Por: Alberto Ezcurra Medrano
En 1826 se designó presidente a Rivadavia, se decretó el cese de la provincia de Buenos Aires y se sancionó la constitución unitaria. El triunfo rivadaviano fué amplio, pero breve, y su juicio lo hace acertadamente González Calderón en los siguientes términos:
“Hay que decir, respecto de la actuación del señor Rivadavia y del Congreso Constituyente de 1826, que arrastraron a la nación a la más espantosa guerra civil, cuya consecuencia fue la dictadura sangrienta. ¿Que se equivocaron de buena fe? ¿Que el país no estaba preparado para practicar las instituciones teóricamente buenas que pretendieron establecer? No se trata de eso cuando hay que discernir la responsabilidad de nuestros antepasados por los acontecimientos o por los hechos que su conducta ocasionó si se equivocaron; debe pensarse, lógicamente, que carecieron de la visión genial del verdadero estadista; si concibieron instituciones inadaptables a la idiosincrasia del país, debe creerse, con fundamente que no tuvieron conciencia de lo que sus deberes les exigían. Faltáronles a Rivadavia y al lucido círculo que lo rodeaba esa visión nítida y exacta que caracteriza a los grandes hombres de Estado y también el necesario dominio de las condiciones en que debían legislar. Cuando desaparecieron de las elevadas esferas oficiales, todo el edificio que se propusieron construir se deshizo estrepitosamente, porque sus cimientos sólo se habían apoyado en el terreno peligroso de las utopías políticas.”
Antes de dictar la constitución de 1826, los unitarios trataron de preparar el terreno para su aceptación unitarizando por la fuerza algunas provincias. Tal fue la misión de Lamadrid, “gobernador intruso” de Tucumán, como lo reconoce Zinny, y agente político de la mayoría del Congreso, como dice González Calderón. Para cumplir el fin que se había propuesto, Lamadrid inició una sangrienta campaña, teniendo por aliados a Arenales en Salta y a Gutiérrez en Catamarca. Utilizó en ella un grupo de desertores del ejército de Sucre, conocidos entonces bajo el epíteto de “colombianos”, que a las órdenes del coronel Domingo López Matute se habían puesto a su servicio. La actuación de estos hombres en la batalla de Rincón fué cruel y sanguinaria, y después de la derrota invadieron a Santiago del Estero cometiendo allí una larga serie de incendios, degüellos y atrocidades de toda índole. “La bandera -comenta Bernardo Frías- cargó con el fruto de la máquina de que se servía, y, ya en aquel año tan atrasado a Rosas, hemos leído en papeles de la fecha, salidos del rincón lejano de Catamarca, aquello de salvajes unitarios.”
Terminada la guerra con el Brasil, los unitarios, que no habían aprendido nada con el fracaso de su tentativa de 1826, procuraron imponerse por la fuerza y volvieron a encender la guerra civil. Lavalle asumió la dictadura y fusiló a Dorrego y a todos los oficiales tomados prisioneros en Navarro y Las Palmitas. Paul Groussac, historiador netamente antirrosista, comenta así este gobierno: “A la víctima ilustre de Navarro siguieron muchas otras, y la sentencia que precedió a las ejecuciones de Mesa, Manrique, Cano y otros prisioneros de guerra no borra su iniquidad. Mientras los diarios de Lavalle pisoteaban el cadáver de Dorrego y ultrajaban odiosamente a sus amigos, los redactores de La Gaceta Mercantil eran llevados a un pontón, por un acróstico . Se deportaba a los generales Balcarce, Martínez, Iriarte; a los ciudadanos Anchorena, Aguirre, García Zúñiga, Wright, etcétera, por delitos de opinión. El Pampero denunciaba al gobierno y, en su defecto, a los furores de la plebe del arrabal, las propiedades de Rosas y demás . Y luego añade Groussac el siguiente resumen y comentario: “Delaciones, adulaciones, destierros, fusilamientos de adversarios, conato de despojo, distribución de los dineros públicos entre los amigos de la causa; se ve que Lavalle en materia de abusos -y aparte de su número y tamaño-, poco dejaba que innovar al sucesor. Sin comparar, pues, la inconsciencia del uno a la perversidad del otro, ni una dictadura de seis meses a una tiranía de veinte años, queda explicado el doble fenómeno del despotismo creciente, por desarrollo natural, al par que el de su impresión decreciente en las almas pasivas, de muy antes desmoralizadas por la semejanza de los actos, fuera cual fuera la diferencia de las personas.”
Dejando a un lado las sutiles diferenciaciones entre inconsciencia y perversidad, dictadura y tiranía, según se trate de Lavalle o de Rosas, nos parece ridículo pretender que en veinte años se hubiesen cometido menos atrocidades que en seis meses. Sería preciso ver lo que habría hechos Lavalle si hubiera tenido que gobernar veinte años en las circunstancias en que gobernó Rosas. Y si nos atenemos estrictamente a comparar los seis meses que gobernó Lavalle con seis meses tomados al azar en el gobierno de Rosas, no creemos que el primero salga muy favorecido.
“El año de gobierno de los unitarios militares -dice Eliseo F. Lestrade- se caracteriza, para la demografía, como el año aciago, pues no se vuelve a producir en lo sucesivo el hecho de morir mayor número que el de nacidos.” En efecto, en 1829 mueren en la ciudad de Buenos Aires 883 personas más de las que nacen; mientras que en 1840 y 1842, los años trágicos de la dictadura rosista, el aumento vegetativo de la población es de 1.180 y 730 almas, respectivamente.
Si esto ocurría en la ciudad, la campaña bonaerense no era más favorecida. El coronel Estomba, hombre cuya exaltación concluyó en locura, y que había sido enviado por Lavalle para unitarizar la provincia, la recorría fusilando federales. Acerca de sus procedimientos nos ilustra Manuel Bilbao cuando dice que dicho coronel “recorría la campaña dominado de un furor tal que las ejecuciones las ordenaba a cañón, poniendo a las víctimas en la boca de las piezas y disparando con ellas.” Así murió Segura, mayordomo de la estancia “Las Víboras”, de los Anchorena, “por el delito de ignorar la situación de cierta partida federal.” A otros ciudadanos, por el mismo delito, los mata a hachazos por sus propias manos.
El fusilamiento a cañón, por otra parte, no era procedimiento exclusivo de Estomba. He ahí el caso, referido por Arnold y otros, y citado por Gálvez, del coronel Juan Apóstol Martínez, quien “hace atar a la boca de un cañón a un paisano, que muere hecho pedazos, y cavar sus propias fosas a varios prisioneros.”
“Las tropas mandadas por Rauch -dice más adelante Gálvez- matan a los hombres que encuentran en las calles de los pueblitos. Calcúlese que más de mil hombres aparecen asesinados. Sólo en el caserío llamado dejan siete fusilados. En la ciudad, en una tienda de la Recova, un oficial unitario desenvuelve un papel y, sacando una oreja humana, dice que es del manco Castro, y que tendrán igual suerte las de otros federales. A una criatura de siete años la matan porque lleva una divisa”.
Y a todo esto, el “sanguinario” Rosas aun no gobernaba.
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