Por Alberto Lettieri.
El 3 de febrero de 1852, el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza,
al mando del denominado Ejército Grande Aliado de América del Sur, puso fin
a la extensa y pródiga etapa de la Federación rosista e introdujo
definitivamente a la Argentina en la senda de la dependencia y el
neocolonialismo. De este modo, un general procedente del bando federal
propiciaba las condiciones para el éxito de una e1mpresa que ya habían
ensayado infructuosamente Carlos María de Alvear, Bernardino Rivadavia, Juan
Lavalle y José María Paz, entre otros: La primera enseñanza que podía
extraerse de su acción era que la imposición de un modelo de sumisión
neocolonial y de entrega del patrimonio nacional sólo había sido posible en
virtud de la traición del enemigo interno, camuflado bajo una supuesta
identidad nacional, ya que el liberalismo político no tenía fuerzas
suficientes, por si solo o en alianza con intereses externos, para imponer
semejante proyecto. La segunda enseñanza sería enunciada en forma
premonitoria por José Hernández, en 1863, pronosticándole a Urquiza la
muerte bajo puñal federal como consecuencia natural de su sucesión de
traiciones.
En efecto, para sus contemporáneos quedaba en claro que, sin la defección de
Urquiza, el proyecto hegemónico en clave dependiente del liberalismo porteño
estaba condenado al fracaso. Durante su extensa gestión, Rosas había
desarticulado cada una de las amenazas que se cernían sobre la causa
nacional. Unitarios, liberales, bloqueos externos que incluyeron la
complicidad de opositores internos –Lavalle, los denominados “Libres del
Sur” y la “Coalición del Norte”, sumados a la guerra con la Confederación
Peruano-Boliviana, durante la agresión francesa de 1837; el “manco” Paz, los
gobiernos de Corrientes y de Montevideo y el dictador paraguayo Carlos
Antonio López durante la intervención anglo-francesa iniciada en 1845–, la
publicística europeizante de la generación del ’37, la nefasta acción de los
exiliados en los países limítrofes… Nada de eso había conseguido quebrar la
resistencia de Rosas ni mellar su liderazgo nacional. Por esa razón,
unitarios y liberales jugaron su última carta a la ambición desmesurada de
quien había forjado su liderazgo provincial bajo la tutela del Restaurador
hasta convertirse en su principal lugarteniente. Algunas de sus acciones
durante el bloqueo anglo-francés autorizaban a que los enemigos de la Nación
mantuvieran encendida la llama de la esperanza. No estaban equivocados.
El día después de la gesta de Obligado. El bloqueo anglo-francés iniciado en
1845 había sido considerado como una especie de excursión por parte de los
agresores, que descontaban una rápida victoria de la desmesurada fuerza de
choque enviada a nuestras tierras. Sin embargo, la heroica gesta de Obligado
inició una serie de combates que no sólo dilataron indefinidamente esa
resolución, sino que comenzaron a cambiar el curso de la guerra. Luego de
más de tres años de un conflicto que paralizó el comercio de exportación a
través del puerto de Buenos Aires, los acreedores británicos y franceses
manifestaron inocultables señales de fastidio, ya que al clausurarse la
actividad comercial los pagos de intereses y vencimientos de la deuda
pública nacional habían sido suspendidos. Ese malestar rápidamente se
tradujo en presión sobre sus gobiernos, que se vieron forzados a solicitar
la paz sin condiciones al gobierno de Rosas, abandonando todas sus
exigencias previas. Los acuerdos Arana-Mackau (1849) y Arana-Lepredour
(1850) significaron una rutilante victoria del patriotismo nacional, que
inmediatamente alcanzó dimensión internacional y convirtió a Rosas en ícono
de la lucha anticolonialista.
Paradójicamente este desenlace tan favorable para los intereses de la Nación
en su conjunto, en lugar de propiciar la consolidación definitiva de la
Federación rosista, significó el punto de inflexión hacia su
desmoronamiento. En efecto, una vez desarticulada la amenaza bélica, los
intereses corporativos locales pasaron a asumir la conducción de la
oposición al modelo nacional, con el auxilio del poder financiero
internacional y de los Estados que garantizaban sus intereses. Por su parte,
desengañados por el fracaso de dos intervenciones fallidas de las potencias
europeas, los publicistas liberales –y, en especial, Alberdi– se esforzaron
para magnificar a través de sus escritos los perjuicios que una política sin
concesiones en términos de soberanía como la sostenida por Rosas imponía a
los ganaderos del Litoral. Esa prédica encontró por entonces terreno fértil
dentro de una oligarquía que había visto mermados drásticamente sus ingresos
durante el bloqueo del puerto, y que, ante la desarticulación experimentada
por la vertiente política de unitarios y liberales, no podía temer ninguna
sanción concreta de un eventual desplazamiento del Restaurador, ya que el
recambio posible sólo podría producirse al interior del Partido Federal.
En ese punto, liberales, unitarios, comerciantes y ganaderos tenían en claro
que el paladín de sus intereses egoístas y fragmentarios no podía ser otro
que el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza. Las razones eran
diversas. Por una parte, si bien Urquiza era el principal lugarteniente de
Rosas, la definición de una situación de paz sin adversarios de fuste a la
vista, como la que se generó tras la derrota del bloqueo anglo-francés,
necesariamente significaría una limitación de los aportes en ganado,
armamentos y metálico que recibía del gobernador porteño. La paz no era
negocio para el entrerriano. Pero había otra cuestión aún más importante: si
bien Urquiza había mantenido su fidelidad a la Federación durante el
bloqueo, el cierre del puerto de Buenos Aires y la situación de conflicto
con Montevideo habían generado una considerable demanda de alimentos en la
capital oriental, que pasó a convertirse en el mercado natural para los
productos entrerrianos. El puerto de Montevideo, protegido por la flota
anglo-francesa, había pasado a ser el canal natural para las exportaciones
de los ganaderos de Entre Ríos. De este modo, Urquiza desempeñaba a la vez
los roles de enemigo militar y aliado comercial del gobierno montevideano de
Fructuoso Rivera. En la práctica, la libre navegación de los ríos interiores
tenía vigencia en los ríos Paraná y Uruguay, canjeándose manufacturas por
cuero, tasajo y yerba, y propiciándose la salida de oro del país con el aval
de Urquiza, que obtenía además pingües ganancias de estas operaciones, que
violaban frontalmente las disposiciones vigentes. La firma del acuerdo
Arana-Mackau en 1849, que reconoció el monopolio portuario de Buenos Aires
sobre el territorio nacional y la renuncia europea a la libre navegación de
los ríos, fue evaluada con acritud por Urquiza, ya que así desaparecían las
condiciones excepcionales que habían permitido el despegue de la economía y
el comercio del Litoral en inmoral contubernio con el enemigo, según
demostró oportunamente Pepe Rosa.
Triste, solitario y final. El liderazgo de Rosas transitó del esplendor al
abismo sin solución de continuidad. Una serie de actitudes provocativas de
la monarquía brasileña, avaladas por Gran Bretaña, forzaron la ruptura de
relaciones en 1851, y significaron una señal inconfundible hacia Urquiza de
que, en caso de rebelarse, contaría con apoyo externo. Hacia fines de ese
mismo año, a través de su tristemente célebre “Pronunciamiento”, el
entrerriano se negó a renovar la delegación de las RREE de la Federación a
Rosas, lo cual significó en la práctica una declaración de guerra.
Inmediatamente, el gobernador rebelde pasó a territorio uruguayo con los
ejércitos de Entre Ríos y de Corrientes, a los que sumó un fabuloso aporte
de tropas y recursos materiales del Imperio Brasileño, numerosos exiliados
unitarios y liberales que no querían quedar al margen del reparto del botín
de una eventual victoria, y el respaldo moral y financiero de los
británicos.
Sin gloria y casi sin lucha, el 3 de febrero de 1852 Urquiza desarticuló de
un plumazo el orden federal, y entregó a precio vil los bienes y la dignidad
de la Nación a sus tradicionales adversarios. Así convertía en realidad el
terrible fantasma que el Libertador José de San Martin veía cernirse sobre
nuestro futuro en tiempos del reciente bloqueo: “El deshonor que recaerá en
nuestra patria si las naciones europeas triunfan en esta contienda, que en
mi opinión es de tanta trascendencia como la de nuestra emancipación de la
España”. Un nuevo orden colonial comenzaba a levantarse en suelo patrio:
Urquiza lo había hecho posible.
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