Antes de responder voy a recordar un hecho personal. Fue en 1913 que comencé a enseñar historia argentina a nivel secundario, y me valí de un texto entonces bastante generalizado, el de Cánepa-Larrouy; más adelante utilicé otros varios. Como tenía por seguro que tales textos eran fidedignos, enseñé esa asignatura con gusto y hasta con entusiasmo. Pero fue en ese mismo año que empecé a frecuentar el Archivo General de la Nación y con el correr de los años fui viendo lo poco verídico que eran los textos que usaba en clase con mis alumnos, ya que, cada dos por tres, tenía que decirles: "esto es inexacto", "es todo al revés", "nada hubo de prócer" en este hombre", "tachen todo lo que sigue porque es falso", etc. Hacia 1935 reconocí que ese obrar era desmoralizador, para mí como para mis alumnos, y pedí que me quitaran esa asignatura. A los pocos años me vi libre, por fin, de esa pesadilla, pues pude dejar la historia argentina por la literatura de 4° y 5° años.
Como entre esos años de 1913 y 1935 fui haciéndome amigo de no pocos hombres que se dedicaban a los estudios históricos -Enrique Peña, Rórmulo Carbia, Luis María Torres, José Juan Biedma, Enrique Udaondo y otros-, fui observando que también ellos disentían de las doctrinas, ideas y juicios consignados por los libros de texto y tenían por los mismos un desprecio nada común. Algunos de ellos, sin embargo, opinaban que era necesario hacer "patriotismo", aunque esto implicara tolerar que, en vez de historia, se propinara a los jóvenes una historia "mejorada" con figuras esplendorosas, con hechos impactantes, para corregir después los pequeños que se hubiesen enseñado. Pero, decía yo a uno de ellos, "a base de mentiras, ¿se puede establecer algo firme y sólido? ¿Cree usted que nuestros jóvenes son tan dormidos que no ven la mentira?" Tal vez entonces no pasaba, pero hoy pasa: un niño oye al maestro que pone por la nubes a un Monteagudo y en casa lo dice a su padre, y oye de éste que el tal era un degenerado; oye maravillas de Castelli y, al llegar a casa, oye que era un disoluto, un blasfemo, un burlón de todo lo sagrado y brazo derecho de Moreno en el asesinato múltiple de Cabeza del Tigre.
Si hoy no vivimos de la mentira, cierto es que durante décadas hemos vivido de ella. Recuerdo que allá por 1940 el Dr. Ricardo Levene escribió que a raíz de los sucesos de mayo de 1810 la cultura adquirió un auge repentino y colosal. "Pero, doctor, si fue todo lo contrario; hasta la instrucción pública sufrió un eclipse total o casi total." A lo cual respondió: "Reconozco que ésa es la realidad, pero nos acribillan si lo decimos". ¡Mentir para no ser acribillados! Hace pocos años fue acribillado un noble estudioso, Blas Barisani, por haber dicho la verdad sobre aquel homo animalis, que es como Goyena calificó a Sarmiento. Jamás vio el país de los argentinos un mentiroso del calibre de este "prócer".
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Lo que hasta ayer enseñaban nuestros textos escolares acerca de lo que fue la colonización española en América y, sobre todo, en el Río de la Plata, era algo indignante. Los autores se habían inspirado en la literatura bélica posterior a 1815, principalmente en el falsísimo Manifiesto de las Naciones que dio al público el Congreso de Tucumán. Se decía que aquella fue una época de barbarie y esclavitud. ¡Pobres gentes aquellas! Hoy sabemos que fueron gentes felicísimas, en cuanto cabe a los mortales en este mundo, y que desde 1536 hasta 1810 la ola cultural, además de seria y profunda, fue cada vez más amplia y luminosa, y que mayor libertad jamás la hubo en el país. A esa época corresponde también una democracia sincera y sin careta, donde los gobernantes no miraban por los intereses de algunos ciudadanos sino de la masa de la población. El amor al Rey y el orgullo de pertenecer a España perduró hasta que fueron desapareciendo los nacidos en aquellos tiempos y los hijos de éstos.
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La Revolución de Mayo no tuvo el carácter de "revolución" que le dan los libros de texto. Fue una "evolución", nada más, y si en 1815 se convirtió en "revolución", fue Fernando VII quien dio a la "evolución" ese carácter. No en vano, en una discusión habida en la Sala de Representantes en la época de Rivadavia, hubo quien manifestó que el prócer máximo de la Argentina era Fernando VII. La primera clarinada de guerra la dio Francisco de Paula Castañeda desde el púlpito de la Catedral de Buenos Aires, el 25 de mayo de 1815, cuando dijo: "Ya que Fernando VII no ha sabido apreciar nuestra felicidad y se ha negado a premiarnos por haberle sido fieles, antes nos declara la guerra, aceptemos el reto y combatamos contra él". Es posible que hubiese algunos hombres que pensaran en la independencia política con respecto a España, y que este número fuera en aumento en los años sucesivos, pero no la era la idea matriz en 1810. Por otra parte, tanto Belgrano como Rivadavia, en el memorial que presentaron al Rey en ese mismo año de 1815, manifestaban que habían acabado con la vida de Álzaga y la de sus compañeros por haberse levantado contra Su Majestad. Y sin duda que Moreno habría dicho lo mismo con respecto a Liniers y los caballeros de Córdoba por haber conspirado contra los derechos de Fernando VII. Digamos que si no fue ése el caso, los hombres de mayo fueron unos perjuros, falsarios y mentirosos, ya que una y otra vez juraron solemnemente conservar intactos estos dominios para Fernando VII.
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Para muchos la proceridad de Mariano Moreno va amenguando sensiblemente. Es un globo que día a día se desinfla. Además de patriota de la segunda hora, entró en las filas de los patriotas contra su voluntad, ya que, si votó en el Cabildo Abierto del 22 de mayo, fue por "la insistencia majadera" de Martín Rodríguez. Sea cual fuere el motivo para arcabucear a los hombres de Córdoba, ello fue sin proceso alguno, ni el más rudimentario, lo que es explicable en los bárbaros del Congo pero no en personas cultas y que se aprecian. Envenenó las mentes de sus contemporáneos al publicar el Contrato Social de Rousseau, obra de la cual dijo Jules Lemaître que era "la más oscura de las publicaciones del ginebrino y, a la postre, la más nefasta"; tan nefasta que los hombres que la leyeron sacaron la gran lección: todos los hombres son soberanos y, por ende, todos tienen derecho a mandar y nadie tiene el deber de obedecer. Así se explica el que, entre 1811 y 1820, llegaran a ser 32 (así: treinta y dos) los gobernantes que hubo en Buenos Aires. Felizmente los maestros de escuela abominaron el Contrato Social como texto, que Moreno quiso imponer, y lo dejaron. Una de dos: o Moreno no había leído lo que quiso que fuera texto escolar, o tenía una idea disparatadísima de lo que era una escuela o colegio.
La Asamblea del Año XIII, que no pasó de ser una farsa y cuyo fin no parece haber sido otro que el de enaltecer a Carlos de Alvear, sigue siendo objeto de admiración por los valientes pasos que dio hacia la independencia, dicen, siendo así que ni asomo hubo de esa índole. El haber aprobado un escudo y una marcha patriótica nada prueba. Desde hacía siglos toda ciudad europea contaba con su escudo y con su himno o marcha. Por el contrario, tan españolista era esa Asamblea que hasta copió, sin cambio alguno sustancial, e hizo suyos los decretos de las cortes de Cádiz. Elegidos los componentes de esa Asamblea en la forma más antidemocrática imaginable, ningún afán mostraron por los intereses del país, pero declaró benemérito de la patria en grado heroico a Carlos de Alvear y le nombró Director Supremo.
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Felizmente ese gobierno duró sólo tres meses y seis días, ya que Álvarez Thomas acabó con aquella bufonada, pero para instalar otra, aunque mejorada. Circense eximio fue Alvear, además de deshonesto. La caída de Montevideo era una realidad gracias a los esfuerzos de Rondeau, cuando obtuvo reemplazar a ese buen soldado y atribuirse una gloria ajena. En la batalla de Ituzaingó, perplejo y boquiabierto, nada hizo sino ser el causante de la inútil muerte del bravo Brandsen. José Juan Biedma comenzó a publicar un magno diccionario biográfico, pero al llegar a Carlos de Alvear suspendió su trabajo. "O digo la verdad de que fue el único traidor a la Revolución de Mayo o dejo de publicar la obra; pero no puedo ni debo mentir; luego, ceso de publicar este diccionario." También en Estados Unidos hubo un traidor y fue ahorcado en pública plaza; al nuestro se le ha levantado un magnífico monumento en otra plaza.
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Si en Alvear todo fue vanidad, en Rivadavia todo fue engreimiento. Aun más, fue pedantismo. Lo asegura uno que era gran amigo suyo, el general Tomás Iriarte, quien nos dice que don Bernardino importó el pedantismo, esto es, la vana ostentación, el bluff, la falsía y la mentira organizadas. Por eso creó y financió generosamente a varios periódicos cuya misión era exaltar todos y cada uno de los actos de ese mandarín infatuado. Recuérdese que ya Mariano Moreno había destacado esa fanfarronería de Rivadavia, cuando escribió que hacía ostentación de saberlo todo siendo verdad que nada sabía y era una nulidad. Toda su vida fue un simulador, un embaucador, un engañador. Mediante medios nada dignos supo rodearse de un grupito de aduladores que le cantaron loas tan entusiastas como falsas. El auri sacra fames era su ideal y, a fin de tener recursos para seguir engañando, robó los bienes de la iglesia, aun los del santuario de Luján, y a eso llamó "reforma eclesiástica". Aminoró de tal suerte los sueldos de los soldados que habían peleado en Tucumán y Salta, que tuvieron que pedir limosna por las calles a fin de poder subsistir, y a eso se llamó "reforma militar". Fundó la Sociedad de Beneficencia, es decir, cambió el nombre a la Hermandad de la Caridad y puso a su frente, en vez de unas mujeres modestas que trabajaban eficientemente, a damas aristocráticas que no hicieron ni la mitad de lo que aquellas hacían. Los decretos eran a diario, pero no para Buenos Aires sino para París, ya que aquí eran irrealizables. Aquí la "presidencia permanente" era de lo más pintoresco que hasta entonces había visto el país, pero en Europa hizo ver, aun a los ciegos, el maravilloso esplendor de la política argentina. Presidencia sin Constitución era como mate sin yerba, era silla sin patas, era tinta sin negrura o de algún color. De Don Bernardino se ha podido decir, con toda exactitud: "Hizo algunas cosas buenas pero pésimamente, y muchas malas excelentemente". Hizo construir la fachada de la Catedral, es verdad, pero tan mal que desentona con el interior. Estableció el Cementerio de la Recoleta, pero usurpando cínicamente y criminalmente lo que era el Convento de los Padres Franciscanos. ¡Bluff y pedantismo!
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Desde hace más de medio siglo estamos en que el juicio justo de este gran circense es el que emitió San Martín: "Sería cosa de nunca acabar si se enumerasen las locuras de aquel visionario de Rivadavia ... me cercó de espías, mi correspondencia era abierta con grosería. Los autores del movimiento del 1º de diciembre [con el asesinato de Dorrego] son Rivadavia y sus satélites... y consta los inmensos males que estos hombres han hecho, no solamente a este país sino al resto de América con su conducta infernal..." Nada más exacto.
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Si se tiene presente cómo el que esto escribe se vio forzado a dejar la enseñanza de la historia patria para no estar corrigiendo y enmendando día a día, y si se tiene presente que nuestros niños son demasiados listos y despiertos para no captar la mentira, es preciso acabar con tanta falsía. Carlyle lo dijo: "La mentira sólo existe para ser aplastada y ella pide y suplica que sea aplastada y descuartizada."
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