Rosas

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domingo, 20 de septiembre de 2020

Baños en Buenos Aires en 1829 por Carlos Enrique Pellegrini

Por A. J. Pérez Amuchástegui

El ingeniero francés Carlos Enrique Pellegrini escribió en su cuaderno de apuntes la nota que transcribimos más abajo, fechada en Buenos Aires, en 1829, es decir, pocos meses después de su arribo a la ciudad donde permane­cería hasta su muerte, acaecida en 1875.

Cabe señalar que el ingenie­ro Pellegrini se convertiría poco después en retratista y pintor, llegando a desta­carse en estas actividades. El 11 de octubre de 1846, su esposa, María Bevans, dio a luz a su hijo Carlos, futuro presidente de la Argentina y político de vasta actuación. "...La policía de Buenos Ai­res ha tomado la precaución de exigir para el mejor cui­dado de sus mulas, que éstas sean bañadas hasta la panza en invierno y hasta la grupa en verano. ¿Qué ha dispues­to, en cambio, para el aseo regular de las gentes, a las que también debe cuidar? ¿Qué ha hecho para proteger los pies de los bañistas en la rocalla del río? ¿Qué por la infancia desvalida, tan ne­cesitada de protección en este siglo corrupto?

"Si saludable es el baño en los países fríos, más justifi­cado está en los climas cá­lidos. No es que la canícula nos corte la respiración, pero es que una multitud de in­sectos, estimulados por el calor de la sangre, suelen turbar el sueño, y para librar­se de ellos no hay más re­medio, en verano, que per­manecer en la ribera hasta más allá de la media noche.

"Ved a la caída de la tarde cómo llenan las calles gru­pos de porteñas, seguidas de sus sirvientes, que marchan agobiados bajo el peso del sillón, el farol, los vestidos, las sábanas y las golosinas. A medida que cada familia llega a la orilla del río, eli­ge un lugar cómodo; los ni­ños se sientan en el césped; su prudente madre ha volca­do su vigor en la poltrona y dirige el reflector de la lin­terna sobre el rostro del más curioso espectador. ¡Vana precaución! El observador de la belleza natural se indem­nizará al regreso de las ba­ñistas, cuando éstas desfilen con sus vestidos mojados, que esculpen las formas vo­luptuosas.

“Ahora las enaguas se sacan prestamente por la cabeza, escamoteando, bajo el corpiño ajustado, bustos admira­bles. Las largas trenzas, obras maestras de arte y pa­ciencia, se deshacen, y el peinetón, objeto de culto par­ticular, es colocado en un nido de musgo.

“De pronto, un grito anuncia la primera sensación de fres­cura, y luego, pasada la im­presión, se inician juegos re­tozones, que no son, desde luego, para el negrito sir­viente, que descansa y cuida las ropas de sus amas. La madre podría ejercer esa vi­gilancia, pero ella debe se­guir atenta el baño de sus hijas y fulminar con la mi­rada a los curiosos que pu­jan por ocupar los primeros puestos.

TODAS LAS CLASES SOCIALES

"Observemos otros grupos. He ahí un carruaje de dos ruedas, fatigado aún del ser­vicio de la Aduana, condu­ciendo a las notabilidades de la ciudad, que tienen buenas razones para no desvestirse en público. Más allá un fran­ciscano lucha con las olas y trata que el agua no apague su cigarro. Mas allá una mula­ta, con el auxilio de su negro jabón, procura verse total­mente limpia. Más distante, se creería ver a Venus, radiante de gloria en medio de un cortejo de tritones. Los matrimonios se abrazan en­tre sí, chillan los muchachos, los pobres se lavan, los pe­rros brincan contentos. To­das las clases de la sociedad están confundidas. Patrones y esclavos, hombres y muje­res, blancos y negros. ¡Edad de oro! La luna protege esta fiesta y los barquichelos, car­gados de las frutas primoro­sas del Paraná, colman de placer a la multitud con el jugo de refrescantes y sa­brosos duraznos salvajes. De pronto, una nube oscura se extiende rápidamente por el cielo; se levanta una brisa ligera y el pampero provoca remolinos de polvo. Nuestro grupo de ninfas corre a sus ropas y cada una pretende dar con la suya, pero el apu­ro aumenta el pavor y el desorden. Las fuertes dominan a las débiles; la oscu­ridad favorece el escándalo y el aire se puebla de gritos nerviosos. Hay lágrimas en el entrevero; los ladrones hacen su agosto.

“Una desarrapada volverá a su casa con tres polleras, en tanto que la hija del ma­gistrado llegará a la suya como una Eva.

“Mañana, a la hora del alba, algún gringo dará el último retoque a la escena, y pasea­rá su mirada experta sobre ese campo de hallazgos; llenará su chaqueta de abanicos rotos, peines, pantuflas y muchas otras prendas aban­donadas en la huida feme­nina.

“Los baños domiciliarios no son de menor simplicidad; se dirían antípodas de las termas de Dioclesiano. Cons­tituidos por la mitad de un tonel, que todavía exhala el aroma del «Medoc», se llena con el agua nitrosa de un pozo a balde o la turbia de la ribera. Ese estrecho re­ducto, cubierto, la más de las veces, por un paño blanco, tiene su sitio habitual a poca distancia de los desperdicios de la cocina o de la cuadra y en él se baña la familia de un propietario de diez mil vacas!”

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