En Ese manco Paz –libro de 2003 que Seix Barral reeditó recientemente–, el escritor argentino Andrés Rivera retoma procedimientos narrativos trabajados en otros de sus libros. Es inevitable pensar en su clásico El farmer (1996), donde la narración se organiza a partir de un largo soliloquio en el que Juan Manuel de Rosas, devenido modesto campesino, sentado junto a un brasero en una granja de las afueras de Southampton en 1871, repasa su historia y, con ella, el devenir de una nación. Andrés Rivera se salía de los esquemas oficiales al tomar al caudillo federal en su etapa de exilio, en un trayecto signado por la postergación y el aislamiento.
Con una modalidad y un registro similar, Ese manco Paz incorpora ahora como centro al unitario José María Paz (1791-1854), recordado por haber sido soldado de Belgrano y vencedor de La Tablada, Oncativo y Caaguazú. La escena evocativa en este caso tiene lugar en una casona de Buenos Aires. Boca arriba en un catre, a lo largo de una noche de 1854, “a dos o tres años de que Juan Manuel de Rosas se refugió en la Inglaterra imperial”, el soldado se pierde en divagaciones que lo remontan al pasado y reflexiona acerca de su situación actual: “Yo no olvido que soy argentino, y por eso me miro, aquí, en Buenos Aires, en la ciudad que fue mi cárcel y cuyos dueños me agasajan, hoy, con ese respeto que se les depara a los abuelos algo idos, y balbuceantes narradores de historias inconclusas, de los que se espera que no requieran excesivos cuidados, y que mueran rápido y en silencio”. A diferencia de El farmer, en este libro Rivera propone una estructura a dos voces, con capítulos que se alternan en “La república” (la voz del general Paz) y “La estancia” (que gravita en torno a la figura de Rosas).
Sin embargo, la escritura de Ese manco Paz no está alentada por un espíritu de ruptura, más bien apunta a densificar un espacio ficcional con límites precisos, que se empapa todo el tiempo de la historia. Y, vale aclarar: esa vuelta al siglo XIX que marca una parte significativa de la obra del autor debe ser entendida en diálogo y en tensión permanente con su enclave enunciativo; su novelística presenta ecos, sentidos solapados que remiten al hoy (al del escritor en el momento de escribir y al nuestro, en la medida en que algunas de las temáticas que lo interpelan, como el poder y la sexualidad, no se agotan en una coyuntura determinada). El siglo XIX como un tramo decisivo en las disputas por el poder y las representaciones; las guerras por asentar el dominio del Estado-nación y el absolutismo del “Restaurador de las Leyes”, como un espejo que problematiza la máquina simbólica del Estado en el presente.
Mediante un discurso de múltiples voces se va iluminando la imagen del “Manco” desde distintos ángulos: desde ese sexagenario canonizado y un poco espectral que, hacia mediados de 1850, se pasea solo por Buenos Aires (“Soy, para los dueños de la ciudad, una estatua que camina”), hasta el relato que en un pasaje de la novela Facundo Quiroga le hace a Rosas a propósito de la batalla de Oncativo, donde Paz es mostrado como un auténtico maestro en la “ciencia de la guerra”. Esta idea es central, ya que como sostiene Martín Kohan en El país de la guerra (Eterna Cadencia, 2014), éste encarnó un tipo específico de militar que, frente a la violencia “bárbara” de los federales, impuso otra forma de violencia, regulada y comedida, “civilizada”. Expresa Quiroga en la novela: “Fue el único en prestar atención a San Martín, cuando San Martín dictó clases de táctica y estrategia a sus oficiales (…). Y me dicen que el Manco leyó, para organizar los infiernos de sus emboscadas, a un tal Bonaparte”.
En Ese manco Paz, Andrés Rivera da con un artefacto que le permite acercarse a las diversas aristas del militar unitario. Lejos de la épica nacional, el “representante más cumplido del poder de los pueblos civilizados”, como lo definió Sarmiento en su Facundo, es mostrado en toda su fragilidad. La proliferación de preguntas retóricas y el tono reiterativo son marcas de estilo que, además de otorgar a la prosa un muy bien logrado pulso poético, reflejan las encrucijadas existenciales del protagonista en el epílogo de su vida: “¿Para quién gané esas batallas? ¿Para qué?”. Una novela fundamental que, si bien funciona con autonomía, se enriquece notoriamente al insertarse en esa red más amplia que es la obra del autor.
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