En un
libro de lectura indispensable para nuestros intelectuales, incluidos
los historiadores, Gustav Flaubert recorre irónicamente, a través de dos
personajes inolvidables, Bouvard e Pécuchet, dos ignorantes que reciben
una herencia y pretenden transformarse en sabios, los límites de la
historia. “Un profesor al que van a ver para que les brinde sus
conocimientos les confiesa que estaba desconcertado en cuanto a
historia. –cambia todos los días, ¡se ataca a Belisario, a Guillermo
Tell y hasta al Cid, convertido, merced a los últimos descubrimientos,
en un simple bandido–. Es de desear que no se hagan más descubrimientos y
el mismo Instituto debería establecer una especie de canon que
prescribiera lo que hay que creer... La mayor parte de los historiadores
trabajaron para servir a una causa especial, una religión, un nación,
un partido, un sistema o para reprender a los reyes, aconsejar al pueblo
u ofrecer ejemplos morales. Los otros, los que sólo pretenden narrar,
no valen más, pues no puede decirse todo, siempre hay que elegir. Pero
en la selección de documentos no podrá dejar de actuar un cierto
criterio y como este varía según las condiciones del escritor, la
historia nunca será fijada.”
La historia, sin embargo, puede servir para ilustrar sobre nuestro
pasado y poner mejor los pies sobre el presente, siempre que se tengan
en cuenta algunos de sus principios epistemológicos. Y voy a hacer
referencia aquí más explícitamente a la historia económica y social,
porque los hombres que la protagonizan o protagonizaron están inmersos
en ella, en el contexto en que viven o vivieron. Al igual que aquellos
que la pretenden estudiar.
“El historiador es prisionero de su tiempo” dijo René Girault, uno de
los principales historiadores europeos. Las preguntas que nos hacemos
tienen que ver con nuestra propia vida personal, con la problemática de
la sociedad en la que estamos inmersos. No es casual que en nuestras
interrogaciones de hoy día miremos al pasado para preguntarnos sobre la
naturaleza de las crisis económicas o sobre las distintas formas de
dominación imperial o de dependencia económica, procurando extraer de
ese pasado algunas lecciones, o al menos señales, para poder guiarnos
mejor en los laberintos del presente. Las tendencias historiográficas no
son neutras, responden a las ideologías y a las presiones de la época.
La exaltación de la globalización, el pretendido triunfo del
neoliberalismo, llevó a muchos a soñar que éramos de nuevo una especie
de colonia informal próspera del mundo civilizado, como alguna vez lo
habíamos sido, y a creer que nuestro destino manifiesto era el de ser un
foco cultural y material europeo (ahora americanizado) en medio de la
barbarie de nuestro continente.
Esto se reflejó en numerosos libros y artículos donde se glorificaba la
época del modelo agroexportador y del conservadurismo preindustrial y
prepopulista. En ese marco se inscribieron las llamadas teorías “de la
decadencia nacional” y del “realismo periférico”, no por casualidad
basadas en el análisis histórico. Así quisieron convencernos de que la
Argentina se hundió cuando pretendió transformarse en una sociedad
industrializada, cuando sectores medios y bajos lograron acceder a
derechos políticos y sociales que antes se les habían negado (a través
del populismo yrigoyenista o peronista) o cuando algunos gobiernos
trataron de tener posiciones más autónomas y dignas en el escenario
internacional.
Todo lo que suponía la defensa de intereses nacionales era atacado, bajo
el supuesto de que ese había sido el pecado por el cual nos habían
presuntamente excluido del mundo. La historia nos enseñaba, según estos
corifeos, que tratar de imitar el camino de los poderosos era inútil y
peligroso pero, sobre todo, no era funcional a las elites de poder
internas, de cultura económica rentística y nada afectas a convertirse
en empresarios innovadores ni a repartir los frutos del crecimiento.
Ahora, que hace pocos años vivimos la peor crisis de nuestra historia,
nos damos cuenta de que no sólo nos habían vendido un presente falso
sino también un pasado falso. La Argentina pudo haber tenido en algún
momento un Producto Bruto Interno mayor que el de algunos países
europeos, o pudo haberse parecido a Canadá o Australia, pero si esos
países progresaron o crecieron mucho más que el nuestro fue porque
hicieron lo que nosotros no hicimos: transformarse plenamente en
sociedades modernas e industrializadas, con un más justo reparto de los
ingresos, al menos hasta la actual crisis mundial.
En cambio, se creyó volver a la gloria de un supuesto pasado de país
rico, que amparado en un sistema internacional favorable a los intereses
agroexportadores exhibió un aceptable crecimiento pero a costa de
crisis económicas y notorias desigualdades sociales. Así, nos terminaron
por convertir en un país pobre para la mayoría de los ciudadanos, en un
inédito “granero del mundo” que no pudo alimentar a todos sus
habitantes y que pasó de ser un “niño mimado” de los organismos
internacionales a un marginado de la comunidad mundial. Esto como
resultado, en parte, del peligroso uso de la historia para explicar o
justificar las políticas presentes.
Desde vertientes diferentes y en distinto grado, historiadores y
analistas en el mundo y en la Argentina empezaron a plantearse hacia las
décadas de 1930 y 1940, y no es casual porque coincide con la caída del
imperio británico, la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial,
formas diferentes de encarar la historia. Manifestaban, sobre todo, que
la historia política y la historia económica y social estaban
profundamente entrelazadas; que la sociedad tiene diversos niveles de
análisis estructurales y supraestructurales (en los que interactúan el
Estado y las clases sociales); que los factores internos y externos en
un capitalismo globalizado se hallan cada vez más vinculados y aparecen
nuevos actores no estatales con los que hay que negociar, como los
organismos financieros internacionales; y que los tiempos históricos
también juegan para explicar nuestra sociedad actual. Por ejemplo, que
la coyuntura se explica no sólo por las circunstancias del momento sino
por factores que vienen de lejos, de mediana o larga duración, como
señala Braudel. Por último, que no pueden separarse los fenómenos
políticos, económicos y sociales ni ignorarse los contextos históricos.
Tampoco soslayar el rol decisivo de las personalidades o del azar.
Es posible y necesario, por la vastedad de los temas y conocimientos que
se abordan, privilegiar algún aspecto: una biografía, un período
determinado, una temática institucional, hasta una novela histórica,
pero siempre articulando el conjunto de aspectos estructurales y
coyunturales y teniendo en cuenta críticamente las principales
corrientes de ideas que los explican.
Un ejemplo propio, el del endeudamiento externo, nos viene al caso. Qué
duda cabe de que estamos hablando aquí de un aspecto fundamental de
nuestra historia económica; que al mismo tiempo revela una manera
dramática de vincularse con el mundo, o sea que forma parte de la
historia de nuestras relaciones internacionales. Pero también tuvo que
ver con decisiones de nuestros gobernantes y corresponde a la historia
política, mientras que sus efectos negativos sobre nuestra sociedad lo
hacen objeto de estudio de nuestra historia social. No se discute
tampoco el rol que tuvo el Estado, en sus distintas instancias, ni la
presión de intereses económicos y políticos de turno internos y
externos. Hubo así responsables y corresponsables de ese endeudamiento.
Existieron, por otro lado, coyunturas decisivas. La primera de ellas
estuvo vinculada al Golpe de Estado militar de marzo de 1976, que se
planteó arrasar con las estructuras productivas y políticas existentes y
construir otro tipo de país con predominio de los sectores financieros,
mientras se violaban groseramente todos los derechos humanos y las
libertades públicas. Y personajes nefastos que implementaron esas
políticas y arrastraban sus propias historias de vida y de los sectores
sociales a los que pertenecían. La “perversa deuda externa”, como se la
llegó a llamar, surgió del interés de economistas neoliberales que
creían en la “magia” de las finanzas para engrosar sus fortunas
personales, dañando el funcionamiento del aparato productivo y
comprometiendo a generaciones presentes y futuras.
Una segunda coyuntura fue la conjunción de la hiperinflación del ’89, el
predominio ideológico del Consenso de Washington y la caída del Muro de
Berlín. Aquí, otro gobierno, vestido con un ropaje populista del que se
desembarazó rápidamente mostrando seductores contornos neoliberales,
aprovechó a fondo la incertidumbre de nuestra sociedad para completar el
trabajo de los militares. El endeudamiento tuvo el agravante ahora de
que fue acompañado de una trasnochada convertibilidad, una irresponsable
venta de nuestros activos públicos y una política exterior vergonzosa,
basada en presuntas “relaciones carnales” que se revelaron inocuas a la
hora en que la Argentina entró en la vorágine de la crisis.
juraban
que millones de argentinos “economizarían hasta sobre su hambre y su
sed” para responder a los compromisos externos de la deuda pública; si
por algo desde más lejos aún nos resuenan los ecos del inútil empréstito
Baring de 1824, que terminó de pagarse casi un siglo más tarde. ¿Cuánto
del despilfarro y de la corrupción que vivimos recientemente estaba
inscripto así en esas etapas de nuestra vida pública?
Sin embargo, no todo se explica por las coyunturas. El largo plazo
también juega. Por algo se intentó volver a revalorizar el modelo
agroexportador que se había basado también, en gran medida, en el
endeudamiento externo. Si hasta hubo presidentes que, hacia fines del
siglo XIX, frente a las primeras crisis financieras de magnitud, Un filósofo, Edgard Morin, señala: “A fenómenos simples les corresponde
una teoría simple; pero no se debe aplicar una teoría simple a fenómenos
complicados, ambiguos, inciertos, porque haríamos una simplificación...
hay que tener en cuenta que lo simple excluye a lo complicado, a lo
incierto, a lo ambiguo, a lo contradictorio”. Esto vale para el análisis
histórico.
En todo caso, es necesario poder realizar múltiples lecturas de ese
complejo pasado, que no tiene dueño. Todos quieren construir una
historia oficial y utilizan para ello el poder del conocimiento, que es
un poder como los otros; como el poder político o el económico. Lo que
importa es que el saber histórico no es neutro, ni para los que lo
escriben ni para los que lo leen. La política se cimenta en él. La
historia de cada nación fue construida con ese fin
muy bueno,gracias
ResponderEliminar