Los primeros argentinos que lo
glorificaron, aparte de sus federales, fueron dos de las figuras mayores
que dio el país en el siglo pasado: José de San Martín y Juan Bautista
Alberdi. El primero, como es sabido, legó su sable a Rosas, tras la
segunda guerra de la independencia. Alberdi, en cartas de 1864 menos
conocidas, hizo llegar a don Juan Manuel un plan para su autodefensa
frente a los ataques de la prensa liberal de Buenos Aires. En carta a Máximo Terrero, del
14 de agosto del año citado, Alberdi le aconsejaba cómo debía encarar la
memoria-alegato y, entre otras cosas, le indicaba: "Debe reducirse a
tres cosas: "cifras documentos, hechos", y también: "No hay que olvidar
el testamento de San Martín". El 20 de setiembre le decía al propio
Rosas: "El ejemplo de moderación y dignidad que Ud. está dando a nuestra
América despedazada por la anarquía, es para mi, una prenda segura de
que le esperan días más felices que los actuales".
Esos días felices han llegado y
el Restaurador los vive, retirado no ya en Southampton, ni en la Guardia
del Monte, ni en Río Colorado, sino en el corazón de su pueblo,
descolonizado y autoconsciente. La sanción derogatoria cumplida por las
Cámaras no hace otra cosa que oficializar una reivindicación que empieza
antes de 1877. El mismo don Juan Manuel entrevió lo que ocurría con el
juicio de la posteridad sobre su persona, cuando, en marzo de 1869,
escribió a su más fiel amiga Josefa Gómez: "No pueden escribir la
historia de Rosas, ni ser jueces, los amigos, ni los enemigos, las
mismas víctimas que se dicen, ni los que puedan ser tachados de
complicidad. En cuanto al Juicio, corresponde solamente a Dios, y a la
Historia verdadera, pueden juzgar a los pueblos, que facultaron a Rosas
con la suma del poder por la Ley, y porque así lo conservaron esos
pueblos (teniendo las armas en sus manos) a pesar de sus constantes y
reiteradas renuncias continuas". La referencia del Restaurador a
"los pueblos" que lo facultaron, concierne al reconocimiento de la
soberanía del pueblo, tesis central del historicismo federal. Y hoy, la
vuelta de Rosas es el símbolo más terminante de la descolonización
mental de los argentinos.
Si años ha fue Rosas la figura
elegida para librar batalla contra la alienación espiritual de la
Argentina colonizada, es porque ella constituía el nudo del teorema
iluminista que dio sustento a nuestra República liberal y mercantil. Fue
Rosas el gran antiiluminista de nuestra historia. Si no lo entendemos
así no podemos dar en el clavo. Rosas, es decir un estanciero pampeano,
que se aferra a un historicismo de medios, cuando la Europa salida del
siglo XVIII y de la revolución europea reclamaba en el Río de la Plata
una política de medios iluminista: que se volcase de golpe a la Europa
"civilizada" sobre la "barbarie", como decían no solamente los
redactores de la Revue des Deux Mondes, sino también en buen castellano,
un genial autor sanjuanino que terminó sus días en el Paraguay. Cuando Juan Bautista Alberdi, en
su poco estudiado Fragmento preliminar, de 1837, planteó la vigencia y
la legitimidad del historicismo rosista (y en esto coincidía con Marco
Manuel de Avellaneda, Marcos Paz y aún Esteban Echeverría), no hizo otra
cosa que reelaborar las ideas esenciales de la memorable "Carta de la
Hacienda de Figueroa", que Facundo recibió en las vísperas de su
sacrificio en Barranca Yaco. Por supuesto que don Juan Manuel no estaba
solo en esa Argentina de la década 1830-1840, recién salida de dos
ciclos de anarquía, cuales habían sido los iniciados por la Constitución
rivadaviana de 1819 y con la inmolación de la primera víctima del
iluminismo, el coronel Manuel Dorrego.
"Los pueblos, como los hombres,
no tienen alas; hacen sus jornadas a pie, y paso a paso. Como todo en la
creación, los pueblos tienen su ley de progreso y desarrollo, y este
desarrollo se opera por una serie indestructible de transiciones y
transformaciones sucesivas". No son conceptos de Rosas, ni de Pedro de
Angelis (el traductor de Vico), ni del padre Castañeda. Son de Alberdi;
del mismo que enseñaba que la democracia "es el fin, no el principio de
los pueblos". Es decir, de alguien que planteaba un iluminismo de fines
pero no de medios. El doctor Juan Pujol, en un
escrito inédito o poco menos que tituló Introducción a la historia de
los partidos políticos de la República Argentina, observa que Rivadavia
"ha demostrado palpablemente que no tenía la más mínima idea de la
estructura real de la nación; sus errores todos provienen de que el
médico ignoraba la anatomía del cuerpo que quería poner en estado de
robustez y desarrollo". Nadie podrá decir que Pujol era rosista. El pensador mendocino Manuel A.
Sáez, en un texto de 1880 sobre federalismo y unitarismo, interpreta el
surgimiento de la Dictadura con estas palabras: "Para evitar ensayos
ruinosos de organización, las provincias apoyan la dictadura. La
dictadura se ejerció y las provincias todas la sostuvieron para evitar
la repetición de ensayos ruinosos de organización, y para destruir los
gérmenes de la discordia que la postergaba por tiempo indefinido,
habiéndose empleado un cuarto de siglo que forma una época luctuosa en
nuestra historia; para restablecer las cosas al estado en que se
encontraban cuando se abusó de la buena disposición de los pueblos para
constituirse en nación". Pocos tienen hoy en la memoria
lo dicho por Lucio V. Mansilla cuando, en sus Rosas, señala la debilidad
"de todo plan orgánico que pecando por el lado de la ideología
científica no toma en cuenta el modo de ser nativo, los antecedentes
históricos, la doble esencia del hombre, carne y espíritu, substancia y
materia, atavismos, preocupaciones, hábitos como una segunda naturaleza,
raíces hondas que no se pueden arrancar de cuajo sin que la fuerza que
se creía centrípeta se vuelva centrífuga". Así era el programa unitario
que hizo posible y necesario a Rosas, el historicista y político
realista que condujo a la Nación en medio del torbellino centrifugante. Ahora, el regreso oficial de
Rosas, que se inicia con la derogación de la ley que lo condenó sin
defensa en el juicio, viene a recalcar que la lucha por una
autoconciencia nacional no se agota con él, pero que él es protagonista
primordial en la parábola de lo nacional, y que ésta no es inteligible
sin su presencia.
Quien no entienda que la primera
batalla rioplatense entre la patria y las fuerzas coloniales se libra
entre el iluminismo y el historicismo (entre Rivadavia y San Martín, por
ejemplo), no podrá entender nada de lo que sucede en el país a partir
de 1815, hasta el clamoroso advenimiento de don Juan Manuel, al galope
de los Colorados del Monte, que eran la tierra enardecida. Por el
contrario, quien tenga bien en claro las razones disyuntivas que
separaron a San Martín de Rivadavia, comprenderá sin esfuerzo qué es lo
que Rosas representa a lo largo de la historia argentina. El sable de San Martín se
desenvainó contra Rivadavia antes que en San Lorenzo o Chacabuco, y su
destino final no fue la mano de ningún prócer iluminista, sino la del
político gaucho que afirmó la autoconciencia nacional en la Vuelta de
Obligado.
No pudieron equivocarse tan feo
dos grandes y queridos hombres de la Argentina autoconsciente: el
Libertador y su amigo Tomás Guido, quienes jamás titubearon en hacer
suyas la causa y las banderas de la Confederación. Los dos celebran
ahora, desde la casa sin tiempo, la vuelta del paisano Juan Manuel.
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