Por Carlos Pachá
En
este enero del 2015 quiero resaltar el talento de quien considero, a través de
la distancia y el tiempo como mi gran maestro de historia argentina, me refiero
a Don Ernesto Palacio, intelectual, docente, historiador, un genio de elevado
talento. A
modo de presentación diré que fue uno de los grandes precursores del autentico
revisionismo histórico. Quien en muchas oportunidades compartió trabajos y
luchas en defensa de los intereses del nacionalismo y por ende de la Patria con otro emblemático
hacedor de nuestra historia, Don José María Rosa (h). Para justificar su
recuerdo en enero debo acudir a su biografía ya que el Dr. Ernesto Palacio nació en San Martín
(Provincia de Buenos Aires el 4 de enero de 1900, hijo de Alberto C. Palacio y
de Ana Calandrelli. Fue abogado, docente, escritor y periodista. Ingresó en la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la
Universidad de Buenos Aires en 1919 y egresó como abogado en
1926.
Como
docente fue profesor de Historia Antigua y de Historia Argentina en la Escuela Comercial
de Mujeres (1931-1938), de Geografía en el Colegio “Justo José de Urquiza”
hasta 1942 y de Historia de la
Edad Media en el Colegio Nacional “Bernardino Rivadavia”
(1931-1955).Fue
ministro de Gobierno e Instrucción Pública de la Intervención Nacional
en San Juan (1930-1931). Se desempeñó como diputado nacional entre 1946 y 1952,
donde fue presidente de la
Comisión de Cultura (1946-1947). Codirector
junto a Rodolfo Irazusta de La Nueva República (1929-1931). Fundador en
1938 del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, donde
dirigió y colaboró en su revista y fue miembro de la comisión directiva. Palacio
fue uno de los escasos intelectuales que evitó caer bajo la influencia
materialista y fue descripto por Leopoldo Marechal como un “triunfante al haber
impuesto su mentalidad a todo un mundo”.
Falleció
a los 79 años el 3 de enero de 1979.
Autor
de las siguientes obras:
-
La Inspiración
y la Gracia
(Buenos Aires, Editorial Gleizer, 1929).
-
El Espíritu y la Letra
(Buenos Aires, Editorial Serviam, 1936).
-
Historia de Roma (Buenos Aires, Editorial Albatros, 1939).
-
Catilina. La revolución contra la plutocracia en Roma (Buenos Aires,
Editorial Claridad, 1946).
-
Teoría del Estado (Buenos Aires, Editorial Política, 1949).
-
La historia falsificada (Buenos Aires, A. Peña Lillo Editor, 1960).
-
Historia de la Argentina
1515-1938 (Buenos Aires, Ediciones Alpe, 1954). Precisamente esta última
obra me obsequió la gracia de conocer sus inconmensurables atributos. Dicha
obra llegó a mis manos por vía de mi primera esposa quien había cursado sus
estudios en la ciudad de Buenos Aires y usaban dicha obra en la escuela
secundaria en el Liceo Nacional de
Señoritas Nº 7 sita entonces en calles Callao esq. Corrientes. (Deseo agregar
que esta me parece su obra cumbre porque así lo atestigua el hecho que hacia
1977 ya se habían publicado diez ediciones de dicha obra)
Corría
la década de los años sesenta y estaba publicada por la editorial Peña Lillo. A
pesar que yo ya militaba en el nacionalismo argentino y por ende en el
revisionismo histórico, leer esta obra (cosa que realicé en varias
oportunidades,) me clarificó el camino por donde desande el trayecto del
conocimiento de la verdadera historia. Permanentemente
me llenó de sorpresas y de satisfacciones, siendo docente en la Universidad Nacional
de Córdoba, la impuse como libro de texto de los cursos de ingresos a la U.N.C., grande fue mi sorpresa
cuando me pidieron que usara otro material más simple ya que era una obra
demasiada elevada! Y en otros lares se usaba para los estudios secundarios!
Pero donde logré sostenerla como lectura obligatoria fue en la Escuela Provincial
de Turismo “Montes Pacheco”, de la
Ciudad de Córdoba. Luego de esta breve apostilla personal,
retornemos al personaje biografiado.
Don
Ernesto refiriéndose a la historia oficial y a la revisionista, escribía lo
siguiente:
“Los profesores de historia argentina en los establecimientos oficiales advierten desde hace años, un fenómeno perturbador: la indiferencia cada vez mayor de los alumnos ante las nociones que se le imparten.”
Ernesto
Palacio
“Es inútil que aquellos engolen la voz, es inútil que apelen al patriotismo y pretendan comunicar a los oyentes un entusiasmo que juzgan saludable por las virtudes de Rivadavia y de Sarmiento: consiguen, a los sumo, un “succés d’ estime”.
La historia que dictan NO INTERESA, importa cada vez menos a la población escolar. Este es el hecho indiscutible, que suele atribuirse corrientemente a la influencia de doctrinas exóticas o al origen extranjero de gran parte de los estudiantes. “¡Hay que apretarles las clavijas a estos hijos de gringos!” he oído exclamar de buena fe a un pedagogo, mientras aplicaba la represalia del aplazo. Esto no mejora las cosas.
El fenómeno no sólo subsiste, sino que se agrava.
Si se tiene en cuenta que los estudiantes de historia argentina cursan el
cuarto año y son ya adolescentes con capacidad para razonar; si se tiene en
cuenta que esa es la edad en que la personalidad se forma y se definen las
vocaciones, dicha indiferencia adquiere importancia excepcional.
La interpretación xenófoba, con sus consecuencias de solapada guerra civil, no puede satisfacernos.No es verdad que nuestros muchachos, cualquiera sea su origen, se desinteresen por las cosas que atañen a la patria. Están, por el contrario, ávidos de verdades útiles y son sensibles a todas las influencias inteligentes y generosas. ¡Hay que ver la atención apasionada con que siguen, por ejemplo, cualquier explicación leal sobre nuestros problemas vitales de nuestro comercio exterior! Aquí toda indiferencia desaparece y la preocupación patriótica se advierte en la expresión reconcentrada, en la contracción de los músculos, en los gestos nerviosos, alusivos a la urgencia de los grandes remedios. Si dicha indiferencia no puede atribuirse a la causa alegada, es indudable que debe achacarse a la materia misma, tal como hoy se dicta.
Sabido es que, aparte de la guerra de la independencia, enseñada con acento antiespañolista, los motivos de exaltación que ofrecen nuestros manuales son la Asamblea del año XIII, con sus reformas ¡liberales!, el gobierno de Martín Rodríguez, la Asociación de Mayo ¡tan intelectual!, las campañas “libertadoras” de Lavalle, Caseros y –gloriosa coronación- las presidencias de Sarmiento y Avellaneda. Cuestiones de límites, no las hemos tenido; somos pacifistas. Guerra con Bolivia; pero ¿hubo tal guerra? En cuanto a la frontera oriental, es obvio que el Brasil sólo se ha ocupado de favorecernos, y que si alguna dificultad tuvimos, fue por culpa del “bárbaro” Artigas…
Los alumnos se aburren mortalmente; no “le encuentran la vuelta a todo eso”. La historia argentina, “telle qu’on la parte”, no conserva ningún elemento estimulante, ninguna enseñanza actual. Los argumentos heredados para exaltar a unos y condenar a otros han perdido toda eficacia. Nada nos dicen frente a los problemas urgentes que la actualidad nos plantea. Historia convencional, escrita para servir propósitos políticos ya perimidos, huele a cosa muerta para la inteligencia de las nuevas generaciones. El trabajo de restauración de la verdad, proseguido con entusiasmo por un grupo cada vez mayor de estudiosos, no ha llegado a conmover la versión oficial, que pronto se solemnizará en una veintena de volúmenes bajo la dirección del doctor Ricardo Levene. Será sin duda un monumento; pero un monumento sepulcral que encerrará un cadáver. No es posible obstinarse contra el espíritu de los tiempos. Ante el empeño de enseñar una historia dogmática, fundada en dogmas que ya nadie acepta, las nuevas generaciones han resuelto no estudiar historia, simplemente. Con lo que ya llevamos algo ganado. Nadie sabe historia, ni la verdadera ni la oficial. No hay un abogado, un médico, un ingeniero que (salvo casos de vocación especial) sepan historia.
Y es porque, en las lecciones que recibieron, sospechan confusamente la existencia de una enorme mistificación. (2) No entraré a considerar las causas que dieron origen a lo que llamo versión oficial de nuestra historia ni la legitimidad de la misma, porque ello nos llevaría a enfrentarnos con los problemas fundamentales del conocimiento histórico. Diré solamente que dicha versión no se ha independizado, que sigue siendo tributaria de la escrita por los vencedores de Caseros, en una época en que se creía que el mundo marchaba, sin perturbaciones, hacia la felicidad universal bajo la égida del liberalismo y en que no sospechaban los conflictos que acarrearía la revolución industrial, ni la expansión del capitalismo, ni la lucha de clases, ni el fascismo, ni el comunismo.
Impuesta por Mitre y por Vicente Fidel López tiene ahora por paladín al
arriba citado doctor Levene, lo que, en mi entender, es altamente
significativo. (Hoy agregaríamos a Luis Alberto Romero).
Fraguada para servir los intereses de un partido dentro del país, llenó la
misión a que se la destinaba; fue el antecedente y la justificación de la
acción política de nuestras oligarquías gobernantes, o sea, el partido de la “civilización”.
No se trataba de ser independientes, fuertes y dignos; se trataba de ser civilizados. No se trataba de hacernos, en cualquier forma, dueños de nuestro destino, sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No de imponernos, sino de someternos. No de ser heroicos, sino de ser ricos. No de ser una gran nación sino una colonia próspera. No de crear una cultura propia, sino de copiar la ajena. No de poseer nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino entregarlo todo al extranjero y fundar, en cambio, muchas escuelas primarias donde se enseñara, precisamente que había que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia incapacidad. Y muchas Universidades, donde se profesara como dogma que el capital es intangible y que el Estado (sobre todo, el argentino) es “mal administrador”.
Era natural que, para imponer esas
doctrinas, no bastara con falsificar los hechos históricos. Fue necesario
subvertir también la jerarquía de los valores morales y políticos. Se sostuvo,
con Alberdi, que no precisábamos héroes, por ser éstos un resabio de barbarie,
y que nos serían más útiles los industriales y hasta los caballeros de
industria; y que la libertad interna (¡sobre todo para el comercio!) era un
bien superior a la independencia con respecto al extranjero.
Se exaltó al prócer de levita frente al
caudillo de lanza; al civilizador frente al “bárbaro”.
Y todo esto se tradujo a la larga en la veneración del abogado como tipo
representativo, y en la dominación efectiva de quienes contrataban al abogado. Con este bagaje y sus consecuencias
–un pacifismo sentimental y quimérico, un acentuado complejo de inferioridad
nacional- nos encontramos ante un mundo en que todos estos principios han
fracasado.
La solidaridad universal por el
intercambio, que postulaba el liberalismo, se ha roto definitivamente. Vivimos tiempos duros.
El imperialismo del soborno ha sido
suplantado por el imperialismo de presa.
Hay que ser, o perecer. ¿Cómo no van a
sonar a hueco los dogmas oficiales? ¿Cómo pretender que nuestros jóvenes se
entusiasmen con una “enfiteusis” u otra genialidad por el estilo, cuando les está
golpeando los ojos la realidad política de una crisis mundial, con surgimiento
y caída de imperios?
Es la angustia por nuestro destino
inmediato lo que explica el actual renacimiento de los estudios históricos en
nuestro país, con su consecuencia natural: la exaltación de Rosas. Frente a las
doctrinas de descastamiento, un anhelo de autenticidad; frente a las doctrinas
de entrega, una voluntad de autonomía; frente al escepticismo, que niega las
propias virtudes para simular las ajenas, una gran fe en nuestro pueblo y en
sus posibilidades. Las condiciones del mundo actual demuestran que Rosas tenía
razón y que las soluciones de nuestro futuro se encontrarán en los principios
que él defendió hasta el heroísmo, y no en los principios de sus adversarios,
que nos han traído al pantano moral en que hoy estamos hundidos hasta el eje. Los hechos son conocidos y en este
terreno la batalla ha sido totalmente ganada con los trabajos de Saldías,
Quesada, Ibarguren, Molinari, Font Ezcurra etc., que han puesto en descubierto
la mistificación unitaria. Lo más importante, reside hoy, a mi entender, en la
interpretación y valorización de los hechos ciertos, en la forma realizada por
algunos de los citados y, principalmente, por Julio Irazusta en su breve pero
admirable “Ensayo”. Nadie niega que Rosas defendió la integridad y la
independencia de la
República. Nadie niega que esa lucha fue una lucha
desigual y heroica y que terminó con un triunfo para la patria.
Nadie niega que durante las dos décadas
de su dominación, debió resistir a la presión externa aliada con la traición
interna y que, cuando cayó, había ya una nación argentina. Contra estos altos
méritos sólo se invocan objeciones “ideológicas”,
promovidas por los “speculatists"
que, al decir de Burke, pretenden adecuar la realidad a sus teorías y cuyas
objeciones son tan válidas contra el peor como contra el mejor gobierno, “porque no hacen cuestión de eficacia, sino
de competencia y de título”. Frente a tal actitud, que implica -repito- una
subversión de valores, se impone previamente una restauración de los valores
menospreciados. Si fuera mejor, como opinaba Alberdi, la libertad interna que
la independencia nacional; si fuera moralmente más sana la codicia que el
heroísmo; si fuera más deseable la utilidad que el honor; si fuera más glorioso
fundar escuelas que fundar una patria, tendría razón la historia oficial.
Pero la filosofía política y la
experiencia secular nos enseñan que los pueblos que pierden la independencia pierden también las libertades; que los pueblos
que pierden el honor pierden también el provecho. Esto lo sabemos bien los
argentinos. ¿Cómo no habríamos de volver los ojos angustiados al recuerdo del
Restaurador. Rosas que representa el honor, la unidad, la independencia de la
patria. Mirada a la luz de principios razonables, la historia argentina nos
muestra tres fechas crucia1es: 1810; el año 20 que vio la reacción armada
contra la tentativa colonizadora a base del príncipe de Luca, y la resistencia
de Rosas contra una empresa análoga, pero más peligrosa. Si después del 53
seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó
durante su dictadura y que la ulterior tentativa secesionista no logro quebrar.
Esto lo han reconocido hasta sus peores enemigos, empezando por el mismo
Sarmiento.
Siendo así ¿cómo no guardarle gratitud, cómo no admirar su grandeza? Yo creo que ésta es evidente y que quienes no la perciben padecen de incapacidad para percibir la grandeza en general y permanecerían igualmente impasibles -salvo su sometimiento pasivo al juicio heredado- ante la de un Bismarck o un Cronwell.
Siendo así ¿cómo no guardarle gratitud, cómo no admirar su grandeza? Yo creo que ésta es evidente y que quienes no la perciben padecen de incapacidad para percibir la grandeza en general y permanecerían igualmente impasibles -salvo su sometimiento pasivo al juicio heredado- ante la de un Bismarck o un Cronwell.
Prueba de ello es que no pasa
inadvertida a los observadores extranjeros que se asoman a nuestra historia,
como ocurre con el mejicano Carlos Pereyra y con el alemán Oswald Spengler.
La grandeza de Rosas pertenece al mismo
orden que la reconocida por Carlyle a Federico II de Prusia, quien “ahorrando
sus hombres y su pólvora, defendió a una pequeña Prusia contra toda Europa, año
tras año durante siete años, hasta que Europa se cansó y abandonó la empresa
como imposible” (5). Alemania le levanta estatuas a su héroe en todas
las ciudades. Por eso es grande Alemania. Nosotros lo proscribimos al nuestro y
tratamos de proscribir también su memoria, mientras les erigimos monumentos a
quienes entregaron fracciones del territorio nacional y nos impusieron un
estatuto de factoría. Porque era ¡un tirano!... Es decir, porque tuvo que
sacrificar toda su energía y desplegar el máximo de su autoridad para salvar a
la patria en el momento más crítico de su historia; porque persiguió como debía
a quienes se empeñaban en fraccionar el territorio, y no obtuvo otro premio que
la satisfacción de haber cumplido con su deber. Era, como dice Goethe, “el que DEBIA mandar y que en el mando mismo
entra su felicidad”.
La primera obligación de la inteligencia argentina hoy es la glorificación -no
ya rehabilitación- del gran caudillo que decidió nuestro destino. Esta
glorificación señalará el despertar definitivo de la conciencia nacional. Los
tiempos están maduros para la restauración de la verdad, que será fecunda en
consecuencias, porque entonces la historia volverá a despertar un eco en las
almas, explicará los nuevos problemas y comunicará al corazón de nuestros
adolescentes un legítimo orgullo patriótico. Esto es lo que hoy, trágicamente
falta. Los próceres de la historia heredada, los próceres CIVILES representan y
hacen amar (cuando lo consiguen) conceptos abstractos: la civilización, la
instrucción pública, el régimen constitucional. Rosas, en cambio, nos hace amar
la patria misma, que podría prescindir de esas ventajas, pero no de su
integridad ni de su honor.
Opinión del Autor
Es asombrosa la actualidad de los conceptos desarrollados por el gran maestro Palacio, que como está señalado más arriba fueron expresados hace más de 70 años. Naturalmente adhiero fervorosamente todas y cada una de sus expresiones. A todas estas verdades de puño se podrían agregar aspectos casi desconocidos, como que Sarmiento en su furiosa campaña de desnacionalización, no sólo importó maestras norteamericanas, para que mutaran nuestra cultura sino que llegó al paroxismo de importar flora y fauna extranjera, en detrimento de la vernácula, cometiendo algunas tropelías infaustas como la importación del gorrión, ave considerada plaga en todo el orbe y él la trajo porque la conoció en París y pensó que adoptando ese bicho dañino nos haría un poco parisinos! Desdeño la afirmación vertida por Félix Luna, en ocasión de un reportaje que le hicieran con motivo de la filmación de un documental sobre la repatriación de los restos de Don Juan Manuel de Rosas, socarronamente dijo el “…revisionismo está agotado ya no hay más nada que decir del mismo…”.
Es asombrosa la actualidad de los conceptos desarrollados por el gran maestro Palacio, que como está señalado más arriba fueron expresados hace más de 70 años. Naturalmente adhiero fervorosamente todas y cada una de sus expresiones. A todas estas verdades de puño se podrían agregar aspectos casi desconocidos, como que Sarmiento en su furiosa campaña de desnacionalización, no sólo importó maestras norteamericanas, para que mutaran nuestra cultura sino que llegó al paroxismo de importar flora y fauna extranjera, en detrimento de la vernácula, cometiendo algunas tropelías infaustas como la importación del gorrión, ave considerada plaga en todo el orbe y él la trajo porque la conoció en París y pensó que adoptando ese bicho dañino nos haría un poco parisinos! Desdeño la afirmación vertida por Félix Luna, en ocasión de un reportaje que le hicieran con motivo de la filmación de un documental sobre la repatriación de los restos de Don Juan Manuel de Rosas, socarronamente dijo el “…revisionismo está agotado ya no hay más nada que decir del mismo…”.
Tampoco acepto el revisionismo
impostado y veleta de Pacho O ´Donell (Presidente del Instituto Dorrego,
creación kirchnerista surgido con la única finalidad de opacar y suplantar al
Instituto J.M. de Rosas o al acomodaticio y mercantilista Felipe Pigna (O Pifia
al decir de un cómico de la T.V.
que lo remeda).
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