Por José Luis Muñoz Azpiri (h)
A la memoria de Enrique Oliva (François Lepot)
El continente de América se llama así a propuesta de Juan Basin de
Sandocourt, quien en 1507 editó la “Cosmograpiae introductio” creyendo
que el Nuevo Mundo había sido descubierto por Américo Vespuccio. Hubo
quienes sostuvieron que fue también descubridor de las Islas Malvinas,
ya que en 1520 un mapa de Apiano presentó unas islas de enorme dimensión
que podría considerarse una exagerada carta de aquellas. Ocurre que
Vespuccio en 1502 había realizado un viaje por cuenta de Portugal,
alejándose de la costa en las latitudes australes para no interferir en
dominios concedidos a España. Podría ser que por esa razón avistara las
islas que dibujó Apiano, aunque todo ello sólo fueron dudosas
suposiciones.
Sostuvo Ratto que una nave que integraba la Armada de Armando de
Magallanes, descubrió en 1520 las islas Malvinas cuando viajaba desde el
Estrecho que conecta los dos océanos hacia el Cabo de Buena Esperanza y
a la misma conclusión llegó de Gandía, aunque las versiones hayan
diferido en el detalle.
Las bulas pontificias de Alejandro VI, Inter Coetera, Examinae
devotionis y Dudum siquidem de 1493 y el Tratado de Tordesillas de 1494
habían otorgado a España el área donde están ubicadas esas islas.
Precisamente en 1534 la corona española encargó a Simón de Alcazaba
conquistar y poblar Nueva León en esas latitudes y en 1540 otorgó
capitulación al segundo Adelantado del Río de la Plata, Alvar Núñez
Cabeza de Vaca, que se extendía hasta “el Mar del Sur” (como se llamaba
al Océano Pacífico). Los derechos españoles fueron reconocidos en los
tratados de Madrid de 1670 y de Utrech de 1713.
Las Bulas Papales pueden llamar a una sonrisa en estos tiempos de
pretendido racionalismo, pero en aquella época constituían decisiones
indiscutibles debido a que desde el descubrimiento de América por
Cristóbal Colón al servicio de España, nació el deseo de emprender
viajes y conquistar tierras, lo que motivó una gran rivalidad política y
naval entre Portugal y España. La primera ostentando sus
descubrimientos de muchas islas y costas del África; España por su
parte, se engrandecía con el descubrimiento del Nuevo Mundo.
Ante estos acontecimientos, el Papa Alejandro VI, que en esa época era
árbitro por las dos naciones expidió las Bulas precitadas: Inter
Coetera, Examinae devotionis (3 y 4 de mayo: donación y demarcación) y
la Dudum Siquidem (extiende poder otorgado a los reyes de España a las
islas y tierra firme) dada el 26 de septiembre del mismo año. En ambos
documentos, se considera la división del mundo terrestre en dos mitades,
mediante una línea divisoria marcada imaginariamente de polo a polo,
distante a 100 leguas al oeste de la Isla San Antonio (a 360 de Lisboa),
perteneciente al grupo de las Azores. Según derechos en vigencia en
aquella época, las bulas enunciadas eran atribuidas a territorios
descubiertos o por descubrirse por cualquiera de las potencias
colonizadoras, a la cual correspondiere el territorio asignado por el
Sumo Pontífice.
La línea demarcatoria mencionada, debió ser anulada ante los reclamos
formulados por el Rey Juan II, soberano portugués; por lo que el 7 de
junio de 1494, el Papa extendió la línea a 370 leguas al oeste de las
Azores y Cabo Verde. Este documento llevó el nombre de Tratado de
Tordesillas, en el cual, las Islas Malvinas quedaron ubicadas al
occidente de la línea trazada por el Papa. Esto indica que, las islas,
aún ignoradas, pertenecían al reinado de España. Cabe señalar que en las
Bulas anteriores al tratado de Tordesillas, las islas Malvinas también
quedaban encuadradas dentro del sector asignado a los españoles por el
Sumo Pontífice.
En definitiva, el Tratado del 7 de junio de 1494, fue considerado como
determinación final por las dos potencias, punto de vista que fue
apoyado por juristas y autoridades. Años después, en 1506, el Pontífice
Julio II, expidió la Bula Ea Quae Pro Bono Pacis, por intermedio de la
cual se confirmaba el Tratado de Tordesillas.
La concesión que otorgaban las Bulas a cada potencia abarcaba toda la
tierra firme y todas las islas descubiertas o por descubrirse,
concediendo el “completo y libre poder, autoridad y jurisdicción de toda
índole” a los países a que corresponda la región asignada, advirtiendo a
las personas de otros estados, que estaba completamente prohibido
dirigirse hacia la región que no le fuere concedida.
En nuestra primera nota de protesta, en 1833, presentada por Manuel
Moreno (hermano de Mariano Moreno), ministro argentino en Londres, se
sostuvo la idea del descubrimiento de las islas por Magallanes. En ella
insistieron Saldías, Calvo y otros autores nuestros. Pero Paul Groussac
(“Les Iles Mulouines”, 1910) menospreció esta tesis y atribuyó el
descubrimiento al holandés Sebald de Weert. Y esto fue lo que se enseñó
en las escuelas desde entonces.
Fue una escuadra preparada por los Estados Generales de Holanda,
conocida con el nombre de “Los cinco navíos de Rótterdam”. La
expedición, que contaba con 500 hombres, había partido de un puerto del
Canal de Goree, al sur de Holanda, el 27 de junio de 1598. El 21 de
enero de 1600, la nave “Geloof”, comandada por de Weert, salió del
Estrecho de Magallanes, navegando Atlántico arriba; el 24 del mismo mes,
por la mañana, el vigía de la nave señala a estribor Noroeste, una
tierra desconocida, un grupo de tres islas pequeñas, distantes a unas 60
leguas al este del continente, en cuyas costas había gran cantidad de
pingüinos. Dado el caso que durante un temporal, habían perdido las
canoas, no pudieron desembarcar. No obstante, Weert ubicó las islas
astronómicamente, dándoles el nombre de Islas Sebaldinas.
La descripción de las tierras mencionadas por William Adams, relator del
viaje, se consideró exacta desde el primer momento, ya que la latitud
de las islas es de 15º y 51 o 50 minutos, y éste dio a conocer que se
encontraban a 60 leguas del continente, hacia el S/O y a los 50º40º de
latitud, tal es así que se considera que el punto de recalada de la
“Geloof”, fue probablemente en las islas situadas al Noroeste de la
Malvina del Oeste – Isla Gran Malvina.
Desde entonces las Sebaldinas, también llamadas Sebaldes, comienzan a
aparecer en los mapas, por cuanto los cartógrafos holandeses aceptaron
como real la existencia de las islas, merced a los relatos del diario de
Sebald de Weert, cuyo arribo al puerto de partida se produjo el 13 de
julio de 1600.
La historiografía moderna, sin embargo, ha demostrado la verdad de la
primitiva afirmación. Si no precisamente Magallanes, el descubrimiento
es de todos modos de un español. Y la prueba está en que antes,
muchísimo antes de que apareciera el primer extranjero por el mar
austral (que fue Drake, inglés, en 1577) ya las Malvinas, con otro
nombre, desde luego, o simplemente sin denominación alguna, figuraban en
multitud de mapas y portulanos y, por copia, en gran cantidad de mapas
europeos. Es suficientemente conocida la carta de Diego Ribero, fechada
en 1529, donde aparecen con el nombre de Sansón un par de islas que no
pueden ser sino las Malvinas, dada su ubicación geográfica. El
historiador norteamericano Julius Goebel, que ha escrito un libro
fundamental sobre este asunto (“The Struggle for the Falkland Islands”,
1927) atribuye gran importancia al islario de Alonso de Santa Cruz, de
1541, donde también figuran las Sansón y se atribuye su descubrimiento a
Magallanes. Pero nuestro compatriota Enrique Ruiz Guiñazú, en su “Proas
de España en el mar Magallánico” (1945) el libro más documentado que se
ha escrito entre nosotros a propósito de la cartografía malvinera ha
sacado a relucir muchos mapas más, anteriores y posteriores a aquellos, y
no solo españoles, sino portugueses, italianos, franceses y hasta
ingleses, que demuestran cómo ya figuraban las Malvinas en la
cartografía del siglo XVI antes del supuesto descubrimiento inglés.
Si bien no hay una prueba fehaciente de quién descubrió las Malvinas y
cuándo, si es cierto, y se halla documentado, que existe un mapa de las
islas realizado en 1520 por la expedición de Magallanes, por su
cartógrafo Andrés de San Martín. El mapa se encuentra en la Biblioteca
Nacional de Paris, en el Département des Manuscrits, en el manuscrito
francés 15.452 “Le Grand Insulaire et Pilotage d´André Thevet,
Angoumoisin, cosmographe du Roy, dans lequel sont contenus plusiers
plants d´isles habitées et deshabitées et Description d´icelles”, en
1586. En el manuscrito “Les isles de Sansón ou de Geantz” se describen
las Malvinas en los folios 269-271, y el mapa se encuentra en el folio
268.
Ese mapa ha sido reproducido e identificado como de las islas Malvinas
en la obra de Roger Hervé, conservador de la Biblioteca Nacional de
París, en su estudio “Découverte fortuite de l´Australie et de la
Nouvelle Zelande par des navigateurs portugais et espagnols entre 1521
el 1528”. Biblioteca Nacional, París, 1982.
Monique de la Ronciere y Michel Mollat du Jourdin, en su obra “Les
Portulans: Cartes marines du XIII au XVIII siécles”, Fribourg, 1984,
pág. 34 reproducen el mapa de las Malvinas que obtuvo Thevet en Lisboa y
señalan: “André Thevet, en su Gran Insulaire, ha dado una descripción
de esta carta que refleja el conocimiento preciso que ya se tenía
entonces, en 1586, del archipiélago hoy llamado de las islas Falkland o
Malvinas”.
El mapa y la relación de Thevet confirman la exploración y la precisa
realización del mapa de las Malvinas por la expedición de Magallanes en
1520, lo que ya conocíamos por la información del cosmógrafo Alonso de
Santa Cruz, contenida en su “Islario” de 1541.
Existe un informe de la Academia Nacional de la Historia de la
Argentina, del 13 de diciembre de 1983, que confirma que el mapa de 1520
corresponde a las Malvinas.
Cuando Christian Maisch se refiere a que existen mapas de 1522 “que
muestran un archipiélago en la ubicación aproximada en donde se hallan
las Malvinas”, seguramente se trata del portulano del portugués Pedro
Reinal, de 1521-1522, que se encuentra en la Biblioteca del Museo
Topkapi, en Estambul, identificado bajo el Nº H.1825, en donde figuran
las Malvinas.
Entre el 1520 y 1590 se han identificado, sin pretender que ello sea una
nómina exhaustiva, 42 mapas en que bajo distintos nombres, aparecen
nuestras islas Malvinas.
Estas precisiones resultan esclarecedoras dado que durante mucho tiempo
se consideró a Américo Vespuccio como el descubridor, no ya de las
Malvinas, sino también, antes de Solís, de la desembocadura del Río de
la Plata. Esta hipótesis fue terminantemente refutada por Jorge A.
Taiana (padre del actual Canciller) en su obra “La gran aventura del
Atlántico Sur”: “No existen documentos fidedignos ni comprobaciones
irrefutables que sustenten el descubrimiento por parte de Vespuccio del
Río de la Plata, de la costa Patagónica o de las islas Malvinas. Pero la
historia lo recordará como un cosmógrafo hábil y primoroso, que
describió la tierra tropical del Brasil, que reconoció la existencia de
un Mundo Nuevo, de un verdadero y hasta entonces ignorado continente”.
También es probable que Esteban Gómez, piloto de Magallanes que desertó
de la expedición a la Entrada del Estrecho y, según el capitán Héctor R.
Ratto autor de “Hombres de mar en la historia Argentina” enfiló
derechamente desde ahí al Cabo de Buena Esperanza, por lo que debió
haber tropezado necesariamente con las islas, fuera a fin de cuentas el
verdadero descubridor.
Hubo todavía más viajes, todos de españoles, en la primera mitad del
siglo XVI: el de Loayza en 1526, el de Alcazaba en 1535 y el de Camargo
en 1540, cuyos cronistas respectivos anotan datos que muchos han tomado
como claras referencias a las islas Malvinas, en otros tantos
redescubrimientos, todos anteriores a la aparición del primer
“descubridor” inglés.
Pero nuestra posición es lo bastante fuerte como para conceder el
descubrimiento a los ingleses sin que por ello desmerezcan nuestros
títulos. Sería un regalo extremadamente generoso, desde luego. Nadie a
superado a Paul Groussac en eficacia, en contundencia y en galanura, al
demostrar que ya no descubrir, en su sentido jurídico, sino ni siquiera
avistar las islas pudieron Drake (1577), de cuya aproximación a ellas no
hay la mínima constancia en documento alguno, ni John Davis (1592),
desertor de cuyo viaje se publicó un relato absurdo, seguramente
encaminado a hacer perdonar su falta adjudicándole un descubrimiento por
demás vago impreciso; ni Richard Hawkins (1594), que salió
atribuyéndose la hazaña treinta años después de regresado de su viaje y
aseguró haber visto las fogatas encendidas por los habitantes, con lo
que demuestra que si algo descubrió no pudieron ser de ningún modo las
Malvinas, que no tenían población; ni descubrirlas tampoco los demás
navegantes ingleses que por ahí anduvieron cuando ya los holandeses de
Sebald de Weert habían llegado, sin desembarcar como hemos visto, en
1600.
Pasemos, no obstante, por sobre todo esto y supongamos generosamente que
el descubridor fue inglés ¿Nace de aquí algún derecho a favor de Gran
Bretaña?
“No puede considerarse título bastante para la adquisición de soberanía
sobre un territorio el simple descubrimiento de él. Requiriéndose para
su validez jurídica una toma de posesión, una ocupación real, efectiva”.
Este concepto pertenece a una autoridad que los ingleses no discuten
nunca: nada menos que la reina Isabel I, fundadora del imperio naval de
Gran Bretaña. Lo dijo en respuesta al Embajador de España cuando éste se
quejó por las incursiones de Drake en los mares de América. Y Américo
de Wáter, tratadista inglés, autoridad mundial en su época, cuya obra
inspiró confesadamente la posición oficial británica en materia de
derecho internacional, decía:
“El derecho de gentes no reconocerá la propiedad y la sobreañade una
nación más que sobre las tierras que haya realmente ocupado de hecho, en
las que ha constituido un establecimiento y de las que hace un uso
natural”.
Y esto es, por otra parte, lo que todos los grandes tratadistas
sostuvieron, y lo que se admite hace siglos, incluso en nuestros días. ¿Fueron los ingleses los primeros en la ocupación real, efectiva de las
Malvinas? No, tampoco. La prioridad fue de los franceses. Aunque el
inglés Tronga, en 1690, recorrió el canal central del archipiélago y
hasta llegó a enviar un bote a tierra a buscar agua (exclusivamente
agua, sin hacer ni intentar nada que pudiera dar una idea de una
voluntad de ocupación), fue Luis Antonio de Bougainville, francés, en
enero-febrero de 1764, el primer ocupante efectivo. Traía mandato
expreso de su Rey de tomar posesión del archipiélago y fundar una
colonia. Y así lo hizo, estableciendo en la isla que hoy llamamos
Soledad (una de las dos mayores) el pequeño fuerte y la colonia de Port
Louis.
Es casi exactamente que un año después que el comodoro inglés John Byron
(abuelo del gran poeta) aparece frente a la pequeña islita marginal que
llamó Saunders (de la Cridase la denominaban los franceses) y “tomó
posesión del archipiélago (¡de todo el archipiélago!), en nombre de Su
Majestad Británica”. Pero ni fundó una colonia ni dejó habitantes. Se
limitó a declarar la posesión, se embarca de nuevo y siguió
tranquilamente viaje, seguro sin duda que ya se encargarían sus
compatriotas en los siglos venideros de convencer muy seriamente al
mundo de que esa simple declaración de pasada, en un islote marginal,
equivale al establecimiento formal y solemne, con hechos y con ocupación
efectiva de lo principal del archipiélago (ya ocupado, además, en este
caso, por los franceses) que exige el derecho internacional.
Solamente a fines del año siguiente, en 1776, el capitán Mc Bride se
estableció permanentemente en la islita Saunders, en el punto que llamó
Puerto Egmont, a sabiendas de que hacía casi tres años que los franceses
estaban establecidos en la gran isla Soledad.
Francia, como veremos, fue la primera ocupante. Más cuando España se
enteró de la presencia de Bouganville en sus islas, protestó y Luis XV,
reconociendo sin discusión la soberanía española, dispuso que se
entregara la colonia a Su Majestad Católica. Esto ocurrió el 1º de abril
de 1767 y desde entonces Port Louis (en adelante Puerto Soledad) quedó
guarnecido por destacamentos dependientes de la Capitanía General de
Buenos Aires.
¿No tiene, acaso, una alta significación jurídica y moral este
reconocimiento que hizo Francia, primera ocupante de las islas, de la
preeminencia de los derechos españoles sobre las Malvinas? ¿Y en qué
consistían, por lo demás, tales derechos? Nuestro compatriota Jorge
Cabral Texo en su Prólogo al libro de Alfredo L. Palacios “Las islas
Malvinas, archipiélago argentino” (1934) les dedica un breve estudio.
Mayor fue el que les consagró Julius Goebel en su obra citada, y
definitivo y concluyente el publicado en dos obras fundamentales sobre
el pleito malvinero, debido a los españoles: “El problema de las islas
Malvinas” (Madrid, 1943) de Camilo Barcia Trelles, y sobre todo “La
cuestión de las Malvinas” (Madrid, 1947) de Manuel Hidalgo Nieto. Ellos
demuestran el definitivo argumento: las Malvinas, no importa quien las
descubriera ni quien fuese su primer ocupante, eran españolas desde
antes que se conociera su existencia, españolas desde el instante mismo
en el que el primer español puso sus pies, el 12 de octubre de 1492,
allá en las Antillas lejanas. Y esto por un título eminentísimo que en
la época nadie discutía: las famosas Bulas del Papa Alejandro VI, en las
cuales el Pontífice decía: “Os damos, concedemos y asignamos a
perpetuidad a vosotros y a vuestros herederos y sucesores –los reyes de
Castilla y de León-… todas aquellas islas y tierras firmes encontradas y
que se descubran hacia el Occidente y al Mediodía…”, a partir de una
determinada línea.
¿Qué valor tiene esta declaración papal? Todavía no había acontecido la
Reforma. La autoridad del Papa como vicario universal de Cristo era
aceptada sin discusión en todos los países de Occidente. Y más aún,
éstos entendían que dicha autoridad abarcaba también las tierras
ocupadas por infieles, de los cuales, en nombre de Dios, podía disponer
el Pontífice, revestido de este modo de una especie de poder temporal de
derecho sobre toda la humanidad. Por eso Eduardo IV de Inglaterra
disconforme en el siglo XV, con la jurisdicción territorial y marítima
que el papa Nicolás V había asignado a Portugal, lejos de desconocer la
autoridad papal, la afirmó implícitamente al solicitar que se
introdujeran ciertas modificaciones favorables a Inglaterra. Ese era el
derecho de la época, y como tal se lo observaba.
“Malvinas” es una palabra de origen francés trasladada
incorrectamente al español, como ha sucedido con algunas otras, como el
clásico “chófer”. Es el tipo de adaptación o traslación que Sarmiento
justipreciaba, un poco injustamente, “con olor a chorizo”. Las islas se
llamaban, en francés, de los “malouins” o “malouines”: correspondía,
entonces, traducir de los “maloneses” o “malonesas”, prefiriéndose, en
cambio, el híbrido “Malvinas”. Se trata de un adjetivo y no de un
sustantivo como sucede con el vocablo “Argentina”. Pero ¿por qué
“Malouins”?.
El grupo insular fue colonizado primeramente por habitantes del puerto
francés de Saint-Maló o San Maló. Las islas se hallan bajo la advocación
de un santo francés, al igual que Buenos Aires, acogida al celestial
patronato de San Martín de Tours, “Maló” es corrupción de Maclovius,
nombre latino de un santo del siglo V que predicó y fundó conventos en
Bretaña, especialmente en la región donde hoy se alza la ciudad que
lleva su nombre.
El brío y el emprendimiento marineros han caracterizado siempre a los
hijos de este retazo bretón. La verdadera patria de los maloneses es el
mar; su vocación, el espíritu de aventura. Las corrientes oceánicas se
enlazaban antiguamente con “travesuras” inevitables como la piratería,
el contrabando y la trata de esclavos, comercio éste en que participaban
los mismos reyes, y si queremos ver las cosas por el lado en que
ofrecen prolijidad, con las patentes de corso, que repudian hoy los
códigos militares y civiles. No emitimos aquí ningún juicio de valor.
Guillermo Brown e Hipólito Bouchard, eran también corsarios.
La villa de San Maló se enorgullece del temor que sus marinos
infundieron a los ingleses durante casi cuatro siglos, desde el XVI al
XIX. François-René de Chateubriand, el aristócrata artífice que enseñó a
escribir a Europa, era nativo de San Maló e hijo de un pirata y
tratante de negros. Se han documentado 175 viajes realizados al Mar
Magallánico, entre 1695 y 1749, por capitanes maloneses. Casi todas
ellas fueron aventuras piráticas.
En 1764 los maloneses comienzan la colonización del archipiélago. Diez
años antes, los ingleses habían publicado una carta del territorio donde
la gran Malvina aparecía coloreada en rojo como signo de soberanía
británica. La expedición es emprendida personalmente por el caballero
Luis Antonio de Bougainville, uno de esos personajes que quiebran las
estaturas y los estándares humanos. Dedicarle tan solo un párrafo es
impropio de sus merecimientos. Pero debemos decir que fue diplomático,
militar, marino, matemático, escritor, político, geógrafo, naturalista,
parlamentario y, por sobre todo, hombre de mundo y primera figura en
cuanta actividad emprendiera. Su compostura era proverbial y una de las
pocas veces en que la perdió fue cuando en Versalles se le negó permiso
para descubrir el Polo Norte. Visitó a Buenos Aires en 1767. En el Plata
se sorprendió por la bondad del clima y de la existencia de hombres que
no conocen otra dicha “que la de no hacer nada”. Varios marineros de su
expedición desertaron entonces y consideró filosóficamente que era
difícil evitarlo cuando se comprueba que en nuestras tierras, “se vive
casi sin trabajar”.
La expedición de Bougainville de partió de Saint- Maló el 8 de
septiembre de 1763, llegó a las Malvinas el 2 de febrero de 1764 y se
estableció en el punto que posteriormente se denominaría Puerto de la
Soledad. Marineros, agricultores y artesanos maloneses y también algunos
“acadios” del Canadá -que se establecieron por tres años – comenzaron a
domeñar la inhóspita geografía. Los “acadios” (no confundir con el
pueblo de la Antigüedad) eran descendientes de los primeros colonos
franceses en América del Norte, que se radicaron en lo que es hoy la
costa este en el siglo XVII. Acadia es el nombre dado a las antiguas
colonias de Nueva Francia en las tres provincias marítimas del Canadá:
Nueva Escocia, Nuevo Brunswick e Isla del Príncipe Eduardo, así como una
parte del Quebec.
No obstante, todavía hoy no está muy en claro las razones por las cuales
pudo haber pensado Bouganville que es este feudo isleño era “res
nullius”, un bien mostrenco como el aire y el agua, no perteneciente a
nadie, por cuanto el Pacto de familia, que unía a los Borbones de
Francia y España tenía vigor tan solo en Europa y no habilitaba a los
súbditos franceses a aposentarse en tierras españolas. Es más, la
documentación asequible prueba que tanto Bouganville como Choisseul
sabían que el archipiélago formaba parte de los de Carlos III, como
adyacencia geográfica que era del continente hispanoamericano, a más de
otras razones históricas y jurídicas.
España presentó enérgico reclamo ante Luis XV, que no fue desoído por la
corte de Francia. Bougainville debió abandonar Puerto de la Soledad
llamado entonces Puerto Luis, en homenaje a San Luis, patrono bautismal
del rey francés y del propio colonizador el día 1 de abril de 1767,
previo reembolso de todos los gastos hechos en el establecimiento y la
expedición, suma que fue pagada parte en Paris y parte en Buenos Aires
(no olvidemos que Bougainville se inició en la vida pública como
diplomático). La transacción se fijó en 603.000 libras tornesas, sin que
ningún delegado español discutiera suma alguna de las que presentara el
marino.
Mientras tanto, los ingleses se habían establecido en el islote
Saunders, al noroeste de la Gran Malvina, en un punto que denominaron
Puerto Egmont, en homenaje al primer lord del Almirantazgo. Esto
acontecía el 23 de enero de 1765, un año después que los maloneses
colonizaran Puerto Luis y la Malvina oriental, y 68 antes del atentado
de 1833. Hasta este momento ningún intento estable de colonización se
había realizado por parte de España o de habitantes del Río de la Plata.
El héroe de este intento fue el navegante John Byron, abuelo de George
Gordon, el célebre poeta, quién había descubierto varias islas australes
y pensaba transformar las Malvinas en trampolín hacia el Mar del Sur,
como se llamaba entonces, con nombre español – no en inglés, como se
cree – al Océano Pacífico. Este Océano, desde el estrecho de Magallanes
hasta México y Filipinas era un lago de España. Todos los tesoros
apetecibles para las naciones de Europa se encontraban en este paraíso
líquido, verdadero jardín de la Hespérides, desde el siglo XVI al XIX.
La puerta del tesoro eran nuestras islas y la piratería del “sésamo,
ábrete”. El camino había sido señalado por Francis Drake, quién recorrió
esta superficie saqueando y destruyendo, valido de la superioridad de
navegar con barcos de varios puentes en un mar donde las naves eran
frágiles y construidas “in situ”.
El imperio británico fue, básicamente, costero e insular. Por eso se lo
ha caracterizado como puntiforme, diferenciándolo de la expansión rusa o
norteamericana que fue del tipo uniforme. La talasocracia inglesa, esto
es un imperio asentado en el dominio de los mares, se fundó en el
control de innumerables puntos, sean islas o costas separados entre si.
Todos estos puntos tuvieron un común denominador: su carácter
estratégico, que cimentaban el dominio de las grandes rutas marítimas, a
través de las cuales Inglaterra se enseñoreó en el comercio mundial,
tanto lícito como corsario.
Al conocerse en Madrid la aventura de Byron, se ordenó al príncipe
Masserano, embajador en Londres, protestar ante el gobierno inglés. Con
dicho reclamo, elevado en 1766, se inicia la discusión internacional del
problema que todavía hoy subsiste. El establecimiento del islote
Saunders – nunca hubo colonización ni pretensiones inglesas sobre todo
el archipiélago – pone en pie de guerra a España, Gran Bretaña y
Francia. El dominio del islote provoca, por poco, una conflagración
europea. Pero no se trataba por supuesto de este peñasco marino sino de
la llave del Pacífico. Saunders era el Panamá del Sur.
Para entonces, el gobernador de Buenos Aires, Francisco de Paula
Bucarelli, hombre expeditivo, enviaba una expedición al mando de
Madariaga para desalojar a los ingleses del archipiélago. Los intrusos
se rinden a las fuerzas atacantes en forma tan pacífica como lo haría el
capitán argentino de Soledad, en 1833, con la diferencia a favor de
éste de que es sometido a consejo de guerra por su decisión de
interpretar con sentido muy elástico la virtud de la prudencia.
La noticia de la expulsión es recibida con estupor e incontenible cólera
en Londres. El Parlamento, dominado por el verbo poderoso del gran
Pitt, vencedor de la guerra de los Siete Años, recomienda una y otra vez
la ruptura de hostilidades. La prensa arroja combustible a la hoguera.
El memorialista “Junius” censura la “pusilanimidad” del gobierno, en
tanto Samuel Johnson, la más ilustre pluma del siglo, sostiene el punto
de vista del primer ministro. La guerra parecía inevitable, pero como
España y Francia no estaban bien preparadas para afrontarla hubo que
hacer una transacción de carácter diplomática que fue para Inglaterra un
triunfo más aparente que real.
Se devolvió a los ingleses Port Egmont con todos los enseres y se
desagravió el pabellón británico. Los ingleses tomaron posesión de nuevo
en 1774. Esto fue hecho para acallar a la oposición en Inglaterra,
tanto en el Parlamento como en la tribuna. Pero en el Pacto Secreto,
cuya existencia ha sido completamente demostrada y confirmada por la
actitud posterior de aquel país, se establecía que luego sería
abandonado ese puerto y toda otra posesión en las islas, como así se
realizó. Los españoles habían permanecido y siguieron en Puerto Luis o
Puerto Soledad.
En un pequeño opúsculo fechado en 1964, “El problema de las Islas
Malvinas” cuya autoría se debe a Carlos González Costa, nos informamos
que desde el abandono inglés hasta 1810 hubo 43 gobernadores españoles y
los colonos debieron afrontar con suerte diversa un medio ambiente
hostil y la permanente rivalidad con las tripulaciones de los pequeros y
barcos loberos, generalmente reclutados en los bajos fondos y las
tabernas de los puertos de Europa, que realizaban estragos en las
poblaciones de focas, lobos marinos y ballenas, aún en épocas de veda.
Cuando hubo ganado en las Malvinas lo trataron de la misma forma. Se
sucedieron, además, conflictos de jurisdicción con Inglaterra y Estados
Unidos, con respecto a los derechos de pesca y caza.
A partir de 1810 las Islas Malvinas estuvieron acéfalas y prácticamente
abandonadas hasta 1920, mientras nubes de balleneros asolaban la región.
El gobierno de Buenos Aires encargó al capitán David Jewett, comandante
del corsario “La Heroína”, para que “tomara posesión de las islas en
nombre del país a que éstas pertenecían por ley natural”. A pesar del
escorbuto y de la indisciplina de la tripulación, Jewett tomó posesión
de las islas el 6 de noviembre de 1820 y leyó una declaración al pie de
la bandera celeste y blanca enarbolada por primera vez sobre el
destruido fuerte, disparando una salva de 21 cañonazos.
En medio del caos político del año 20, cuando se había disuelto el
gobierno nacional, se afianzaban sin embargo los justos títulos
argentinos en presencia de ciudadanos de Estados Unidos y de súbditos
británicos. Numerosos diarios se ocuparon repetidamente de este
episodio, la “Gaceta de Salem”, el “Redactor de Cádiz” y más tarde “El
Argos”, sin que hubiera protesta inglesa o norteamericana.
En 1821 la Honorable junta de Representantes dicta un reglamento de
pesca al cuál debían ajustarse los extranjeros que viniesen a realizar
tareas vinculadas a la caza y pesca, de acuerdo a normas corrientes en
los países civilizados y al derecho internacional.
Viene a continuación la maravillosa acción colonizadora del hamburgués
Luis Vernet, de origen francés, pero educado durante ocho años en
Filadelfia, verdadera fragua de emprendedores. Su biografía es
fascinante, de no haber existido la usurpación es probable que los
cimientos de colonización de Vernet hubieran desarrollado una Vancouver
argentina en las islas. Merece destacarse la magnitud heroica y la alta
jerarquía de su empresa de poblamiento, dirigiendo numerosas
expediciones iniciadas como particular en 1826; y luego, por decreto del
10 de junio de 1829, a cargo de la comandancia política y militar con
sede en la Isla Soledad, y con un radio de acción que comprendía a las
islas adyacentes al Cabo de Hornos en el Océano Atlántico.
Con genial capacidad de organización y férrea voluntad llevó la colonia a
un alto grado de prosperidad. Aplicó la ley sobre pesca en forma suave,
cortes y moderada. En cierto momento se vio obligado a detener a tres
pesqueros norteamericanos perfectamente notificados de las
reglamentaciones vigentes que habían cometido graves violaciones al
entorno, atentado contra la propiedad de los colonos y los bienes del
país.
Más de 60 embarcaciones inglesas y norteamericanas repetían anualmente
saqueos exterminando en orgías sangrientas de depredación las
poblaciones de focas. Las goletas “Harriet”, “Superior” y “Breakwater”
fueron apresadas por Vernet y en una de ellas se trasladó a Buenos Aires
para platear la cuestión legal correspondiente.
El cónsul norteamericano reaccionó de la forma habitual en que actúan
los norteamericanos cuando les tocan sus intereses, legales o no. Jorge
W. Slacum, cónsul, y el capitán de la “Harriet”, representante de los
intereses comerciales de EE.UU, intrigan y confabulan con el cónsul
británico, Mr. Parisch en una suerte de tragedia de las imposturas. Al
arribar a Buenos Aires la poderosa corbeta de guerra “Lexington”, al
frente del capitán Duncan, suerte de Ahab encolerizado, verdadero
personaje de las letras de Melville, asumen arbitrariamente la autoridad
del gobierno de los Estados Unidos y deciden destruir a Puerto Luis y a
la colonia en ella radicada, acusando de piratería la actuación de
Vernet y sus dependientes. Cometiendo un fragante atentado contra el
derecho de gentes la colonia fue arrasada con un ensañamiento brutal. El
representante Baylies, designado por el temperamental presidente
Jackson, considera correcta esa particular interpretación de la Doctrina
Monroe. En 1982 la interpretarían de la misma forma.
Sin embargo, “El Redactor” de Nueva York alzó una voz valiente a favor
del derecho argentino y al hacer el balance de la actuación de Baylies
insistió en juzgar el ataque de la “Lexington” así como el
comportamiento de su comandante, como una atroz infracción al derecho de
gentes. El periódico exigía una reparación satisfactoria, porque tanto
el cónsul Slacum como el comandante Duncan sabían muy bien que Vernet,
el gobernador de las Malvinas, había sido puesto allí por el gobierno de
Buenos Aires y que por consiguiente éste era en todo caso responsable
de las acciones de aquel. Y añadía: “Si el presidente mismo de los
EE.UU., según lo indica en su último mensaje, al dar las órdenes a la
fragata que fue a las costas de Sumatra a castigar un acto de piratería
cometido por habitantes contra un buque angloamericano, lo primero que
encargó a aquel comandante fue que averiguase si aquellas gentes
pertenecían a un gobierno capaz de mantener relaciones regulares con
naciones extranjeras, y en este caso demandasen de él la satisfacción
debida. Dado estos antecedentes, ¿cómo podía aprobar ahora, que sin
tener siquiera esta misma consideración con un gobierno reconocido y
hermanado, se tomase un comandante de una corbeta la libertad de hacerse
la justicia por su mano contra una población indefensa sorprendida con
engaño? Seamos justos, convengamos en que aquel acto fue un cruel abuso
de la fuerza y de la amistad”.
Fueron inútiles las notas magníficamente fundadas del ministro Tomás
Manuel de Anchorena, como la representación de Carlos María de Alvear en
Estados Unidos. Otro tanto ocurrió – continúa González Costa – con el
alegato formidable posteriormente redactado por Quesada presentado al
presidente Cleveland (1885-1889) y (1893-1897) en su primer período, en
el cual trató desconsideradamente al nuevo enviado argentino Don Luis L.
Domínguez en 1883 y luego en su mensaje al Parlamento en 1885 “niega
todo derecho a derecho a discusión y considera que la reclamación está
totalmente desprovista de base”.
Recomendamos la lectura de un fallo de la Corte Federal de Massachussets
en que a raíz de la presentación de Davison, el antiguo patrón de la
goleta “Harriet”, dejada en Buenos Aires, sienta la jurisprudencia de
que la demanda de justicia y de reparación debía ser presentada en los
tribunales del país, tal como destaca Paul Groussac en su libro “Las
Malvinas”.
Lo peor de este inaudito y repugnante episodio es que fue el prolegómeno
del golpe de mano que con sigilo estaba preparando el ministro inglés
Palmerston. Para ello no se escatimaron medios para solventar misiones
de espionaje y reconocimiento que, aún hoy, son presentadas cándidamente
como “viajes científicos”. En especial el del célebre navegante Robert
Fitz Roy (1805-1865) que empezó sus exploraciones en 1826 en calidad de
capitán del “Beagle” que acompañaba al “Adventure”.
Reconoció en 1827 los canales fueguinos. En 1830 volvió a Inglaterra con
cuatro nativos que fueron presentados al rey Guillermo IV y a la reina
Adelaida. Volvió en la “Beagle” en 1832 al Cabo de Hornos, con él venían
Charles Darwin y un misionero. En 1834 reconoció y navegó el río Santa
Cruz y en 1848 se informó en la Cámara de los Comunes que los mapas
desde el Cabo de Hornos al Río de la Plata se hacían con los datos de
Fitz Roy.
En 1829 se intensificaba la ocupación de Australia. Era el deseo
ardiente de dominar las rutas de navegación y la llave de los dos
océanos. En mapas de fecha no muy lejana a la actual aparecía la
Patagonia como jurisdicción inglesa.
Palmerston ordenó en 1832 a la escuadra inglesa de Río de Janeiro
despachar navíos para apoderarse de las Malvinas con el título de
“Depósito de Pesquerías de ballenas del Sur” queriendo convertirlas en
un nuevo Gibraltar. Palmerston aplicaba el principio de “Civis Romanus
Sum” y así Inglaterra tenía el derecho de intervenir en cualquier punto
en donde existiera un comerciante británico que reclamara protección, ya
fuera para su persona, ya para sus intereses. Con mayor razón en las
repúblicas americanas, simples clientes de Inglaterra y en continuo
estado de guerras civiles. No muy diferente es el estado de cosas en
nuestro Bicentenario, pero con el aditamento de argumentos novedosos
como “deseos de autodeterminación”, “armas de destrucción masiva”,
“santuarios del terrorismo”, “nido del narcotráfico” y otras
imaginativas excusas para intervenir en territorios soberanos.
El gobierno británico reconoció la independencia argentina en 1823 y en
1825 firmó un Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con las
Provincias Unidas del Río de la Plata, que quedó ratificado ese mismo
año, sin hacer reserva alguna de derechos o soberanía sobre las islas
Malvinas. Así lo reconocería el historiador canadiense Ferns, quién
después de estudiar la cuestión a la luz de la documentación inglesa
comentó que “los británicos se habían apoderado de las islas Malvinas a
pesar de un Tratado”. En efecto, una década después del reconocimiento y
siendo pacíficas las relaciones dentro de un interesante marco
comercial, Gran Bretaña fue el país agresor en una larga e inconclusa
disputa sobre las islas Malvinas, que los ingleses dieron en llamar
“Falkland Islands”. Recién en ese momento el gobierno británico, sin
aludir mayormente a los orígenes históricos de sus pretensiones, invocó
el convenio con España de 1771, aduciendo que “jamás ha existido una
promesa formal de abandono”.
Después de los hechos provocados por la corbeta “Lexington”, el gobierno
de Buenos Aires nombró en la Comandancia de Malvinas al mayor Esteban
Mestivier, quién fue asesinado durante un motín de presidiarios que
habían sido llevados para conformar una colonia penal.
Por entonces el embajador argentino en Londres, Manuel Moreno, en una
nota reservada al Ministro de relaciones Exteriores Manuel García,
advirtió el peligro de una invasión inglesa a las islas, según indicó
José Luis Muñoz Azpiri en su “Historia Completa de las Malvinas”: “Se
está preparando silenciosamente con mucha actividad y puede comprometer
dentro de poco los derechos del país, su dignidad y sus destinos”, decía
Moreno.
Tal vez por ello en octubre de 1832 arribó a Soledad la goleta argentina
“Sarandí” comandada por el capitán José María Pinedo, con instrucciones
públicas de sofocar el motín de los reclusos y continuar con la
política pesquera en aguas argentinas, pero posiblemente tuvo
instrucciones secretas respecto del peligro de una invasión británica.
El 3 de enero de 1833 una corbeta del Almirantazgo, la “Clío”,
desembarca 18 soldados en Puerto Soledad y enarbola la bandera inglesa
en las islas, donde – a excepción del breve interludio de la
recuperación en 1982 – flamea imperturbable hasta hoy.
Ninguna resistencia se opone al invasor. El jefe argentino es sometido a
un consejo de guerra, la mitad de los jueces dictamina que es culpable
de la pérdida de Puerto Soledad. Salva la vida por milagro, no sabemos
si aconteció lo mismo con su honor. En el sumario y en el consejo de
guerra la versión que éste da, difiere de la que sostendrán luego otros
testigos. Pinedo pasó revista a su tripulación y declaró que la mayoría
eran ingleses, incluidos oficiales y tropa. Pero el teniente graduado
Roberto Elliot afirmó que eran norteamericanos, con excepción (en la
oficialidad) del piloto práctico que era inglés.
A las 4 de la tarde Pinedo reunió a todos los oficiales de guerra de la
“Sarandí” y les planteó la situación. Elliot dijo que todos se
inclinaron por la resistencia, excepto el práctico, que según hemos
dicho era inglés, pero que se comprometía a conducir el buque con toda
seguridad. Agregando: “Subimos a cubierta y Pinedo convocó a los
oficiales de Mar, donde les exigió que le ayudasen con todo su esfuerzo
durante 10 días, que si vencidos éstos no había ningún arribo desde
Buenos Aires, lo abandonaría todo y volvería a su destino”. Aquí se
produce la discrepancia más grave. Elliot sostiene que todos se
pronuncian por la afirmativa. Pero Pinedo manifestó que todos eran
ingleses y que no podían hacer fuego a su pabellón.
Su único ímpetu de rebeldía fue dejar izado en tierra el pabellón
argentino a cargo del capataz argentino Juan Simón, hombre de la época
de Vernet, a quién nombró también “Comandante político y militar de las
islas”. Pinedo intentará justificar su actitud, explicando que sus
fuerzas eran muy inferiores. Pero Elliot negará tal afirmación. No en
vano, destaca Héctor Raúl Ratto en su “Historia de Brown”, que el
almirante intentó en dos oportunidades separar a Pinedo de la Armada
disconforme con su actuación. Inexplicablemente este sujeto gozó la
titularidad de una calle de Buenos Aires y de una torpedera.
Cinco años después, en la isla Martín García, ante circunstancias muy
similares, un puñado de argentinos, demostrarían al mundo cómo se
defiende, con dignidad y heroísmo, la soberanía de la patria y el honor
de su bandera.
El acta levantada el 10 de octubre de 1832 por el comandante de la
goleta de guerra “Sarandí”, el coronel de marina José María Pinedo, y
cuyo original se encuentra en el Archivo General de la Nación, indica
que todas las fuerzas nacionales en Puerto Soledad se comprometieron a
“defender y sostener hasta el último trance el pabellón de la República
Argentina con arreglo a las instrucciones de la autoridad suprema de la
provincia de Buenos Aires”. Este solo dato señala que se esperaba de un
momento a otro el asalto inglés y que no se supo enfrentar el ataque con
pericia y decisión. ¿Desproporción de fuerzas? ¿Debilidad? La
generación que contaba con cuarenta y cinco años en 1833 había derrotado
en 1807 en Buenos Aires a fuerzas inglesas setecientas veces
superiores, marchando a través de calles “sembradas de cadáveres
ingleses”, según narra Saavedra. Doce años después, en 1845, la misma
generación enfrentaría heroicamente a doce barcos y un centenar de
cañones británicos y franceses obligando al primer invasor a firmar una
paz por separado (paz de Obligado, 1849).
Un pequeño grupo de gauchos e indios, capitaneado por Antonio Rivero,
resistirá la invasión inglesa. Será derrotado poco después y enviado a
Londres. Eran parte del contingente de gauchos de Carmen de Patagones,
que el Gobernador Vernet llevó a Malvinas, porque, según él mismo lo
expresara, eran los más aptos, los mejor dotados y preparados en todo
sentido para desempeñarse allí y para, en caso de ataques externos,
internarse en las Islas y contraatacar en el momento oportuno.
Fue exactamente lo que hicieron en 1833 y 1834 los gauchos Antonio
Rivero, Juan Barrido, Manuel Godoy, Felipe Salazar, N. Latorre, Manuel
González y Luciano Flores, hasta que superados en números y recursos
debieron rendirse después de seis meses de tener enarbolada allí la
enseña nacional. Se les hizo un proceso en el buque “Spartiate”, de la
estación naval de América del Sur. Tan inicuo, que el almirante inglés
no se atrevió a convalidarlo, y prefirió desprenderse del asunto
desembarcando a Rivero y los suyos en la república oriental del Uruguay.
El cabecilla fue dado de alta en el ejército argentino por Rosas, para
morir, como era su ley, el 20 de noviembre de 1845 peleando contra los
ingleses en la Vuelta de Obligado.
La personalidad de Antonio Rivero ha sido motivo de discusión por parte
de los historiadores, a pesar de su heroica y esforzada vida. Ocurre que
algunos se basaron en crónicas de origen británico sobre la sublevación
gaucha, según las cuales era un criollo pendenciero. En realidad, todos
lo gauchos lo eran en esa época, José María Rosa criticó el dictamen de
la Academia Nacional de la Historia, donde se juzgó con documentos
británicos la actitud de argentinos que quisieron vivir bajo su propio
pavés, arriando la bandera inglesa en Puerto Soledad.
Demás está decir que los anglosajones, fieles a su historia, no sólo
desalojaron a los pobladores, sino que también se quedaron con sus
propiedades, bienes y 30.000 vacas que pertenecían a los argentinos.
Buenos Aires sufrió una conmoción similar a un terremoto al tener
noticias del gravísimo atentado a la soberanía y dignidad argentina. A
pesar de la anarquía política que puso en serio aprieto a las
autoridades para evitar más enojosos incidentes diplomáticos que la
debilidad del país no permitía afrontar con éxito.
El ministro Maza presentó de inmediato una enérgica reclamación ante el
cónsul inglés y al poco tiempo lo haría en Londres nuestro representante
Manuel Moreno, hermano del prócer de mayo, en una amplia nota que a
pesar de sus imperfecciones, era una defensa satisfactoria de los
inalienables derechos argentinos sobre las islas Malvinas. El problema
fue progresivamente perdiendo su carácter agudo ante las guerras civiles
y las dificultades internas.
Existe la leyenda, todavía en circulación entre los sectores
recalcitrantes de la llamada “historia oficial” sobre un pretendido
trueque por parte de Rosas. La entrega de las islas Malvinas al
usurpador británico a cambio de la cancelación del empréstito Baring
constituye otro eslabón de la cadena de difamaciones a la que fue
sometido este caudillo desde su destitución. En su obra Manuel Moreno,
Marcial I. Quiroga, menciona que la transacción no “tenía probabilidad
de ser practicable” porque suponía el reconocimiento inglés de la
soberanía siempre negada con pretextos legales y seguramente se
traduciría en la necesidad de negociar las indemnizaciones que reclamaba
la Confederación desde la usurpación en 1833. Ferns agrega que entre
los “documentos del Foreign Office no hay ninguno que (…) pruebe” el
ofrecimiento de marras. El mismo Juan Bautista Alberdi, que combatió a
Rosas tanto en conspiraciones como con la pluma desde 1838, en sus
conocidas críticas a la Constitución del estado de Buenos Aires de 1854,
reconoció que “Rosas defendió siempre la integridad argentina,
disputando las islas Malvinas y el Estrecho de Magallanes”.
Después de Caseros continuaron las mismas dificultades y se fue
realizando penosamente la llamada Organización Nacional. Las constantes
incursiones de indios salvajes de la pampa y la Patagonia, proveniente –
y estimulada – desde Chile en verdaderas cabalgadas de saqueo, llegaban
o flanqueaban el río Salado. Además, la nacionalidad estuvo a punto de
disolverse en varias oportunidades.
El problema de las Malvinas fue actualizado por una magnífica carta
enviada en 1869 por el Comodoro Augusto Lasserre (1826-1906) a José
Hernández, el autor del Martín Fierro, que la publicó en diario de su
dirección y propiedad “El Río de la Plata”, cuya imprenta y dirección
estaba en la calle Victoria Nº 202. Se publicó en el Nº 86 del 19 de
noviembre de 1869. A raíz del poco eco de su primera publicación en los
diarios argentinos “El Nacional”, “La Tribuna”, “La Nación Argentina,
“La República”, “Intereses Argentinos”, “La Verdad” y “La Prensa”,
publicó Hernández un segundo artículo el día 20 que tampoco provocó
reacción en el citado periodismo.
Solamente “The Standart” inglés, mencionó y tradujo en parte la carta
del señor Augusto Lasserre. Por primera vez se publicó por el editor Don
Joaquín Gil en un folleto de 53 páginas la carta de Lasserre y los
artículos de José Hernández, el 15 de julio de 1952.
La conciencia nacional sobre las islas Malvinas superó siempre las diferencias políticas: es una causa argentina.
Caído Rosas después de la batalla de Caseros, cuando el estado de Buenos
Aires se encontró escindido de la Confederación Argentina, su
Constitución de 1854 dispuso en el artículo 2º que su territorio se
extendía norte-sur “hasta la entrada de la cordillera y el mar”,
comprendiendo las islas adyacentes a sus costas marítimas, en clara
alusión a las Malvinas.
Al incorporarse la Provincia de Buenos aires a la Nación Argentina en
1860 los gobiernos nacionales continuaron reclamando los derechos
argentinos. En 1878 se dictó la ley nacional 954 estableciendo una
Gobernación en el Territorio Nacional de la Patagonia, con sede en
Patagones. En 1884 se sancionó la ley 1592 de Territorios Nacionales. En
1943 se dictó el decreto 5626 creando la gobernación Marítima de Tierra
del Fuego y en 1954 la ley 14.315 Orgánica de los territorios
Nacionales, entre los que se encontró Tierra del Fuego, “con
jurisdicción sobre el sector Antártico e islas del Sur Atlántico”.
Es preciso señalar que en 1946 Gran Bretaña, que amanecía victoriosa de
la larga noche de la segunda guerra mundial, informó a las Naciones
Unidas que las “Islas Falkland” formaban parte de sus posesiones
coloniales. El presidente Juan D. Perón cuestionó esa inclusión y desde
entonces en ese organismo internacional quedó trabada una disputa donde
la Argentina exigió la devolución del territorio irredento.
Desde al año mismo del despojo, hasta el día de hoy las reclamaciones
formales argentinas se han mantenido regular y permanente; al comienzo
directamente ante Gran Bretaña y luego ante la Organización de las
Naciones Unidas (ONU), no bien fue creada en 1945. Pero lo que nadie
imaginó fue que la convicción al derecho a esa soberanía, se había
instalado tan profundamente en el inconsciente nacional argentino, como
fue demostrado en 1982.
La estrategia argentina, en el seno de la ONU, fue apoyada en uno de los
documentos fundacionales de esta Organización Internacional: el Acta de
Descolonización. Buscaba obligar a gran Bretaña a que negocie – con
algunos criterios básicos – la soberanía de las Islas Malvinas con la
Nación Argentina. Fue un largo y paciente proyecto que comenzó a dar sus
frutos a los 29 años, cuando en 1965, nuestros diplomáticos (Zavala
Ortiz – Ruda – Del Carril) obtuvieron la promulgación por parte de la
ONU, de la Resolución 2065. Este histórico y trascendente documento
reiterado por la Resolución 2621 en 1970, obliga a ambos países
(Argentina y Reino Unido) a negociar pacíficamente la soberanía de dicho
archipiélago, teniendo en cuenta los intereses (y no los deseos) de los
isleños que la habitaban. Este criterio básico anulaba las pretensiones
británicas – ya entonces asumidas por el Foreign Office – de la
autodeterminación de los aproximadamente 3.000 habitantes que posee
dicho territorio.
Para 1968, el gobierno Laboralista británico – entonces en el poder –
acordó la firma con la Argentina de un documento diplomático bilateral
llamado “Memorándum de entendimiento” cumpliendo con lo que dictaba la
ONU, en el cual prometía el reconocimiento de la soberanía argentina,
sobre las islas Malvinas, cuando los intereses de los isleños fueran – a
juicio del gobierno británico – garantizados. Pero ese acuerdo no fue
oficialmente promulgado pues para entonces acababa de integrarse a la
escena un nuevo – y contundente – factor.
La expedición científica británica, de Lord Shackleton, informaba
secretamente a su gobierno (ahora del Partido Conservador) que existían
serias probabilidades que en el subsuelo de dicha área en disputa, se
encontrara la cuenca petrolífera cuyas reservas podría calcularse entre
las mayores con que cuenta nuestro planeta. También informaba – en este
aspecto públicamente – de las posibilidades pesqueras de esa zona y de
la existencia, en el lecho oceánico, de nódulos polimetalíferos cuya
futura explotación tecnológica era muy promisoria. Estas últimas
posibilidades económicas no eran de decisiva importancia – al menos en
lo inmediato – como las que prometían las petrolíferas.
Ante esta nueva expectativa comercial petrolífera (que se confirmaba
posteriormente en la medida que crecía en el mundo la tecnología
satelital para explorar el subsuelo) el gobierno británico cambió
decididamente su actitud negociadora y se enfrascó en tácticas
dilatorias – congelando las negociaciones sobre soberanía en curso con
la Argentina desde 1965 – para ganar tiempo y poderse desligar de la
tutela que sobre este asunto habían asumido las Naciones Unidas.
Así transcurrieron 17 años en que la Argentina se impacientaba por
dilación en las serias y reglamentadas negociaciones sobre la soberanía
que reclamaba la ONU y trataba lealmente – por su parte – de satisfacer
los intereses de los isleños (Comunicaciones aéreas, Sanidad,
Combustible, etc.) y ponía su máximo empeño en flexibilizar un serio
acuerdo. Se producía, así, una situación paradojal: la nación usurpada
financiaba al usurpador. Gesto de colaboración y amistad que jamás fue
agradecido por los isleños, que nos profesan un rencor increíble desde
mucho antes de la guerra. Gran Bretaña, por su lado, sólo busca ganar
tiempo y espacio político internacional, para quedarse con el petróleo
de esa área marítima disputada – únicamente – por nuestro país.
Existe la hipótesis, desarrollada por varios analistas de reconocido
prestigio, como Pio Matassi o Mariano César Bartolomé, que para
consolidar su control e influencia en el Atlántico Sur, el Reino Unido
de Gran Bretaña habría fabricado junto a EE.UU. una “pequeña guerra” en
el área. La alianza neoconservadora entre Ronald Reagan y Margaret
Thatcher habría calculado que una victoria en esa guerra les permitiría
establecer una fortaleza militar en el área, con capacidad de atacar
cualquier blanco en el Cono Sur, proyectarse en el continente antártico,
reclamar la condición de estado ribereño y dominar las Líneas de
Control Marítimas del comercio energético del Medio Oriente, a la vez
que adecuar las Islas para su inserción en la Iniciativa de Defensa
Estratégica.
Pero para equipar y mantener dicha fortaleza se necesitaba una fuerte
inversión gubernamental británica (difícilmente aceptable para su
opinión pública interna) y sin contrariar – excepto con razón fundada –
los dictados de la ONU y su imagen política internacional. El método más
pragmático para obtener estos requisitos era lograr indirectamente que
la Argentina se saliera del esquema diplomático negociador e iniciara lo
que ellos bautizaron “una pequeña guerra” (Little War), según se
desprende de las memorias del almirante Woodward.
Así estarían dadas las condiciones para iniciar los largos y costosos
trabajos para instalarla. Por estas razones – a partir de mediados de la
década del 70 y ya bajo el gobierno conservador de la Sra. Thatcher –
se decidió en Inglaterra la planificación secreta de esta respuesta
militar (naval) a la acción recuperadora argentina sobre el
archipiélago, como una Hipótesis de Conflicto más dentro de las
previsiones para la Defensa del Reino Unido. Por otra parte y en el
momento oportuno, se instigaría con acciones políticas indirectas a la
Argentina para que su gobierno perdiera la paciencia y ejecutara
inicialmente la recuperación tal como ellos lo habían previsto en 1976.
Así se gestó, continúa Pio Matassi, en Gran Bretaña, la “pequeña guerra”
de Malvinas para 1982. Hecho que colateralmente produciría réditos
políticos internos, particularmente para el Conservadurismo británico
que por entonces iniciaba la transformación de su economía hacia la
“globalización, es decir, su subordinación a la esfera privada
internacional que comenzaba – con la Sra. Thatcher al frente – a
extender sus tentáculos materialistas por Occidente y, en consecuencia,
creaba serios trastornos sociales en Gran Bretaña (huelga de los
mineros, portuarios, empleados públicos, etc.) en vísperas de elecciones
nacionales”
Es, evidentemente, una tesis provocativa, pero la historia contemporánea
es generosa en situaciones conspirativas (el curioso hundimiento del
acorazado “Maine” en la guerra hispano-yanqui de 1898, el “sorpresivo”
ataque a Pearl Harbor en 1945, la supuesta existencia de “armas de
destrucción masiva” en la Guerra de Irak, por citar algunos sospechosos
ejemplos). Pero en este caso particular, la “pequeña guerra” se salió de
su cauce previsto; no solo por la inesperada y eficaz resistencia
argentina que produjo tremendas pérdidas en la flota atacante, sino por
la sorprendente solidaridad de los países de Hispanoamérica, que
enterraron la balcanización impuesta por la cancillería inglesa y
sentaron, en ese momento, las bases constitutivas de la actual
Declaración de Cancún y del UNASUR.
Resumiendo:
Las Malvinas son argentinas. Porque fueron españolas
Las Malvinas son argentinas. Porque son la prolongación de la Patagonia.
Las Malvinas son argentinas. Porque se alzan en la plataforma submarina del Atlántico Sur.
Las Malvinas son argentinas. Porque están bañadas en el Mar Epicontinental Argentino.
Las Malvinas son argentinas. Porque así lo aceptó Inglaterra en el Tratado de Paz y Amistad de 1825.
Las Malvinas son argentinas. Porque ninguna nación del mundo puede
presentar mejores títulos para su posesión y dominio que la República
Argentina.
Las Malvinas son argentinas. Porque Inglaterra no protestó por los actos
de posesión y afirmación nacional cumplidos en Puerto Nuestra Señora de
la Soledad por la Fragata “Heroína en 1820, y el bergantín “Belgrano”,
en 1825.
Las Malvinas son argentinas. Porque Inglaterra no protestó por la ley de
Buenos Aires de 1821 acerca de la caza de anfibios en las costas
patagónicas e islas adyacentes.
Las Malvinas son argentinas. Porque Inglaterra no se opuso a los
contratos de explotación y pesquería suscriptos por el gobierno
argentino con Pacheco, en 1823, y Vernet, en 1828.
Las Malvinas son argentinas. Porque sobreviven importantes reliquias
toponímicas y folklóricas del antiguo dominio argentino en las islas,
tales como el nombre criollo de numerosos lugares y la designación,
también criolla, sin excepción, de todos los aperos y pelajes del
caballo, compañero inseparable del gaucho y el indio y “que fue como un
asta para la bandera que anduvo sobre él”.
Las Malvinas son argentinas. Porque así lo expresa categóricamente la
Constitución Nacional: “La Nación Argentina ratifica su legítima e
imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y
Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes,
por ser parte integrante del territorio nacional”.
Las Malvinas son argentinas. Porque, tal como lo planteó el
internacionalista uruguayo Héctor Gros Espiell, jamás ha existido en las
islas Malvinas durante la ocupación inglesa un pueblo, en la acepción
que la expresión tiene en el derecho Internacional actual. Un pueblo, en
sentido jurídico internacional, es una comunidad humana con historia y
una conciencia de su individualidad, que desea mantener su carácter
propio, su querer vivir colectivo, mediante un status jurídico que
asegure la preservación de su ser específico, que no se reconoce inmerso
en la colectividad nacional de la potencia colonial y que siente como
una afrenta el dominio colonial y extranjero que lo subyuga.
Las Malvinas son argentinas. Porque en vista de lo antedicho, cuando no
existe un pueblo como titular del derecho a la libre determinación y
cuando, además, el territorio usurpado por la potencia colonialista
formaba parte del estado al que la agresión imperialista desmembró, la
aplicación correcta del principio de la libre determinación exige que
ese territorio sea reintegrado al del Estado del que arbitrariamente fue
separado.
Las Malvinas son argentinas. Porque el principio de autodeterminación
fue descaradamente desestimado en 1971 con los pobladores nativos y
originarios de la isla Diego García ubicada en el Océano Indico. La
población, en su totalidad, fue deportada a cientos de kilómetros para
instalar una base norteamericana merced a un acuerdo secreto con el
Reino Unido dada su importancia estratégica (similar a la de las
Malvinas).
Las Malvinas son argentinas. Porque son las islas del tesoro negro.
Según el gobierno isleño, hay el equivalente a más de 60.000 millones de
barriles en las aguas adyacentes al archipiélago. Otros cálculos más
conservadores hablan de 18.000 millones de barriles. En cualquier caso,
es una riqueza que supera por amplísimo margen las reservas totales de
crudo de la Argentina y Gran Bretaña.
Las Malvinas son argentinas. Porque ni el acta de rendición de Puerto
Argentino del 14 de junio de 1982, ni los acuerdos debatidos en España a
partir del 17 de octubre de 1989, ni la declaración (o tratado) de
Madrid del 15 de febrero de 1990 cerraron el debate relativo a la
soberanía nacional sobre las islas, dado que el 5 de noviembre de 1982
la ONU declaró que la cuestión de la soberanía debía resolverse mediante
negociaciones e instó a negociar entre las partes. Es decir, las
Naciones Unidas dejaron bien claro que la guerra no resolvió el
diferendo territorial.
Las Malvinas son argentinas. Aunque ciertos operadores nativos del
“mundialismo” y la “globalización”, intentan imputar a un supuesto
“territorialismo” nacionalista la falta de “realismo periférico” y el
aislamiento internacional; con el consiguiente desaliento de inversiones
externas, sin aclarar los motivos de la voracidad territorial de los
países centrales sobre la periferia.
Las Malvinas son argentinas. Y no un páramo helado que da pérdidas. Por
eso Inglaterra no las ha devuelto ni tiene intención de hacerlo. Este
criterio lo ha repetido – y continua haciéndolo – cierto sector de
ignorantes que repiten una falacia hábilmente impuesta por la anglofilia
y los medios de comunicación financiados desde Londres. Por el
contrario, son el reservorio de alimentos y energía del futuro y la
llave natural de comunicación interoceánica, en caso de inutilización
del Canal de Panamá.
Las Malvinas son argentinas. Porque la Guerra del Atlántico Sur no fue
una querella e privada entre dos aficionados al whisky – la Dama de
hojalata y el General de charretera y moña – con el objeto de apuntalar
sus respectivos frentes internos erosionados por el descontento popular.
Fue la eclosión de una escalada que comenzó en el año 1975 (retiro de
embajadores, disparos disuasivos del destructor Storni, etc.) cuando se
dimensionaron las gigantes reservas de petróleo que podía contener el
Mar adyacente a Malvinas y el Mar Epicontinental también.
Las Malvinas son argentinas. Porque constituye la mayor controversia de
soberanía existente en el planeta: un enorme espacio territorial
marítimo, mayor aún que la superficie territorial argentina.
Las Malvinas son argentinas. Porque quieren convertirlas en la cabecera
de playa de las plataformas de los yacimientos del Mar del Norte en vías
de agotamiento. Las reservas del Atlántico Sur están estimadas en 6
billones de dólares, monto que representa 40 veces nuestra ilegítima
deuda externa, o el producto interno bruto de nuestro país a lo largo de
treinta años.
La posesión inglesa en las Islas Malvinas, basada en la agresión injusta
y en el uso de la fuerza sirve de base para reclamar en forma
arbitraria y ridícula supuestos derechos sobre la zona de proyección
hacia el Polo Sur de las Islas Malvinas, pretendiendo que la Antártida
Argentina, comprendida en esos límites, son “dependencias de las Islas
Falkland”, como ellos la llaman.
Además del fundamento deleznable del derecho invocado, se desconoce la
obra admirable de descubrimiento y ocupación permanente realizada en la
inhóspita región por la República Argentina, desde hace más de medio
siglo.
Las Malvinas son argentinas y la Antártida de los sudamericanos.
José Luis Muñoz Azpiri (h) es periodista, escritor e investigador.
Autor de numerosos ensayos sobre diversas especialidades, es egresado de
la Escuela de Defensa Nacional y ha realizado estudios superiores de
Ciencias Antropológicas e Historia en la Universidad de Buenos Aires y
la Universidad del Salvador, respectivamente. Colaborador de diversos
medios nacionales y del exterior, ha recibido numerosas distinciones,
entre ellas, la máxima distinción de la Comisión Permanente de Homenaje a
Juan Facundo Quiroga: la Gran Cruz “Religión o Muerte”. Miembro de la
Secretaría de Cultura de la Presidencia de la Nación, actualmente se
desempeña como director del área de prensa y difusión del Instituto
Nacional de Investigaciones Históricas “Juan Manuel de Rosas”. Coautor
de “Malvinas, la otra mirada” y autor de numerosos trabajos sobre
historia y antropología, su último libro es “Soledad de mis pesares.
Crónica de un despojo”.
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