Por el Profesor Jbismarck
Antonio J. Pérez Amuchástegui (1921-1983), fue director entonces del Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía de la UBA y responsable histórico de la obra.
El aparato de los Halperín Donghi, Romero y secuaces de la llamada historia social borraron su nombre de la historiografía argentina y es difícil encontrar hoy muchas referencia biográficas, incluso en la biblioteca de Alejandría que es la Internet.
Fue el liberalismo, detrás del mito del antagonismo entre Bolívar y San Martín, para desvirtuar el carácter verdaderamente continental de la empresa revolucionaria y, además, para desvirtuar la profunda amistad que unía a San Martín con Bolívar, tema que aclaró tan luminosamente el profesor Pérez Amuchástegui, que fue director del Departamento de Historia de esta Facultad, quien curiosamente también goza del olvido intencional de las actuales autoridades del Departamento de Historia de la Facultad y esta actitud impide que los estudiantes lean obras historiográficas de Pérez Amuchástegui en donde se revelan, con una gran precisión de datos y con una aguda visión histórica, algunos episodios del pasado argentino que son puestos a la luz a partir de una documentación fidedigna y de un trabajo sistemático. Y Pérez Amuchástegui no puede ser ubicado dentro de la fogosa tendencia revisionista, como diría el Sr. Halperin Donghi; y, sin embargo, es desconocido y es denigrado cuando se lo menciona. En una universidad no deberían existir autores malditos y autores permitidos. Tendrían que estar todos en igualdad de condiciones.
El profesor Antonio Pérez Amuchástegui no pertenecía ni a la cofradía liberal masónica de la Academia de la Historia, ni al nacionalismo- clerical, ni formó parte del sistema de prestigio de la izquierda cipaya. Se enfrentó a la rosca profesoral de Halperín Donghi, Romero e Hilda Sábato, monopolizadores del saber histórico académico durante los últimos cuarenta años. Ello significó su expulsión del parnaso oficial dice Fernández Baraibar.
Escribio Pérez Amuchástegui : En 1968, en coincidencia con la publicación de Historia de la Nación Latinoamericana de Jorge Abelardo Ramos, este profesor de historia, ex cadete del Colegio Militar de la Nación, hijo de militares, casado con la hija de un militar, escribía en una publicación de amplia difusión comercial, la siguiente interpretación del 9 de Julio de 1816. Adentrarse en su lectura será explicación suficiente del silencio que hay alrededor de su autor. Y será también un homenaje a los que en la soledad y la indiferencia constituyeron una visión que hoy es conciencia política en millones de compatriotas de la Patria Grande, entre ellos el Papa Francisco.
Los congresales de Tucumán no eran argentinos. Eran americanos y el continente era la Patria cuya Independencia proclamaban al mundo entero.
Desde los días mismos de la Independencia ha existido una duplicidad de criterios respecto de los contenidos específicos de la solemne declaración de Tucumán. Para unos, el 9 de julio de 1816 se quiso proclamar la emancipación rioplatense; para otros, la intención fue continental.El mismo 9 de julio firmó Pueyrredón en Tucumán una circular a los pueblos por la que comunicaba la buena nueva, y de allí, seguramente, nace la confusión, pues dice:
“El soberano Congreso de estas Provincias Unidas del Río de la Plata ha declarado en esta fecha la independencia de esta parte de la América del Sur de la dominación de los Reyes de España y su Metrópoli, según la Augusta resolución que sigue:
El Tribunal Augusto de la Patria acaba de sancionar en Sesión de este día por aclamación plenísima de todos los Representantes de las Provincias y Pueblos Unidos de la América del Sud juntos en congreso, la independencia del País de la dominación de los Reyes de España y su Metrópoli. Se comunica a V.E.esta importante noticia para su conocimiento y satisfacción, y para que la circule y haga pública en todas las Provincias y Pueblos de la Unión. Congreso en Tucumán a nueve de julio de mil ochocientos del diez y seis años. Francisco Narciso de Laprida, Presidente. Mariano Boedo, Vicepresidente, José María Serrano, Diputado Secretario, Juan José Passo, Diputado Secretario.
Lo comunico a V.E. para que determine la solemne publicación y celebración de este dichoso acontecimiento, y circule sus órdenes al mismo efecto a todos los puelos y Autoridades de esa Provincia”.
A la vista de esta circular y del Acta, resulta que “el congreso de estas Provincias Unidas del Río de la Plata” declaró la Independencia de “las Provincias Unidas en Sudamérica”; yalgunos de allí han inferido rápidamente que la expresión continental tuvo valor de mera referencia, sin otra implicación de tipo político. Es del caso analizar el problema a la luz de estos y otros testimonios. Toda acción humana es intencionada, y la historiografía aspira, precisamente, a mostrar la realidad ocurrida con las intencionalidades que le proveen su peculiar significación.
El 26 de marzo de 1816 se iniciaron las sesiones del Congreso con la presencia de las dos terceras partes de los diputados electos. El litoral y la Banda Oriental no enviaron representantes y quedaron, así, marginados de las Provincias Unidas cuya soberanía asumió el Cuerpo.
Buen número de diputados presentes pertenecían a la Logia Lautaro, o simpatizaban con ella en los propósitos de auspiciar la unidad política continental, comforme a los ideales postulados por la Gran Reunión Americana. Por lo mismo, veían con honda desconfianza las pretensiones localistas que enarbolaban las banderas federales.
Este federalismo estaba muy lejos de la ortodoxia doctrinaria que a su hora fijaron Hamilton, Madison y Jay. Tal vez Artigas haya tenido una conciencia clara de los puntos de vista que correspondían al federalismo. Los demás, solo sabían por mentas que el régimen federal respetaba las autonomías locales, y entendían a su manera el significado de federación. Y nada tiene de raro que ello ocurriera en toda Hispanoamérica, cuyas instituciones tradicionales eran básicamente distintas de las norteamericanas. Allá las autonomías han tenido desde los comienzos de la colonización una significación concreta tanto en lo político como en lo económico, mientras que en el Río de la Plata esas autonomías representaban regímenes patriarcales que procuraban defender los intereses económicos internos de la voracidad hegemónica de Buenos Aires.
Ante la experiencia vivida, la Logia entendía que la unidad continental que auspiciaba solo podía lograrse a través de una centralización del poder político, y estimaba -conforme al criterio imperante en la época de la Restauración- que la solución más adecuada se lograría mediante una monarquía constitucional. La otra alternativa era una dictadura fuerte que impusiera el orden homologando intereses y obtuviera la paz interior necesaria para el desenvolvimiento nacional. La monocracia se consideraba indispensable para la unidad continental, pues entendían que la indiscriminada deliberación de los pueblos iba a engendrar secesión.
Conforme a ese criterio, es claro que la “monarquía temperada” resultaba inmejorable, ya que el afán parlamentario de los federalistas podía tener su salida en la representatividad de las Cámaras, mientras se aseguraba la concentración de la fuerza militar y el poder político e, incluso, se evitaba todo resquemor de los soberanos europeos por el establecimiento de repúblicas.
Por esos motivos, el Congreso de las Provincias Unidas del Río de la Plata extendió sus atribuciones para asumir la representatividad de las Provincias Unidas en Sudamérica. Quien recorra las páginas de El Redactor observará que de pronto, desde comienzos de julio de 1816, se eliminan las referencias a lo rioplatense y se comienza a ponderar lo sudamericano. Y el Acta de la Independencia, por supuesto, no está referida sólo al Río de la Plata, sino a todas las Provincias Unidas en Sudamérica.
No se trata, pues, de un accidente, ni de un error, ni de una simple referencia geográfica. El cambio de denominación -Sudamérica en vez de Río de la Plata- tiene su fundamentación en indudables propósitos de unidad continental. En el momento, esa aspiración política estaba respaldada por una concepción estratégica que apuntaba a asegurar la unidad continental mediante la fuerza militar. Ya el Director Supremo había aprobado, el 24 de junio, la célebre Memoria de Tomás Guido, en que mostraba las efectivas posibilidades de libertar a Chile y al Perú, y desde entonces la política directorial apuntó a consolidar la unidad sudamericana mediante la liberación de distritos oprimidos que pasarían a constituir con el Río de la Plata un solo cuerpo político. El Acta de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica hacía posible que cualquier distrito continental, con sólo adherir a la declaración y enviar sus diputados al Congreso soberano, quedara de hecho y de derecho comprendido entre las provincias independizadas. Y fuera acreedor al apoyo económico y militar de sus hermanas, pues todas constituían el mismo Estado. La campaña militar que se preparaba tenía la intención, ya enunciada por los jacobinos de la primera hora, de extirpar del cuerpo nacional todo enemigo de la causa, mediante una guerra de conquista que asegurara la tranquilidad exterior necesaria para el ordenamiento interno.
La proyectada guerra contra el Brasil se trocaba ahora en acuerdos dinásticos que tendían a la unidad y a la pacificación; y en cambio se llevaba la acción bélica contra el irreconciliable enemigo que había abortado la Revolución en todo el resto de Hispanoamérica. Porque es del caso tener en cuenta que, el único lugar no reconquistado para el imperio hispánico era el Río de la Plata. Y de allí, forzosamente, tendría que salir la fuerza capaz de iniciar la liberación del continente y de promover la unidad política sudamericana que, simultáneamente reclamaba Bolívar desde Kingston, en su famosa Carta de Jamaica del 6 de septiembre de 1815. En esa misma línea intencional se halla la designación de Santa Rosa de Lima como patrona de la América del Sur, la aprobación de la bandera celeste y blanca como símbolo de independencia y soberanía sudamericanas, y el cambio de designación del jefe del Ejecutivo que comenzó a firmar documentos públicos como Director Supremo de las Provincias Unidas de Sud América. Y por eso mismo San Martín, en cumplimiento de la circular que ordenaba hacerla conocer “en todas las Provincias y Pueblos de la Unión” envió a Chile el Acta de la Independencia que Marcó del Pont hizo incinerar en acto solemne.
Con estos antecedentes, que suelen omitirse no siempre por olvido, resulta muy coherente el proyecto de restablecer la dinastía incaica en el restaurado imperio sudamericano e, incluso, las peligrosas tramitaciones ante la Corte lusitana para coronar un emperador de la América del Sur que invulara la sangre de Braganza con la de los Incas.
La anacrónica posición de algunos historiadores como Halperín, Romero o la señora Sábato, que creen poco “patriótico” señalar la similitud de contenidos intencionales de la Declaración de julio y la Carta de Jamaica, ha pretendido minimizar la importancia de la corriente continentalista.
San Martín; coincidía plenamente con su pensamiento, expresado de manera categórica al diputados mendocino Tomás Godoy Cruz en carta del 24 de mayo de 1816, donde a propósito de las advertencias que él haría al Congreso si fuera diputdo, decía: “1°) Los Americanos o Provincias Unidas no han tenido otro objeto en su Revolución que la emancipación del mando de fierro Español y pertenecer a una Nación”. La conjunción o denota allí indudablemente idea de equivalencia, e indica que para San Martín era indistinto decir Americanos que decir Provincias Unidas; y esos americanos querían pertenecer a una sola Nación. Lo mismo pensaba Manuel Belgrano cuando auspiciaba coronar al Inca en el imperio sudamericano que tendría por sede el Cuzco; lo mismo también Güemes, que recibió alborozado el proyecto; lo mismo Acevedo, Serrano, Sánchez de Bustamante y, en fin, la inmensa mayoría de los diputados que apoyaron las gestiones tendientes a establecer una monarquía continental.
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