Por el Prof. Jbismarck
Nació en Córdoba en 1860, mostró una inclinación juvenil
hacia las letras y el derecho. Fue periodista, redactor, director y fundador de
publicaciones locales. A los veinticuatro años se doctoró en jurisprudencia,
ejerciendo, también, la docencia en las cátedras de historia y derecho
comercial hasta que el gobernador Antonio del Viso lo designó su secretario.
Sus comprovincianos lo eligieron diputado nacional, desempeñándose luego como
ministro de Justicia e Instrucción Pública en su ciudad nataL Pero al poco
tiempo debió trasladarse a la Capital Federal: el presidente lo había nombrado
Director General de Correos y Telégrafos.
Mientras ejercía sus nuevas funciones —en medio de la profunda crisis que envolvía al país— el propio Juárez Celman mostró inclinaciones para que el joven Cárcano —a quien conocía de años atrás y frecuentaba a nivel de amistad—fuera su sucesor en el alto cargo. Esa decisión fue el inicio de una propaganda abierta y resuelta en favor del designado delfín por la prensa oficialista. Pero Cárcano, talentoso y con grandes condiciones, aunque apenas con veintiocho años cumplidos y sin actuación pública suficiente—como él mismo reconoció—, sufrió el ensañamiento uniforme y cruel de la oposición que comenzó a considerarlo la causa principal de las dificultades que aquejaban a la Nación; su candidatura fue atacada creyendo que con eso se atacaba al presidente. Y en esto aprovecharon también los porteños, muy irritados, pues ya veían otra presidencia provinciana en cierne. No obstante, y desoyendo los gritos opositores, desde los medios oficiales se produjo un apoyo a su candidatura, mientras una parte de la juventud universitaria le dio su confianza cifrando en él altas esperanzas. Cárcano, sin rehusar ni aceptar la candidatura, observó el proceso con retraimiento, no se consideró aludido; trató de mantener una conducta invariable, invulnerable, de estricto silencio ame la sucesión presidencial. Sin defensa ni posibilidad de rectificación apareció como el responsable, ordinariamente, de los errores gubernamentales. Sobre sus hombros se fueron acumulando las responsabilidades y culpas ajenas, la red se fue tejiendo sin que pudiera advertir, siquiera, el movimiento sutil de los hilos. «Sólo habrá candidato cuando el partido nacional lo proclame», alcanzó, por fin, a sentenciar. Pese a la crisis abismal y a la impopularidad del gobierno que aumentaba día a día en todo el país, la postulación continuó afirmándose en la opinión oficialista, mientras Cárcano intentaba que el espíritu partidista no lo dominara. Los ataques lo aflijían pero no lo perturbaban, y animado de un alto espíritu de tolerancia buscó alguna forma de declinar la candidatura —que a esa altura de los acontecimientos consideró ya imposible—, intentando quitar a la oposición uno de los argumentos esgrimidos contra el gobierno. Buscó entonces motivos decisivos que justificaron su retiro de la acción política por propia voluntad; propugnó una gran conciliación de partidos políticos para afrontar la situación con todas las fuerzas del país. Finalmente, el 10 de abril de 1890 -en un acto que se consideró de desprendimiento político—, los tres hombres que se mencionaban como precandidatos a la sucesión de Juárez —Cárcano, Pellegrini y Roca— manifestaron en cartas que cada uno publicó que no aceptarían candidatura alguna. Este ardid del vicepresidente para descongestionar la atmósfera política perjudicó solamente a Cárcano, desbaratando definitivamente su postulación, ya que de las otras dos en danza, una era inconstitucional y la otra inexistente. En verdad, tanto Pellegrini como Roca nunca habían visto con buenos ojos la designación que había hecho Juárez. Asiduo concurrente a la casa del presidente en los días de la crisis terminal de su mandato, formó parte del círculo más cercano y de confianza. Hizo una descripción muy pormenorizada y en estilo ágil de los acontecimientos que llevaron a la renuncia de Juárez Celman, y los hechos posteriores percibidos y vividos en la intimidad del mandatario. Al estallar la revolución se hizo presente en el cuartel del Retiro y se lo vio, fusil en mano, correr a ocupar su posición ante cada alarma de ataque; y cuando se decidió que Juárez abandonara la ciudad integró la pequeña comitiva que lo acompañó en tren hasta Campana.
Una vez concluida la lucha fue el propio Cárcano, por expreso pedido de su comprovinciano, quien redactó, el 8 de agosto, la renuncia a la primera magistratura. Sentado en soledad en una sala de la casa de Juárez, con papel y pluma sobre un escritorio, sintió, a través de la puerta cerrada de la habitación, los pasos impacientes del renunciante, que de tanto en tanto requería al escribiente por su encargo, y éste, aún, no había logrado hilvanar las frases. Su incondicionalidad a Juárez, y una amistad insospechable de dobleces, lo llevó a renunciar indeclinablemente a la Dirección de Correos. Pese a ser un frustrado candidato no desapareció de la escena política, y sus comprovincianos lo eligieron en dos oportunidades gobernador de su Córdoba natal, y diputado nacional en igual número de veces. Desempeñó cargos importantes a nivel nacional: presidente del Consejo Nacional de Educación y de la Caja Nacional de Jubilaciones; decano de la Facultad de Agronomía y Veterinaria; miembro del directorio del Banco Hipotecario Nacional. Finalmente, en 1933, fue embajador en Brasil, realizando una importante labor de acercamiento entre ambos países. Todas sus responsabilidades públicas no le impidieron pertenecer a diversas instituciones políticas y culturales, o colaborar con asiduidad en periódicos y revistas nacionales y extranjeras. De pluma ágil y clara, dio a publicidad gran cantidad de obras de suma importancia, destacándose las de carácter histórico, hasta que lo sorprendió la muerte a mediados de 1946.
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