Pacho O´Donnell
Hay un proyecto en la Legislatura capitalina de
modificar el nombre de Juan Manuel de Rosas impuesto a una estación de subtes
por el de “Juan Manuel de Rosas/ Villa Urquiza”. Se trata, claro está, de una
afrenta a la memoria del Restaurador. Una más. Como si el paso de más de un
siglo y medio de nuestra historia no hubiera sido suficiente para paliar el
odio contra quien propuso una organización nacional antagónica a la liberal
finalmente triunfante por las armas.
Lo que no puede discutírsele a Rosas es que él fue el formador del
estado argentino. Tanto fue así que es durante su gobierno que comienza a
hablarse de “República Argentina”. Y estos procesos históricos, a nivel
mundial, han sido inevitablemente violentos y crueles. Para crear estado
(“state-making”) siempre y en todas partes fue necesario arrasar con la
autonomía de entidades feudales, de ciudades, de órdenes religiosas o,
simplemente, de otras organizaciones políticas de base territorial que
perdieron guerras con los “centros” que acabaron por imponer su dominio
integrador en unidades mayores.
Los Estados Unidos de Norteamérica solo logrará
su constitución como estado luego de la sangrienta Guerra Civil.
Durante su gobierno las elites europeizadas
del puerto, en parte emigrados a la Banda
Oriental , no toleraban que a raíz del bloqueo de la armada
francesa a Buenos Aires en 1838 estuviera en guerra nada menos que contra “su”
Francia y que las calles porteñas ya no fueran testigo de sus paseos y de sus
apasionadas discusiones sino que ahora las transitaban los plebeyos, los
bárbaros mal entrazados, de apellidos sin relieve ni historia, de barbas
desprolijas y vestimentas no “a la page”.
Unitarios y
“cismáticos” llevaron su oposición a
Rosas hasta extremos inconcebibles: “Los que cometieron aquel delito de leso
americanismo” –confesará años después uno de ellos, con su habitual franqueza,
Domingo Sarmiento-, “los que se echaron en brazos de la Francia para salvar la
civilización europea, sus instituciones, hábitos e ideas en las orillas del
Plata fueron los jóvenes; en una palabra, ¡fuimos nosotros!”. Está claro: de lo
que se trataba era de salvar, en Argentina, “la civilización europea” y no la soberanía nacional.
Nuestra
historia oficial nunca logró digerir la cláusula tercera del testamento del
general don José de San Martín: “El sable que me ha acompañado en toda la
guerra de la independencia de la
América del Sur le será entregado al general de la república
Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de satisfacción que como
argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las
injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”. Es que San Martín, como militar de
alma que era, aborrecía el desorden y la indisciplina. Estaba seguro de que la
anarquía en que se había sumido su patria terminaría por derrumbarla y hacer
fracasar la lucha por su independencia, en la que él había invertido tantos
esfuerzos y sacrificios. Una de las últimas cartas que escribe el Libertador tres
meses antes de su muerte, con letra dificultosa, fue justamente a Juan Manuel
de Rosas: “(...) como argentino me llena de un verdadero orgullo, el ver la
prosperidad, la paz interior, el orden y el honor establecido en nuestra
querida Patria, y todos estos progresos
efectuados en medio de circunstancias tan difíciles en que pocos estados se
habrán hallado”.
Es ese el catecismo que siguen recitando quienes se niegan a
aceptar que, con sus claroscuros, Rosas es una figura fundamental en nuestra
historia y por lo tanto merece el debate y no la denostación.
Luego de rechazar la invasión de las armadas de las mayores potencias
de su época, Gran Bretaña y Francia, Rosas
tenía en 1848 una preocupación y una obsesión: el expansionismo del imperio del
Brasil, por cuya hostilidad habíamos perdido el Paraguay y el Uruguay. Tampoco olvidaba su colaboración con los
invasores europeos, que fuera enfatizada por el primer ministro británico Peel
cuando confesó que “en 1844 el gobierno brasilero pidió un esfuerzo por parte
de Inglaterra y de Francia para intervenir”.
Pero entonces,
insólitamente, se producirá la defección del jefe del ejército argentino, Justo
José de Urquiza, quien buscará una alianza con el país en beligerancia con su
patria. Nuestra
historia oficial argumentará que el entrerriano lo hizo para defenestrar al tirano
y dictar una constitución y que ello justificaba cualquier pacto con el diablo.
Sin embargo uno de sus secretarios privados, Nicanor Molinas, lo explicará años
después y sin ánimo de crítica, por móviles económicos: “Al pronunciamiento se
fue porque Rosas no permitía el comercio del oro por Entre Ríos”. También el
brasileño Duarte da Ponte Ribeiro, delegado ante la Confederación ,
escribe en el mismo sentido a su primer Ministro Paulino el 23 de octubre de
1850: “Urquiza no solamente es el gobernador (de Entre Ríos) sino también el
primer negociante de su provincia y las negativas de Rosas lo perjudicaban
enormemente como negociante”.
En los fogones de la pampa
bonaerense se cantaría:
“¡Al arma, argentinos,
cartucho al cañón!
Que el Brasil regenta
la negra traición.
Por la callejuela,
Por el callejón, que a
Urquiza compraron
por un patacón.
¡El sable a la mano
al brazo el fusil,
sangre quiere Urquiza,
balas el Brasil!”.
Es, insólitamente, el nombre
de quien lo traicionara y lo venciera el que se desea unir al del Restaurador
en la estación de subte. El mismo criterio estúpido y vengativo que erigió la
estatua de Juan Lavalle en el solar de la familia Dorrego.
eL SABADO PASADO,EL HISTORIADOR HUGO CHUMBITA,NOS Alertó,DESDE RADIO NACIONAL FOLKLORICA,EN SU PROGRAMA DE "HACHA Y TIZA "lA MAYORIA TILINGA ,DE LA LEGISLATURA PORTEÑA ESTARá ESPERANDO EL DECESO DE "BALCARCE " O EL RENUNCIAMENTO "O QUIZAS(LO MAS SEGURO)EL DICTAMEN DEL GRAN DURAN BARBA,ELEGIR UNA Estación DE SUBTE,PARA LA SEPULTURA DEL PERRO....
ResponderEliminarSALUDOS HUGO R. SCHAFFER