Desde los días mismos de la Independencia ha existido una duplicidad de criterios respecto de los contenidos específicos de la solemne declaración de Tucumán. Para unos, el 9 de julio de 1816 se quiso proclamar la emancipación rioplatense; para otros, la intención fue continental.El mismo 9 de julio firmó Pueyrredón en Tucumán una circular a los pueblos por la que comunicaba la buena nueva, y de allí, seguramente, nace la confusión, pues dice:
“El soberano Congreso de estas Provincias Unidas del Río de la Plata ha declarado en esta fecha la independencia de esta parte de la América del Sur de la dominación de los Reyes de España y su Metrópoli, según la Augusta resolución que sigue:
El Tribunal Augusto de la Patria acaba de sancionar en Sesión de este día por aclamación plenísima de todos los Representantes de las Provincias y Pueblos Unidos de la América del Sud juntos en congreso, la independencia del País de la dominación de los Reyes de España y su Metrópoli. Se comunica a V.E.esta importante noticia para su conocimiento y satisfacción, y para que la circule y haga pública en todas las Provincias y Pueblos de la Unión. Congreso en Tucumán a nueve de julio de mil ochocientos del diez y seis años. Francisco Narciso de Laprida, Presidente. Mariano Boedo, Vicepresidente, José María Serrano, Diputado Secretario, Juan José Passo, Diputado Secretario.
Lo comunico a V.E. para que determine la solemne publicación y celebración de este dichoso acontecimiento, y circule sus órdenes al mismo efecto a todos los puelos y Autoridades de esa Provincia”.
A la vista de esta circular y del Acta, resulta que “el congreso de estas Provincias Unidas del Río de la Plata” declaró la Independencia de “las Provincias Unidas en Sudamérica”; y de allí algunos han inferido rápidamente que la expresión continental tuvo valor de mera referencia, sin otra implicación de tipo político. Es del caso analizar el problema a la luz de estos y otros testimonios. Toda acción humana es intencionada, y la historiografía aspira, precisamente, a mostrar la realidad ocurrida con las intencionalidades que le proveen su peculiar significación. En 1966 realizamos un trabajo en equipo con Irene Calvo, María Rosa Mateos y Aurora Ravina, que presentamos al Cuarto Congreso Internacional de Historia de América, sobre los Contenidos americanos de la Declaración de Tucumán, con el propósito de aclarar debidamente el sentido de esa declaración. Aquí expondremos sucintamente sus conclusiones.
La línea lautarina
El 26 de marzo de 1816 se iniciaron las sesiones del Congreso con la presencia de las dos terceras partes de los diputados electos. El litoral y la Banda Oriental no enviaron representantes y quedaron, así, marginados de las Provincias Unidas cuya soberanía asumió el Cuerpo.
Buen número de diputados presentes pertenecían a la Logia Lautaro, o simpatizaban con ella en los propósitos de auspiciar la unidad política continental, comforme a los ideales postulados por la Gran Reunión Americana. Por lo mismo, veían con honda desconfianza las pretensiones localistas que enarbolaban las banderas federales.
Este federalismo estaba muy lejos de la ortodoxia doctrinaria que a su hora fijaron Hamilton, Madison y Jay. Tal vez Artigas haya tenido una conciencia clara de los puntos de vista que correspondían al federalismo. Los demás, solo sabían por mentas que el régimen federal respetaba las autonomías locales, y entendían a su manera el significado de federación. Y nada tiene de raro que ello ocurriera en toda Hispanoamérica, cuyas instituciones tradicionales eran básicamente distintas de las norteamericanas. Allá las autonomías han tenido desde los comienzos de la colonización una significación concreta tanto en lo político como en lo económico, mientras que en el Río de la Plata esas autonomías representaban regímenes patriarcales que procuraban defender los intereses económicos internos de la voracidad hegemónica de Buenos Aires.
Ante la experiencia vivida, la Logia entendía que la unidad continental que auspiciaba solo podía lograrse a través de una centralización del poder político, y estimaba -conforme al criterio imperante en la época de la Restauración- que la solución más adecuada se lograría mediante una monarquía constitucional. La otra alternativa era una dictadura fuerte que impusiera el orden homologando intereses y obtuviera la paz interior necesaria para el desenvolvimiento nacional. La monocracia se consideraba indispensable para la unidad continental, pues entendían que la indiscriminada deliberación de los pueblos iba a engendrar secesión.
Conforme a ese criterio, es claro que la “monarquía temperada” resultaba inmejorable, ya que el afán parlamentario de los federalistas podía tener su salida en la representatividad de las Cámaras, mientras se aseguraba la concentración de la fuerza militar y el poder político e, incluso, se evitaba todo resquemor de los soberanos europeos por el establecimiento de repúblicas.
El Acta de Independencia
Pero de cualquier manera, y antes de establecer la forma de gobierno, entendían los lautarinos que era preciso denunciar la existencia de un país soberano, cuya estabilidad política estuviera avalada por suficientes recursos económicos, indudable cohesión nacional y firme fuerza militar. Así lo había señalado Miranda cuando proyectó la unidad sudamericana, entidad que, por sus condiciones potenciales, podía ser garantía de un régimen institucional sólido y duradero. Y así lo entendieron los lautarinos, que presionaron fuertemente para cristalizar los proyectos de Miranda.
Por esos motivos, el Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata extendió sus atribuciones para asumir la representatividad de las Provincias Unidas en Sudamérica. Quien recorra las páginas de El Redactor observará que de pronto, desde comienzos de julio de 1816, se eliminan las referencias a lo rioplatense y se comienza a ponderar lo sudamericano. Y el Acta de la Independencia, por supuesto, no está referida sólo al Río de la Plata, sino a todas las Provincias Unidas en Sudamérica.
El cambio de denominación
No se trata, pues, de un accidente, ni de un error, ni de una simple referencia geográfica. El cambio de denominación -Sudamérica en vez de Río de la Plata- tiene su fundamentación en indudables propósitos de unidad continental. En el momento, esa aspiración política estaba respaldada por una concepción estratégica que apuntaba a asegurar la unidad continental mediante la fuerza militar. Ya el Director Supremo había aprobado, el 24 de junio, la célebre Memoria de Tomás Guido, en que mostraba las efectivas posibilidades de libertar a Chile y al Perú, y desde entonces la política directorial apuntó a consolidar la unidad sudamericana mediante la liberación de distritos oprimidos que pasarían a constituir con el Río de la Plata un solo cuerpo político. El Acta de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica hacía posible que cualquier distrito continental, con sólo adherir a la declaración y enviar sus diputados al Congreso soberano, quedara de hecho y de derecho comprendido entre las provincias independizadas. Y fuera acreedor al apoyo económico y militar de sus hermanas, pues todas constituían el mismo Estado. La campaña militar que se preparaba tenía la intención, ya enunciada por los jacobinos de la primera hora, de extirpar del cuerpo nacional todo enemigo de la causa, mediante una guerra de conquista que asegurara la tranquilidad exterior necesaria para el ordenamiento interno.
La proyectada guerra contra el Brasil se trocaba ahora en acuerdos dinásticos que tendían a la unidad y a la pacificación; y en cambio se llevaba la acción bélica contra el irreconciliable enemigo que había abortado la Revolución en todo el resto de Hispanoamérica. Porque es del caso tener en cuenta que, el único lugar no reconquistado para el imperio hispánico era el Río de la Plata. Y de allí, forzosamente, tendría que salir la fuerza capaz de iniciar la liberación del continente y de promover la unidad política sudamericana que, simultáneamente reclamaba Bolívar desde Kingston, en su famosa Carta de Jamaica del 6 de septiembre de 1815. En esa misma línea intencional se halla la designación de Santa Rosa de Lima como patrona de la América del Sur, la aprobación de la bandera celeste y blanca como símbolo de independencia y soberanía sudamericanas, y el cambio de designación del jefe del Ejecutivo que comenzó a firmar documentos públicos como Director Supremo de las Provincias Unidas de Sud América. Y por eso mismo San Martín, en cumplimiento de la circular que ordenaba hacerla conocer “en todas las Provincias y Pueblos de la Unión” envió a Chile el Acta de la Independencia que Marcó del Pont hizo incinerar en acto solemne.
Con estos antecedentes, que suelen omitirse no siempre por olvido, resulta muy coherente el proyecto de restablecer la dinastía incaica en el restaurado imperio sudamericano e, incluso, las peligrosas tramitaciones ante la Corte lusitana para coronar un emperador de la América del Sur que invulara la sangre de Braganza con la de los Incas. No es del caso analizar aquí si eso estaba bien o mal; si era un disparate o una sensata medida política. Basta comprender esas tramitaciones, y ellas sólo son comprensibles si se atiende a la intencionalidad americanista de quienes las auspiciaron, volviendo en ese aspecto a los lineamientos del Plan Revolucionario de Operaciones.
Mito y realidad
La anacrónica posición de algunos historiadores, que creen poco “patriótico” señalar la similitud de contenidos intencionales de la Declaración de julio y la Carta de Jamaica, ha pretendido minimizar la importancia de la corriente continentalista. Así hasta se ha expresado un “dictamen”, formado por doce miembros, que afirmaron en tono apodíctico.
“… Nadie ignora que el anhelo de todos los habitantes de este suelo era el de constituir una nación independiente con las provincias que integraban el antiguo virreinato del Plata y no con los demás Estados de Sudamérica. A lo sumo, un reducido número de visionarios coincidía con el pensamiento de Bolívar en cuanto a una Confederación de Estados”.
Y como remate de esa aseveración, lanzada sin otra prueba que la hipotética auctoritas de los ínclitos opinantes, se agrega con un dejo de ironía:
“… Habría que preguntar si nuestros congresales de Tucumán creyeron alguna vez que en ese momento estaban representando también a Chile, Perú, Paraguay, Colombia, etcétera”.
Al margen de que en nuestros días ni los niños de pecho se conforman buenamente con el “criterio de autoridad”; al margen también de que no se es “autoridad” por el mero hecho de creerse tal; y pasando por alto, en fin, que en 1816 nadie podía creer nada de Colombia porque esa república fue proclamada por Bolívar en 1819, es bueno señalar en qué medida el chauvinismo incontrolado puede llevar a la formulación de aseveraciones gratuitas, incapaces de resistir el menor embate de una crítica objetiva.
No deja de ser curioso que quienes se dicen seguidores de Bartolomé Mitre se esfuercen por negar hasta las evidencias que surgen de la obra de dicho historiógrafo. Ni siquiera advierten que, entre multitud de otros documentos muy elocuentes, las Instrucciones reservadas impartidas a San Martín para su campaña sobre Chile, expedidas por el Director Supremo el 21 de diciembre de 1816, señalan de manera categórica e indudable la intencionalidad que sustenta la denominación Provincias Unidas en Sudamérica. El apartado 14° del “Ramo político y administrativo” de esas Instrucciones dice textualmente:
“Aunque, como va prevenido, el general no haya de entrometerse, por los medios de la coacción o del terror, en el establecimiento del gobierno supremo permanente del país, procurará hacer valer su influjo y persuasión, para que envíe Chile su diputado al Congreso General de las Provincias Unidas, a fin de que se constituya una forma de gobierno general, que de toda la América unida en identidad de causas, intereses y objeto, constituya una sola nación; pero sobre todo se esforzará para que se establezca un gobierno análogo al que entonces hubiese constituido nuestro congreso, procurando conseguir que, sea cual fuese la forma que aquel país adoptase, incluya una alianza constitucional con nuestras provincias”.
La directiva no tenía nada de asombrosa para San Martín; por el contrario, coincidía plenamente con su pensamiento, expresado de manera categórica al diputados mendocino Tomás Godoy Cruz en carta del 24 de mayo de 1816, donde a propósito de las advertencias que él haría al Congreso si fuera diputdo, decía: “1°) Los Americanos o Provincias Unidas no han tenido otro objeto en su Revolución que la emancipación del mando de fierro Español y pertenecer a una Nación”. La conjunción o denota allí indudablemente idea de equivalencia, e indica que para San Martín era indistinto decir Americanos que decir Provincias Unidas; y esos americanos querían pertenecer a una sola Nación. Lo mismo pensaba Manuel Belgrano cuando auspiciaba coronar al Inca en el imperio sudamericano que tendría por sede el Cuzco; lo mismo también Güemes, que recibió alborozado el proyecto; lo mismo Acevedo, Serrano, Sánchez de Bustamante y, en fin, la inmensa mayoría de los diputados que apoyaron las gestiones tendientes a establecer una monarquía continental.
A la luz de las transcriptas Instrucciones de muchísimos otros testimonios concomitantes, resulta pues, que ese “reducido número de visionarios” que “coincidía con el pensamiento de Bolívar en cuanto a una Confederación de Estados”, estaba integrado por los principales jefes militares, los diputados de los pueblos representados en el Congreso y, como si ello fuera poco, también por el Director Supremo, a quien el Congreso confió la dirección política de las Provincias Unidas para que ejecutara las disposiciones del Cuerpo Soberano. Y es claro que dicho funcionario, vocero natural del Congreso, tenía que entender -a pesar de la académica ironía- que los diputados reunidos en Tucumán querían representar a “toda la América unida en identidad de causas, intereses y objeto”, razón por la cual los pueblos sudamericanos debían constituir “una sola Nación” o, en su defecto, vincularse políticamente por una “alianza constitucional”, lo que equivale a formar una Confederación de Estados similar a la que auspiciaba Simón Bolívar en la Carta de Jamaica, sin que, al efecto, importe demasiado si esa unidad política se lograría con una monarquía o una república. Para quien sepa leer -y lo haga libre de prejuicios y sin segundas intenciones- queda incontrastablemente demostrado que la campaña sobre Chile llevaba implícito el proyecto de organización política continental de las Provincias Unidas en Sudamérica.
El transcripto apartado de las Instrucciones entregado a San Martín no tiene, ni mucho menos, carácter de inédito ni de poco conocido. Lo reprodujo in extenso Bartolomé Mitre en su Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, apareció íntegro en el Tomo III, páginas 402 a 416 de los Documentos del Archivo de San Martín, y ha sido agregado también en el Tomo IV, páginas 571 a 575 de los Documentos para la historia del Libertador General San Martín publicados conjuntamente por el Museo Histórico Nacional y el Instituto Nacional Sanmartiniano. Por poco dedicado y perspicaz que sea un investigador, parece que resulta demasiado gruesa la omisión heurística y no puede aducirse olvido por parte de quienes todavía niegan los contenidos americanos del movimiento emancipador.
Sin duda, tuvo razón Eulalio Astudillo Menéndez cuando, en la Revista Militar, afirmó hace 29 años que “el Congreso de Tucumán fijó el plan de operaciones de San Martín”. Y es también indudable que la Declaración de la Independencia, hecha al molde de la Logia Lautaro, retomó el plan jacobino (y mirandino) de constituir el Estado Americano del Sur, y fijó la magnitud continental de la Revolución
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