “de los 17” son
ex-izquierdistas convenientemente reciclados por la “tribuna de
doctrina” que actualizan la posición de los viejos “maestros de la
juventud” retratados por Jauretche. Recordemos que al producirse el estallido
de la guerra europea de 1939, Alfredo Palacios renunció al cargo de
presidente de la Comisión Nacional pro Recuperación de las Malvinas
arguyendo “que no era de caballeros” seguir la lucha por la
reivindicación de la soberanía territorial debido a que Inglaterra
encarnaba la “democracia universal” en su guerra contra Alemania. Los nuevos “maestros de la juventud”
vuelven a olvidar el interés nacional en beneficio de los dictámenes de
la Europa “democrática”. La filosofía impuesta por el sistema –
niega tenerla pero la tiene – que se estableció en la Argentina
post-Caseros tiende a ocultar, silenciar o simplemente desconocer que
nuestro país en el siglo XIX además de las invasiones inglesas de 1806 y
1807 y el despojo de las Malvinas tuvo que soportar otras incursiones
que también se enfrentaron gallardamente en el terreno bélico y
diplomático preservando el país, finalmente, la libertad, el honor y la
soberanía nacional.
Nunca debería olvidarse que desde la
agresión de una nave estadounidense a las islas Malvinas en 1831 hasta
Caseros en 1852, el país estuvo envuelto casi sin interrupción en
conflictos internos e internacionales de envergadura no repetida
después. Ya en el tratamiento de las primeras
invasiones inglesas de las primeras invasiones inglesas se puede
observar que su análisis, tanto en los textos escolares como en las
disertaciones de ciertos “Académicos”, no pasa de ser la “desobediencia”
de unos aventureros ingleses (aunque la toma de Buenos Aires fue
celebrada con pompa y circunstancia en los diarios londinenses), de
manera tal de omitir tres elementos que, según Jorge Oscar Sulé, se
reiteran y dialectizan en nuestra historia.
El factor externo que se proyecta sobre nuestro país y no con fines benéficos.
El pueblo que encontrando sus líderes
naturales u ocasionales, defiende su patria, su integridad, su
patrimonio, su identidad, en una palabra: su honor.
Internamente, personalidades, grupos
minúsculos pero con poder, que acepta la interferencia, agresión,
intromisión y más aún, actúa como aliado, como auxiliar o cómplice de
esa agresión, o intervención de espaldas al pueblo argentino y
comprometiendo el destino soberano y la dignidad de la Nación.
A grandes rasgos, estos elementos se hicieron visibles durante el transcurso la Guerra de Malvinas.
Tras la derrota, el presidente Galtieri
fue derrocado por un golpe palaciego impulsado por los altos mando
liberales de las Fuerzas Armadas, la diplomacia norteamericana y ciertos
sectores de la partidocracia nativa.
Todavía está pendiente la explicación verdadera y objetiva de este episodio cuidadosamente silenciado. Lógicamente, también contribuyó al
derrumbe las limitaciones del propio Galtieri y la Junta Militar, que
los llevaron a confundir su condición de súbditos de los Estados Unidos
con la de aliados, al designar a un agente británico como Roberto
Alemann en el Ministerio de Economía y a creer que se podía librar una
guerra anticolonial sin apoyarse en la movilización popular y en la
conformación de una ideología nacional antiimperialista, que uniera al
gobierno, los trabajadores y las fuerzas armadas en pos de un objetivo
patriótico.
Es decir, sin reconstruir el Frente Nacional contra el que la dictadura cívico-militar se había alzado en 1976.
Porque la Guerra de Malvinas puso estas
cuestiones a la orden del día, fue que cundió en pánico en el
establishment y sus representantes más conspicuos se dieron a la tarea
de darle fin.
Ahora podríamos sumarle los manifiestos de
un grupo de escribas y, en menor lugar, de ciertos impresentables, que
con el escándalo de sus declaraciones, buscan un lugar en los medios.
Incluso, tenemos el caso de un docente
universitario, beneficiario perenne del CONICET que ha llegado a
proponer “Malvinas: Conmemorar sí, pero el 14 de junio” (diario “Clarín”
22/3/12).
En la antigua Grecia, el maestro Sócrates se enfrentaba con los sofistas por causas similares.
Calicles, Protágoras o Hipias subalternizaban el lugar de la polis ante un vago cosmopolitismo. A su vez, Antifón, proclamaba una extraña
cosmopoliteia y adelantándose a ciertos voceros de la intelligentzia
vernácula, coincidía en que sacrificarlo todo por la ciudad era un
absurdo y una forma de injusticia. Para estos hombres que habían secularizado
su mirada, el vínculo sagrado que enlazaba la existencia del solar
patrio y las normas y leyes divinas en que se sostenía, carecía de
sentido y se había quebrado para siempre.
Sólo quedaban los intereses individuales
bajo el amparo de una fraternidad abstracta y de un igualitarismo
ecuménico que nunca dejaba de ser un discurso vacío.
En cierta forma, esta era la forma de
pensar del Rivadavia que se niega a San Martín afirmando “lo que le
conviene a Buenos Aires es replegarse sobre sí misma”; el Sarmiento de
“el mal que aqueja a la Argentina es la extensión” o de los artículos en
“El Progreso” de Santiago de Chile, o el Echeverría de “la patria no se
vincula con la tierra natal”.
Es decir, al igual que en Malvinas, no
cabe ya pensar en combatir sino en aliarse con los poderosos para
prosperar, y si algún conflicto aún quedara, siempre podrá apelarse a
los mercenarios o a una justificada rendición.
Alceo y Anquíleco, abandonando sus escudos
en el campo de batalla y ufanándose de ello, son las figuras
emblemáticas de esta modalidad apátrida ahora revestida de
“racionalidad” y respeto a la “autodeterminación de sujetos de derecho”.
Sócrates, que había sido guerrero y en
grado heroico, les responde duramente enseñándoles el valor trascendente
de la patria soberana: “La Patria – le dice a Critón – es digna de
más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que
un padre, una madre y todos los parientes juntos.
Es preciso respetar la patria en su
cólera, tener con ella la sumisión y miramientos que se tiene a un
padre, atraerla por la persuasión u obedecer sus órdenes, sufrir sin
murmurar todo lo que quiera que se sufra, aún cuando ésta sea verse
azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser
allí heridos o muertos, es preciso marchar allá porque allí está el
deber, y no es permitido ni retroceder, ni echar pie atrás, ni abandonar
el puesto, y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los
tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que
quiere la República, o emplear con ella los medios de persuasión que la
ley concede; y, en fin, que si es una impiedad hacer violencia a un
padre o una madre, es mucho mayor hacerla a la patria”.
Sin embargo, nuestro país ha sido pródigo
en engendrar personajes como Cirsilo, el personaje del capítulo once del
libro tercero de Los Oficios de Cicerón, que aconsejaba entregar Atenas
a Jerjes victorioso y someterse a los “beneficios” de su dominación
omnímoda antes que batallar en su contra, para enseñarnos que “nunca se
ha de pecar por la República”.
Así lo entendieron aquellos atenienses y corrieron a pedradas a Cirsilo hasta las puertas de la ciudad.
Hoy se le daría espacio en todos los medios en todos los medios de difusión.
Este tipo de manifiestos, como otros, que
proclaman tímidamente nuestra soberanía sobre los territorios australes,
pero sin soldados, son falaces, pero transparentes.
Expresan con tosca simpleza el odio
visceral que la causa del orden substantivo, abroquelado en la fe y el
patriotismo, suscita en los propugnadores del “realismo periférico”
“Una Nación no debe sufrir por una batalla perdida más que un hombre robusto por un arañazo recibido en un duelo de espada – solía decir el escritor Anatole France – Es suficiente para remediarlo un poco de espíritu, de destreza y de sentido político.
La primera habilidad, la más necesaria y
ciertamente la más fácil, es extraer de la derrota todo el honor militar
que se pueda dar.
Tomadas así las cosas, la gloria de los vencidos iguala a la de los vencedores y es más tocante.
Es conveniente, para hacer que ese
desastre sea admirable, celebrar al Ejército que ha estado en la guerra y
publicar los bellos episodios que destacan la superioridad militar del
infortunio.
Los vencidos deben empezar por adornar, hacer lucir y dorar su derrota, engalanándola con signos relevantes de grandeza.
Leyendo a Tito Livio, se ve que los
romanos no erraron en esto y suspendieron palmas y guirnaldas en las
espadas rotas de Trebia, Trasimeno y Cannas.”
El Premio Nobel pertenecía a la Nación que
se reponía de los estragos de la Primera Gran Guerra, que había
conocido las glorias Napoleónicas y la amargura de la derrota en la
guerra franco-prusiana.
Sin embargo, contrariamente a ciertas
plumas de esta orilla del océano, que se han manifestado en los últimos
días por la autodeterminación de los ocupantes ilegítimos, este
“genuino” intelectual genuino no se avergonzaba de la suerte de sus
armas ni se cuestionaba los reclamos sobre Alsacia y Lorena.
Lo sorprendente es que estos mismos
voceros del llamado “realismo periférico”, que definen a la recuperación
de las Malvinas como un acto criminal y descabellado, fueron durante
décadas los principales impugnadores de la neutralidad argentina en las
dos guerras mundiales del pasado siglo.
“La victoria tiene muchos padres, la
derrota solo uno” y en este caso en particular el responsable no es una
camarilla de pretorianos, sino el propio pueblo argentino que acompañó
la decisión soberana y aún hoy pese al resultado adverso de lo que en el
futuro sólo será una gran batalla, se enorgullece de sus combatientes.
La estrategia de desmalvinización, que no
es otra que la de imponer en el inconsciente colectivo el fatalismo de
la impotencia nacional frente a las agresiones coloniales, responde a la
necesidad de que los Acuerdos de Madrid, suerte de Tratado de Versalles
de similares condiciones vejatorias, sean aceptados como un fatalismo
bíblico.
Así, nuestros recursos naturales serán una
nueva Cuenca del Ruhr y nuestro sistema de defensa desmantelado
(Proyecto Cóndor, Fábrica de Aviones, Centros de investigación, etc.)
con el argumento enlatado de que la globalización ha hecho obsoletas las
naciones.
No parece considerarlo así nuestro vecino
Brasil que desarrolla una formidable capacidad disuasiva ante los
apetitos que genera su Amazonia y los yacimientos energéticos de su
litoral marítimo.
Con este objeto se ha implementado una
banalización suicida de nuestra historia, contrariamente a países como
Francia e Inglaterra, paradigmas de cómo construir historias gloriosas
para consumo mundial, aun a partir de crímenes notorios.
Hoy nos intoxican con películas de
soldados llorones y capitanes sádicos, para que no nos percatemos que
perdimos no solo contra Inglaterra, sino también contra Europa y los
Estados Unidos que desarrolló la más formidable movilización bélica
desde la Segunda Guerra Mundial: la “Task Force”, formada por casi 200
navíos, entre transportes y buques de guerra, y perdió en menos de 60
días de combate en el atlántico sur el 40% de sus unidades, hundidas,
averiadas, fuera de combate, blancos de los muy bien coordinados y
ejecutados ataques de la aviación naval y la Fuerza Aérea.
El año pasado, el príncipe Andrés de York,
en un lapsus memorable ante las cámaras de la televisión británica,
reconoció que siendo él tripulante del portaaviones “Invencible”, nave
insignia de la fuerza invasora, debieron de soportar un serio ataque de
la aviación argentina, el cual dañó el buque; textualmente, él tuvo
temor de ser encontrado cuerpo tierra, carbonizado sobre la cubierta del
buque, con el cubo mágico que intentaba armar entonces con otro
tripulante.
De la misma forma, en una sola jornada de
combate, el BIM 5 había diezmando un batallón de paracaidistas
escoceses, más de 800 hombres, aniquilando unos 300 gurcas, todos estos
acontecimientos relatados por los protagonistas británicos y subidos a
“youtube”.
Se cuentan por centenares episodios de una épica homérica.
El Ejército tuvo más de 1.200 bajas entre muertos y heridos en Malvinas.
De ellas 61 fueron oficiales y 199
suboficiales, lo cual significa un elevado porcentajes en relación con
la cantidad que integraba el contingente y, sobre todo, teniendo en
cuenta la distribución de los hombres en el terreno y el hecho de que
las acciones principales no afectaron a todas las guarniciones y
unidades, esas bajas se concentraron en algunas que sufrieron pérdidas
realmente severas.
Así el Regimiento de Infantería 7 que
defendió el cerro Logdon y Wireless Ridge, tuvo un total de 188 bajas,
el Regimiento de Infantería 4 que defendió los cerros Harriet y Dos
Hermanas tuvo 140 bajas, el regimiento de Infantería 12 que luchó en
Darwin y Pradera del Ganso tuvo 107 bajas y la Compañía C del Regimiento
de Infantería 25 que peleó en el mismo lugar sumó 31 bajas más.
En determinadas posiciones, el 50% o más
de los jefes de las fracciones de primera línea, resultaron muertos o
heridos: en el cerro Dos Hermanas 5 sobre 6 oficiales que iniciaron la
lucha y en el cerro Logdon 3 sobre 5 fueron muertos o heridos, pudiendo
agregar en el último caso un suboficial que se desempeñaba como jefe de
sección y también resultó herido.
El 50% de los oficiales del Grupo de Artillería 3 también fue muerto o herido.
Sería del caso preguntar a los ingleses
cuántos de sus oficiales corrieron la misma suerte, aunque alguien podrá
argumentar entonces que si no tuvieron la misma proporción es porque
saben combatir mejor.
Es por todos conocida, y más en el
exterior, la magnífica actuación de la Fuerza Aérea Argentina, y quien
nos obsequia estas páginas fue integrante de la misma.
Con una prosa ascética pero no exenta de
cierta poesía, mi compañero de estudios secundarios, que durante todo el
conflicto sirvió en la Base Militar Malvinas, desarrolla un verdadero
diario de guerra con un estilo que nos remite a las crónicas de Jean
Lartéguy o las memorias de Ernst Junger en sus “Tempestades de acero”.
No es para menos, durante el conflicto la
Base Militar Malvinas concretó 1.533 operaciones aéreas durante las que
se descargaron 6.500 toneladas de suministros y equipos, se trasladaron
9.800 pasajeros y se evacuaron 264 heridos.
Durante los 45 días de combate sufrió el
impacto de 51 bombas de 500 kg., 140 de 250 kg y 16 del tipo
“rompepistas”, además de 1.200 proyectiles de artillería naval.
Los días y las terribles noches, “donde
nada se ve donde solo hay latidos”, son relatados minuciosamente y tiene
la honestidad de no ahorrar menciones a las pequeñas miserias humanas
que se expresan en las situaciones límites, como también destacar, con
la modestia del soldado cabal, las heroicidades que durante el conflicto
fueron cotidianas.
Tal vez el espíritu que animó a los
hombres de uniforme azul, se exprese en las estrofas de un piloto,
escritas durante el conflicto:
No permitas Señor que en el olvido
Caiga nunca lo que hicieron en la guerra
los halcones que unieron en la paz
con su vuelo, los rincones de mi patria.
Nunca dejes que sus alas se fatiguen,
porque aún, más allá de la contienda,
representan con su vuelo la esperanza,
el orgullo, la entereza…
el respeto hacia un pueblo que nutrió
con su esencia
el espíritu mismo de esas alas abiertas
Más, no dejes Señor que con sus nombres
Se dispersen tales actos de grandeza
Que si bien cada uno ha dado todo,
Todos juntos constituyen una fuerza.
Tal, el espíritu que se desprende de las páginas de este libro.
Teniente Jorge Luis Reyes, nuestro querido “Negro”, ¡Me siento orgulloso de ser tu amigo!
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