Por Miguel Angel Scenna
Menudo, pequeño, de ademanes reposados y hablar pausado, cabellos blancos como nieve, Castillo tenía el aspecto
del jurista y profesor que en verdad era. Típico provinciano, procedía de una
antigua familia catamarqueña que vivía pobre y
dignamente. De sus primeros años de estrechez
económica y del ejemplo familiar, le quedó una austeridad de costumbres y una sobriedad personal que no
habría de perder jamás.
Tras brillantes estudios de abogacía, inició una carrera
forense que lo llevó de “meritorio” en los tribunales
porteños a juez en varias localidades
bonaerenses, juez de Comercio en la Capital
Federal, vocal en la Cámara Apelaciones en lo Criminal y Correccional primero y
luego en la Comercial, al tiempo que
desarrollaba una fecunda labor docente de más
de veinte años en las Universidades de Buenos
Aires y La Plata, donde ganó el incondicional
respeto de los alumnos por su calidad de hombre y maestro. De esa etapa de su vida quedó el Tratado de
Derecho Comercial, verdadero clásico en
el tema, magníficamente escrito y elaborado. Pasados los
cincuenta años de edad, todo parecía indicar
que culminaría su vida apaciblemente jubilado, rodeado de general consideración, en la penumbra del semianonimato. Aunque conservador y adversario del radicalismo
nunca se había metido en política militante y es posible que jamás
pensara hacerlo. Pero sobrevino la revolución del
treinta y a Uriburu
le recomendaron este profesor y jurisconsulto de excelentes antecedentes, que indudablemente prestigiaría al
movimiento. Y el general lo mandó de interventor
a Tucumán. Castillo tenía 57 años cuando inicia
inapropiadamente, una carrera que lo llevaría a los
más altos honores. Primero al Senado, donde
cumplió una destacada actuación. Después Justo lo llamó como ministro de Instrucción Pública, para luego
entregarle la cartera de Interior, cuando llegó la hora de las fórmulas
presidenciales, su prestigio y la fuerza de los conservadores lo llevaron
a segundo término de la fórmula que encabezó el
antipersonalista Roberto M. Ortiz. Nunca se llevó bien
con el presidente, Había un abismo ente ambos,
que se ensanchó cuando Ortiz quiso reimplantar
la “pureza del sufragio”. Para Castillo, el regreso de los radicales implicaba un verdadero desastre nacional. Entonces, jugó la suerte a través de la salud de Ortiz, que
debió delegar el mando en el vice. En ejercicio de la
presidencia, Castillo mostró nuevas facetas de
su carácter. El aspecto reposado y los modales suaves escondían un carácter
firme, duro, autoritario. La ruptura con Ortíz fue total e irreversible, pero el enfermo mandatario ya no habría
de volver y Castillo quedó como titular de la primera magistratura. Conservador convencido Don Ramón jamás estuvo mezclado con los negociados que matizaron la Década Infame, ni fue abogado de
empresas extranjeras, ni estuvo ligado al
capital foráneo. Su honestidad era plena, cabal,
limpia. Como su nacionalismo, esencial,
robusto, inconmovible. Y por eso su gobierno
fue francamente nacional.
Mantuvo la neutralidad argentina contra todas las presiones, inició el proceso de
nacionalizaciones, dio un vigoroso impulso a la Marina Mercante del Estado. Pero su apego al liberalismo en el que se había educado lo perdió políticamente. No comprendió que
su poder estaba manchado de ilegitimidad,
puesto que no provenía del consenso popular sino de la imposición del
fraude. No alcanzó a ver el aparato político en que se sustentaba, la Concordancia, era más una
ficción que una realidad, y que en último término. El arbitro de su poder era el Ejército. Un Ejército que ya toleraría
más faudes. Ese fue el error de Castillo. Cuandi
quiso imponer sucesor por fraude el ejército lo desalojó del poder y asumió directamente el gobierno. Ya depuesto, fue tratado
con una consideración y el respeto que, como persona merecía. Falleció en el
silencio del retiro en 1944, a los 70 años de edad
Un hombre de bien, que en otras circunstancias podria haber sido un gran presidente!
ResponderEliminar