Por el Prof. Jbismarck
Era un niño de muy corta edad cuando arribó a Buenos Aires procedente de Italia jumo a sus padres (había nacido en Cicagna, Genova, en 1840); y apenas un adolescente también cuando abrazó la Vida militar. Ese fue el inicio de una carrera que, sin letras, intrigas ni influencias, pero sí con disciplina, coraje y imitad, llegaría a su cúspide en las jomadas de julio de 1890 cuando el presidente Juárez Celman lo ascendió a la jerarquía de teniente general «sobre el campo de batalla».
Cuando estalló la revolución de 1880 permaneció leal al
gobierno nacional y en misión de reconocimiento se acercó con sus tropas hasta
el Puente de Barracas; allí trabó violento combate contra los revolucionarios
pero, agotado el parque, debió replegarse hasta Lomas de Zamora. Fundador del
Círculo Militar, ejerció el Ministerio de Guerra y Marina en tres oportunidades.
El general Levalle fue nítido exponente de la parte del
ejército cuya política consistía en no hacer política: no era ni quería ser
otra cosa que un soldado. Sus ideales de orden y respeto a las autoridades y
acatamiento de las leyes no admitían segundas interpretaciones. Su popularidad
fue notable, la multitud lo aplaudía cuando en las revistas militares se
destacaba a caballo su maciza figura, cuajado el pecho de condecoraciones y
ondeando como una banderola su enorme pera militar.
En abril de 1890 —en vísperas de los luctuosos sucesos de
julio— el presidente Juárez lo designó por segunda vez en su vida ministro de
Guerra. Descreído en un principio de la revolución, no veía al jefe prestigioso
que, como antaño, pudiera llevar a la indisciplina a los veteranos, en quienes
confiaba ciegamente, confundiendo al ejército con su persona y su vida.
Facultado por el Poder Ejecutivo, ordenó el traslado de algunos regimientos
asentados en la Capital y encarceló al general Campos, todo en el marco de una
dura discrepancia con el jefe de la policía, coronel Capdevila.
La mañana del estallido en el cuartel de Retiro organizó
eficazmente la resistencia distribuyendo sus fuerzas y ordenando el regreso de
los batallones ex profeso alejados antes. Alta su cabeza, fumando un formidable
habano que lo obligaba a salivar a cada instante, lucía su quepis de general,
casaca con cordones dorados, botines de elástico... ¡y calzoncillos largos
blancos! En el apuro por salir pronto de su casa y en la oscuridad no había
encontrado los pantalones. Quienes lo conocían no abrigaron dudas que lo mismo
hubiera salido de no hallar los calzoncillos. Instantes después un jinete a
gran galope arribó a Retiro portando eh su mano la indumentaria que el general
necesitaba para completar su uniforme.
Al frente de sus hombres avanzó decididamente a posesionarse
de la plaza Libertad, recibiendo los primeros disparos desde los cantones
instalados por los revolucionarios. Como muchos soldados corrieron despavoridos
improvisó una vibrante arenga, exhortando a unos, amenazando a otros, y a los
más remisos los sacó a empellones de entre los andamios del teatro Coliseo,
entonces en construcción. Combatió en primera fila, entremezclado con sus
subordinados, y viendo caer a muchos bajo las balas y metralla hasta que la
revolución quedó sofocada. Permaneció en su cargo hasta que Pellegrini entregó
el mando, siendo designado entonces en la jefatura de las fuerzas nacionales
destacadas en Córdoba, Santiago del Estero y La Rioja para operar contra la sublevación
de 1893 en Rosario. Un hondo sentimiento
público causó la noticia de su muerte en enero de 1902, su popularidad,
abnegación y valor habían arraigado su pintoresca figura en la ciudadanía, que
lo respetaba y admiraba como exponente de un ejército cargado de gloria.
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