por Jorge Abelardo Ramos |
El auge
del terror anónimo ha hecho olvidar en los últimos años la "patriada"
criolla. Acaba de morir uno de sus héroes que , como Hernández, luchó
con las armas en el campo y luego escribió el romance de la batalla. El
propio Arturo Jauretche en su poema El paso de los Libres, que prologó
Borges en 1933 y yo en 1960, alude a su paisano Julián Barrientos, quién
relata la jornada revolucionaria porque "anduvo en ella". La patriada consistía en una revolución civil o militar, o una mixtura
de ambas cosas, herencia de la guerra civil en la patria vieja, que la
proscripción del radicalismo harpia fortalecer después del 30. Se
"levantaban" con todos los elementos comprometidos y luchaban en pos de
la victoria. Como empezaba la década infame, en realidad combatían en
pos de su derrota. Jauretche, soldado en el levantamiento de Corrientes,
cayó prisionero después del encuentro de San Joaquín. La decepción que
produjo en su espíritu la cobardía del radicalismo del City (hotel donde
vivía Alvear a su regreso de Europa y donde parasitaba la "flor de la
canela" del radicalismo alvearista) lo impulso a reflexionar sobre el
destino del movimiento fundado por Irigoyen. El caudillo acababa de
morir. Con sus restos mortales, en aquella fría tarde de julio, parecía
sepultarse para siempre el radicalismo histórico. Creo no equivocarme si digo que como el padre de Martín Fierro, el combatiente de Paso de los Libres meditó sobre el significado de su derrota y en esa prisión militar realmente nació el político. Porque Jauretche fue ante todo un político, condición desacredita en nuestro país por la vacuidad doctoral, la estudiada reserva y la banalidad verbalizada de tantos Fidel Pintos que pupulan en la vida pública argentina. Cuando al día siguiente de su muerte supe por prensa y algunos oradores que Jauretche había sido un escritor, comprendí cuán rápidamente la posteridad inmediata deforma la historia antes de escribirla. En realidad, el publicista ocultó al pensador, el hombre de letras al político, el fosforescente ingenio a la sustancia de su genio. La gente que lo conoció por la televisión atribuyó proyectivamente a Jauretche su propia frivolidad. Recordemos la crónica de La Prensa al morir Irigoyen: "Ayer falleció en esta capital Don Hipólito Irigoyen, que fuera Comisario de Balvanera y dos veces Presidente de la República". Si Irigoyen era un comisario retirado, Bonaparte podría haber sido un turista que redactó el Código Civil Y Perón un conocido autor de media docena de libros, entre otros, La Comunidad Organizada. Jauretche fue algo más transcendente que su cautivante personalidad cotidiana, más profundo que el admirable conversador imposible de olvidar por todo aquel que lo haya conocido. Era el eslabón vivo que enlazó al yrigoyenismo declinante con el surgente peronismo. Estableció con sus actos, su palabra y ocasionalmente, su pluma, la íntima relación dialéctica entre ambos movimientos nacionales. Fue la conciencia activa de que todo moría y nacía en 1945. El peronismo sería inconcebible en su primera fase sin el pensamiento y la acción de Jauretche, que le transmitía la tradición del nacionalismo democrático procedente de las más antiguas raíces. Al buscar la resurrección histórica del radicalismo, Jauretche se encontró con la irrupción del peronismo. Eran otras clases sociales, otro caudillo, otro eje político-social. Pero bajo un nuevo ropaje se trataba de algo parecido a aquello que Jauretche había pugnado tantos años por traer al mundo. Aunque la cosecha que en 1945 se presentó a la vista del fundador de FORJA, fue descomunal, pues la prédica se trocó en multitud, personalmente lo sintió como un fracaso. El movimiento nacional al que Jauretche tanto había contribuído. De su marginación política, nació su ingreso a la República de la Letras, cuando al caer el peronismo en 1955, no había nadie para defenderlo a no ser Jauretche y Scalabrini en “45” y “Qué” y nosotros en “Lucha Obrera”. A la literatura cortesana, inclinada ante la supremacía terrateniente y enferma de anglofilia, opuso Jauretche la risa de Rabelais (o de Mansilla). Diría que en su estilo verbal y escrito hasta había algo del desenfado de Sarmiento en este adversario del autor de Facundo. Realizó la tarea de demolición político-estética que era imperioso hacer ante la cultura aristocrática y logró conmover en sus gustos a las clases medias que en esa esfera, como en todas las demás, copiaban a la oligarquía. Pero su musa perpetua fue la política. Comprendía como pocos en la Argentina sus cambios bruscos, con frecuencia su inescrutable carácter y su peculiar ingratitud. Era uno de esos raros argentinos que sabía advertir detrás de un conservador a un posible alsinista, o que la palabra comunista no constituía ninguna garantía de una política revolucionaria, así como recordar lo que hubo de eco popular en aquellos demócratas de Córdoba que procedían del juarismo o qué diablos significaban los autonomistas de Corrientes y por qué sus hijos en la Facultad de Derecho correntina podían trajinar como izquierdistas mientras llegaba el momento de hacerse cargo de la estancia. Conocía la Patagonia y su fauna, la Puna y su viejo dolor; demostraba con extrema simplicidad el mecanismo íntimo del comercio de exportación e importación, y era capaz de revelar diáfanamente la desintegración de la pampa húmeda, que permita descifrar el poder económico de la oligarquía bonaerense y al mismo tiempo su formidable parasitismo, así como su resistencia a invertir. La categoría que Marx emplea en El Capital fue utilizada luego por Jauretche en sus escritos. Su prosa se emparentaba con la antigua tradición argentina de Hernández, Sarmiento, Mansilla, Balestra, Wilde, Fray Mocho. Era literalmente una prosa hablada, pues Jauretche rara vez escribió. Dictaba siempre, después de imaginar los artículos, sus argumentos y ocurrencia. Conocí muchos artículos que me contó y que no llegó a publicar porque no tenía una dactilógrafa a mano. Cuesta pensar que este hombre extraordinario ya no existe. Así mismo es preciso admitir que la hegemonía cultural oligárquica, contra la que tanto luchó Jauretche, ha sido destruida pero no ha sido reemplazada por otra. Por esa razón la muerte de Jauretche no ha conmovido al país y las juventudes, aún las que se dicen revolucionarias, no han dicho ni pío. Es cierto que el pueblo ha recuperado el poder. Pero en el orden de la cultura y de los valores seguimos pidiendo permiso a Francia para abrir un libro. Cuando las obras de Jauretche circulen por los colegios nacionales y Universidades con la misma profundidad con que hoy circulan obligatoriamente tantos ladrillos encuadernados, podrá decirse que el reflejo intelectual de las patriadas y de los ideales nacionales ha entrado por fin en la formación de las nuevas generaciones argentinas. Por eso no puedo decirle adiós a Jauretche: lo "tendrán en su memoria / para siempre mis paisanos". |
Rosas
martes, 31 de marzo de 2015
Requiem para un luchador. Arturo Jauretche
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