Por Carlos del Frade
Belgrano es un desconocido. Su muerte en la pobreza fue la
consecuencia de sus ideas y hechos políticos y económicos que siempre
estuvieron en contra de las minorías que mantuvieron las relaciones
carnales con el imperio del siglo XIX, Gran Bretaña. Por eso lo dejaron
aislado y en la miseria. Después inventaron un prócer subordinado a ese
proyecto de país dependiente. Pero el verdadero Belgrano es un necesario
compañero para estos tiempos. De allí la necesidad de ver y analizar
sus banderas. Esas que sirven para transformar el presente y luchar por
un futuro mejor para los que son más en estos arrabales del mundo.
El político de la revolución
“… El vestido de los héroes de la patria, siempre tirados y siempre
en trabajos y poco menos que desnudos”, escribió don Manuel en una de
sus 370 cartas reunidas en el llamado Epistolario Belgraniano,
recientemente editado.
El párrafo hace mención a sus compañeros de armas. Los describe como
héroes de la patria. Son anónimos. Pero ellos son los héroes. Los
protagonistas de la historia.
Para Belgrano, entonces, el sujeto social son las masas anónimas, las
que combaten en el interior en pos de una nación americana.
“Llora la guerra civil y destruidora en que infelizmente está
envuelta la América”, se lamentaba el dirigente que había sido educado
en España en medio de las privaciones económicas propias y las de toda
su familia. Se recibió de abogado, volvió y a los 24 años ya era
secretario del consulado en Buenos Aires.
Ya estaba “hecho”, según el malversado sentido común de estos tiempos.
Sin embargo repetirá una y otra vez un concepto político existencial
desmesurado. Una infranqueable intransigencia contra toda forma de
corrupción.
“Ofrezco a VE la mitad del sueldo que me corresponde, siéndome
sensible no poder hacer demostración mayor, pues mis facultades son
ningunas y mi subsistencia pende de aquel, pero en todo evento sabré
también reducirme a la ración del soldado, si es necesario, para salvar
la justa causa que con tanto honor sostiene VE”, dijo e hizo el abogado
economista transformado en militar.
“No quiero pícaros a mi lado…Lo mismo es morir a los cuarenta que a
los sesenta, no me importa y voy adelante, quiero volar, pero mis alas
son chicas para tanto peso”.
¿Cuál era el vuelo que quería remontar Belgrano?
¿Qué cielo imaginaba para esas masas miserables que lo seguían?
¿Por qué le achicaron las alas al general?
Dice y repite que en las revoluciones “los que las intentan y
ejecutan, trabajan las más de las veces para que se aprovechen los
intrigantes…es la época de aprovecharse”. Pero él no se aprovechó.
Estuvo siempre a la orden de los distintos gobiernos que se hicieron
cargo de un país todavía enemigo de si mismo. De una colonia que quería
cambiar de dueño y formar parte, relaciones carnales mediante, con la
potencia hegemónica de entonces, Gran Bretaña.
“Entré a esta empresa con los ojos cerrados y pereceré en ella antes que
volver la espalda…”, confesó y fue fiel a esas palabras.
Palabras refrendadas con hechos
Palabras de un político refrendadas con hechos.
Compromiso. Como así se le llamaba a la coherencia en los años setenta del siglo XX también en estas tierras de América latina.
Un compromiso que lo llevaba a la locura.
En Vilcapugio, Belgrano estaba “parado como un poste en la cima del
morro, con la bandera en la mano, parecía una estatua”, narran los
historiadores. Allí estaba, en medio del desbande, sosteniendo la
bandera por la que había sido juzgado.
¿Por qué ese hombre que había logrado un difícil, pesado y fatigoso
ascenso social se exponía a la muerte en un sucio campo de batalla?
También sostienen los cronistas oficiales que Belgrano, en la
retirada de Vilcapugio, se ubicó en la retaguardia y cargó un fusil y
cartuchera de un herido.
Estaba cargado de ideas y proyectos. Enamorado de un país inventado
en las mesas de cafés clandestinos antes de que estallara el 25 de mayo.
“Crea V que es una desgracia llegar a un país en clase de
descubridor”, dijo en una clara demostración de inteligencia y modestia. Allí se juega el destino de sus sueños. Las ideas de un grupo de una
incipiente clase media que tomó el cielo por asalto y que no entendía
que allá lejos, a través de ríos y pampas, allá en el interior, se
pensaba y se creía en otras cosas. Será un choque para Belgrano,
Castelli y los otros revolucionarios. Eso es lo que connota esta primera
impresión de Don Manuel cuando se entrevista con la gente de carne y
hueso del país que tendrá que descubrir. “Esta gente son la misma
apatía; estoy convencido de que han nacido para esclavos”, dijo.
Repitió en abril de 1818: “todo es país enemigo para nosotros,
mientras no se logre infundir el espíritu de provincia, y sacar a los
hombres del estado de ignorancia en que están, de las miras de los que
se dicen sus libertadores, y de los que los mueven para satisfacer sus
pasiones”.
Diez años de guerra continua en favor del proyecto de la revolución de
Mayo lo llevaron a enfrentarse con Artigas aunque sostenía sus mismas
ideas políticas y económicas.
La revolución belgraniana
Pero hay un momento de la transformación de la acción política en Belgrano.
El 15 de julio de 1810 escribió los nueve puntos básicos para la Primera Junta de Gobierno surgida del 25 de mayo.
Es necesario un plan que “rigiese por un orden político las operaciones de la grande obra de nuestra libertad”.
Allí describía el cuadro de situación heredado del Virreynato:
“Inundado de tantos males y abusos, destruido su comercio, arruinada su
agricultura, las ciencias y las artes abatidas, su navegación extenuada,
sus minerales desquiciados, exhaustos sus erarios, los hombres de
talento y mérito desconceptuados por la vil adulación, castigada la
virtud y premiados los vicios”.
Ese documento se la base del Plan de Operaciones de Mariano Moreno, a
la sazón nombrado como secretario de la Junta. Agosto de 1810. Moreno,
entonces, a sugerencia de Belgrano, es el encargado de redactar el
programa político y económico que le dará encarnadura al invento de 162
personas que el 25 de mayo decidieron hacer un nuevo país y separarse de
España.
Moreno escribirá el “Plan de Operaciones. Que el gobierno provisional de
las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica para
consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia”.
Para la junta era vital el proyecto, el horizonte hacia donde marchar.
La situación no podía ser peor: “En el estado de las mayores
calamidades y conflictos de estas preciosas provincias; vacilante el
gobierno; corrompido del despotismo por la ineptitud de sus
providencias, le fue preciso sucumbir, transfiriendo las riendas de él
en el nuevo gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la
Plata, quien haciéndose cargo de la gran máquina de este estado, cuando
se halla inundado de tantos males y abusos, destruido su comercio,
arruinada su agricultura, las ciencias y las artes abatidas, su
navegación extenuada, sus minerales desquiciados, exhaustos sus erarios,
los hombres de talento y méritos desconceptuados por la vil adulación,
castigada la virtud y premiados los vicios…”, describieron los
integrantes del gobierno provisional el 18 de julio de 1810.
Moreno define la revolución como un proyecto sudamericano: “El sistema continental de nuestra gloriosa insurrección”.
Para el secretario es necesario modificar la estructura social: “tres
millones de habitantes que la América del Sud abriga en sus entrañas
han sido manejados y subyugados sin más fuerza que la del rigor y
capricho de unos pocos hombres”. Moreno sabe que los privilegios deben
ser suprimidos si en verdad se quiere crear “una nueva y gloriosa
nación”, como dirá más tarde una de las estrofas mutiladas del Himno
Nacional.
Es la misma idea de Belgrano cuando dice que “las tres quintas partes
de la población y territorio del antiguo virreinato, escapan a nuestro
control; la plata del Alto Perú, bloqueada por la insurrección del
Mariscal Nieto, resulta vital para las finanzas; representan el 80 por
ciento de las exportaciones de la capital. Además los españoles europeos
siguen conspirando. Nuestro país es inmenso y despoblado; tal es su
presente; sólo le queda acechar como un tigre, un futuro que sin duda
será de grandeza”.
Por ello Moreno quiere insuflar de decisión política al nuevo estado
para que sea herramienta de distribución de riquezas: “qué obstáculos
deben impedir al gobierno, luego de consolidar el estado sobre bases
fijas y estables, para no adoptar unas providencias que aún cuando
parecen duras para una pequeña parte de individuos, por la extorsión que
pueda causarse a cinco mil o seis mil mineros, aparecen después las
ventajas públicas que resultan con la fomentación de las fábricas,
artes, ingenios, y demás establecimientos en favor del estado y de los
individuos que las ocupan en sus trabajos”.
Y agrega que “si bien eso descontentará a cinco mil o seis mil
individuos, las ventajas habrán de recaer sobre 80 mil o 100 mil”.
Un estado que arbitre lo necesario para cumplir el objetivo de la
política, según el propio Moreno, que es “hacer feliz al pueblo”. Un
estado que vuelque su poder en favor de las mayorías y en contra de los
intereses minoritarios.
Con un proyecto de desarrollo del mercado interno y proteccionista de
su comercio y su industria: “se pondrá la máquina del estado en un
orden de industrias lo que facilitará la subsistencia de miles de
individuos”.
El futuro del país pensado por Moreno “será producir en pocos años un
continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar
exteriormente nada de lo que necesita para la conservación de sus
habitantes”.
Durante una década no habrá interés particular por sobre las
necesidades del estado revolucionario: “se prohíbe absolutamente que
ningún particular trabaje minas de plata u oro, quedando al arbitrio de
beneficiarla y sacar sus tesoros por cuenta de la nación, y esto por el
término de diez años, imponiendo pena capital y confiscación de bienes
con perjuicio de acreedores y de cualquier otro que infrigiese la citada
determinación”.
Repite su cuestión de estado a favor de una igualdad garantizada
desde el poder: “las fortunas agigantadas en pocos individuos, a
proporción de lo grande de un estado, no solo son perniciosas, sino que
sirven de ruina a la sociedad civil, cuando no solamente con su poder
absorben el jugo de todos los ramos de un estado”.
No era solamente una advertencia sobre aquel presente, sino una profecía para los tiempos que vendrían.
El 4 de marzo de 1811 Moreno fue envenenado frente a las costas
brasileñas y junto a su cuerpo también desapareció la voluntad política
de generar y sostener un estado revolucionario.
La metáfora del cuerpo del revolucionario sumergido y desaparecido en
el Atlántico es un macabro prólogo de lo que sucedería en los años
setenta del siglo XX con aquellos que intentaban un cambio estructural
en la sociedad argentina.
La cuestión educativa
“Ni la virtud ni los talentos tienen precio, ni pueden compensar con
dinero sino degradarlos; cuando reflexiono que nada hay más despreciable
para el hombre de bien, para el verdadero patriota que merece la
confianza de sus conciudadanos en el manejo de los negocios públicos que
el dinero o las riquezas, que estas son un escollo de la virtud que no
llega a despreciarlas, y que adjudicarlas en premio, no sólo son capaces
de excitar la avaricia de los demás, haciendo que por general objeto de
sus acciones subroguen el bienestar particular al interés público, sino
que también parecen dirigidas a lisonjear una pasión seguramente
abominable en el agraciado…he creído propio de mi honor y de los deseos
que me inflaman por la prosperidad de mi patria, destinar los expresados
cuarenta mil pesos para la dotación de cuatro escuelas públicas de
primeras letras”. Esas escuelas, aún en pleno año 2001, todavía no
fueron construidas.
Ese es el tamaño de la hipocresía de la historia oficial argentina.
La exacta dimensión de cuatro edificios escolares ausentes en el norte argentino.
A principios del siglo XIX, Belgrano periodista escribía que “uno de los
principales medios que se deben adoptar a este fin, son las escuelas
gratuitas adonde pudiesen los infelices mandar a sus hijos sin tener que
pagar cosa alguna por su instrucción; allí se les podían dictar buenas
máximas e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde no reine
este, decae el comercio y toma su lugar la miseria”. Es decir, educación
y trabajo garantizados por el estado.
Ricardo Caillet Bois sostuvo que “Belgrano propuso combatir la
ignorancia del labrador mediante la fundación de escuelas agrícolas” y
criticó “la falta de un comercio activo y de buenas comunicaciones.
Aconsejó la rotación y diversificación de los cultivos, y la extirpación
de las malezas. De paso señaló la importancia de los abonos y la
necesidad de impedir la tala forestal en forma irracional. Abogó por el
cultivo del lino y del cáñamo, por el establecimiento de fábricas de
curtiembres y como la polilla era el enemigo mortal de los cueros
apilados, bregó para que la ciencia hallase la ansiada solución. Con el
fin de lograr un mejor nivel de la población campesina se manifestó
partidario de las explotaciones agrarias por cooperativas, y de la
enfiteusis, adelantándose así en doce años a la realización
rivadaviana”.
“Pónganse escuelas de campaña. Obliguen los jueces a los padres a que
se mande sus hijos a la escuela. Y si hubiesen algunos que se
resistiesen a su cumplimiento, tomen a su cargo los hijos y póngalos al
cuidado de personas que los atiendan. Siempre he clamado por la
educación. Sin educación, en balde es cansarse, nunca seremos más de lo
que desgraciadamente somos”.
Lo económico
Un estado al servicio del mercado interno. Agil y capaz de generar
educación y trabajo para todos. Dispuesto a introducir avances
tecnológicos. Ese es el pensamiento de Belgrano, político economista.
“Los hornos del célebre Rumford, sólo se conocen aquí por Cerviño y
Vieytes, que los han establecido para sus fábricas de jabón, y
seguramente no debería haber casa donde no los hubiese mucho más
notándose la falta de combustible, para lo cual no veo que se tomen
disposiciones a pesar de nuestros recursos. Estos habitantes tienen todo
su empeño en recoger lo que da la naturaleza espontáneamente, no
quieren dejar al arte que establezca su imperio, y tratan de proyecto
aéreo cuanto se intente con él”, escribió en septiembre de 1805.
Denunció como periodista del “Telégrafo Mercantil, Historiográfico,
Rural y Político del Río de la Plata” a los estafadores del pequeño
comerciante de la colonia. “Otro mal imponderable al labrador y a los
pueblos, es el de los usureros, enemigos de todo viviente, a estos que
tragan la sustancia del pobre y aniquilan al ciudadano, se les debe
considerar por una de las causas principales de la infelicidad del
labrador, y como mal tan grande, no hay voces con qué exagerarlo”,
sostuvo entonces.
El desarrollo del mercado interno era la obsesión de Belgrano: “Es
preciso no olvidar que el comercio es el alma que vivifica y da
movimiento al Estado, por la importancia de cuanto necesita y la
exportación de sus frutos y efectos de industria, proporcionando a los
pueblos, la permutación de lo superfluo por lo que les es necesario, y
facilitándoles recíprocamente, todas las especies de consumo a precios
cómodos y equitativos, y que por este medio los derechos y
contribuciones moderadas, ascienden a una cantidad considerable, que
siendo suficiente para las atenciones públicas, la pagan insensiblemente
todos los individuos del estado”, sintetizó en carta al gobernador de
Salta, Feliciano Chiclana, el 5 de marzo de 1813.
Repudiaba la apertura indiscriminada de las fronteras porque “la
importación de mercaderías que impiden el consumo de las del país o que
perjudican al progreso de sus manufacturas y de su cultivo y lleva tras
si necesariamente la ruina de la nación”. Agregó que “si el mercader
introduce en su país mercancías extranjeras que perjudiquen el consumo
de las manufacturas nacionales. El estado perderá primero el valor de lo
que ellas han costado en el extranjero; segundo, los salarios que el
empleo de las mercancías nacionales habría procurado a diversos obreros;
tercero, el valor que la materia prima había producido a las tierras
del país o de las colonias; cuarto, el beneficio de la circulación de
todos esos valores, es decir, la seguridad que ella habría repartido por
los consumos sobre diversos otros objetos; quinto, los recursos que el
príncipe o la Nación tienen derecho a exigir de la seguridad de sus
súbditos”, remarcó.
Analizó que los fenómenos de corrupción dentro del estado son
proporcionales a la miseria que padecen las mayorías: “Desengañémonos:
jamás han podido existir los estados, luego de que la corrupción ha
llegado a pisar las leyes y faltar a todos los respectos. Es un
principio que en tal situación todo es ruina y desolación, y si eso
sucede a las grandes naciones, ¿qué no sucederá a cualquier ramo de los
que contribuyen a su existencia?. Si los mismos comerciantes entran en
el desorden y se agolpan al contrabando, ¿qué ha de resultar al
comercio?; que se me diga, ¿qué es lo que hoy sucede al negociante que
procede arreglado a la ley? Arruinarse, porque no puede entrar en
concurrencia en las ventas con aquellos que han sabido burlarse de
ella”.
Entiende la necesidad de la distribución de las riquezas cuando
escribió que “la repartición de las riquezas hace la riqueza real y
verdadera de un país, de un estado entero, elevándolo al mayor grado de
felicidad, mal podría haberla en nuestras provincias, cuando existiendo
el contrabando y con él el infernal monopolio, se reducirán las riquezas
a unas cuantos manos que arrancan el jugo de la patria y la reducen a
la miseria”.
Pero para lograrlo es fundamental la decisión política desde el estado.
“Nadie duda que un estado que posea con la mayor perfección el
verdadero cultivo de su terreno, en el que las artes se hallen en manos
de hombres industriosos con principios, y en el que el comercio por
consiguiente se haga con frutos y géneros suyos, sea el verdadero país
de la felicidad, pues en el se encontrará la verdadera riqueza, será
bien poblado, y tendrá los medios de subsistencia y aún otros que le
servirán de pura comodidad”, señalaba Belgrano.
Tampoco desconoció el dolor de la desocupación y su huella hacia el
futuro: “He visto con dolor sin salir de esta capital una infinidad de
hombres ociosos en quienes no se ve otra cosa que la miseria y desnudas;
una infinidad de familias que solo deben su subsistencia a la feracidad
del país, que está por todas partes denotando la riqueza que encierra,
esto es, la abundancia; y apenas se encuentra alguna familia que esté
destinada a un oficio útil, que ejerza un arte o que se emplee de modo
que tenga alguna más comodidad en su vida. Esos miserables panchos donde
ve uno la multitud de criaturas que llegan a la edad de pubertad sin
haber ejercido otra cosa que la ociosidad, deben ser atendidos hasta el
último punto”.
A Güemes le escribió en junio de 1819 una feroz comprobación:
“atúrdase V., en la Aduana de Buenos Aires hay depositados efectos cuyo
valor pasa de cuarenta millones de pesos; vea V. si lográsemos que se
extrajeran para el Interior, como tendríamos los fondos del Estado por
derechos cinco millones que todo lo alentarían”. Este párrafo es una
profunda denuncia de la concentración de riquezas de parte del estado de
Buenos Aires en contra del interior y a favor de un proyecto contrario
por el que pelean los mejores hombres, “los héroes de la Patria”, al
decir de Belgrano, las mayorías populares, en términos contemporáneos.
Lo cierto que Don Manuel hasta pensó en hacer navegable al río
Bermejo, proyecto que hasta ahora, en el crepuscular inicio del tercer
milenio sigue siendo una quimera para los argentinos.
En realidad, una clara descripción del movimiento de fuerzas productivas
de un país pensado desde adentro en pleno ejercicio del desarrollo del
mercado interno para que luego se extienda a otros rubros.
Es el mismo plan de Mariano Moreno, Artigas y San Martín.
El camino por el cual debería sostenerse “la nueva y gloriosa Nación”
sobre “la faz de la Tierra”, como dicen los versos nunca cantados del
Himno Nacional.
He allí el verdadero proyecto político económico inconcluso. El que
todavía no se llevó adelante y que requiere una práctica autónoma y
coherente con aquellos deseos incumplidos. En esas ideas fuerzas está la
suerte de una Argentina para las mayorías.
De allí que Belgrano también sea parte de la necesaria historia política del futuro.
Urgencias, corrupción y compromiso existencial
“A Dios que el tiempo me apura”, le dijo en una carta a Moreno, el 8
de octubre de 1810. Confiaba convertir un ejército de gauchos en
soldados para presentarlos como tales a sus “compañeros de fatigas por
la Patria”.
Remató estancias y enfervorizado le indicaba al secretario de la
Junta: “Nada, mi amigo. Ya este edificio no viene abajo, Usted como más
joven, lo disfrutará tranquilamente, y cooperando con sus conocimientos a
su decoración y grandeza”.
Atacó la corrupción y la describió.
“Mi amigo, todo se resiente de los vicios del antiguo sistema, y como
en el era condición, sine qua non, el robar, todavía quieren continuar y
es de necesidad que se abran mucho los ojos en todos los ramos de la
administración, y se persiga a los pícaros por todas partes, porque de
otro modo, nada nos bastará. Basta mi amado Moreno, desde las 4 de la
mañana estoy trabajando y ya no puedo conmigo”, redactó el 20 de octubre
de 1812.
Una y otra vez habla de la corrupción de los dirigentes que ocupan
cargos en el naciente estado: “Tomando la máscara de patriotas no
aspiran sino a su negocio particular y a desplegar sus pasiones contra
quienes suponen enemigos del sistema acaso con injusticia, porque
desprecian su conducta artificiosa y rastrera”. Repetía:”No veo más que
pícaros y cobardes por todas partes y lo peor es que no vislumbro
todavía el remedio de este mal”.
Es un apasionado. Siente bronca, impotencia, grita y sigue adelante.
Se siente empujado por una creencia y tiene ideas políticas y económicas para el futuro.
Por eso dice frases como estas: “En vano se quema uno la sangre”;
“dinero y pólvora y vamos adelante”; “la tropa está toda desnuda,
después de haber viajado más de 400 leguas, casi siempre con aguas, ni
la falta de lienzos, porque estos pueblos se hallan en la mayor
miseria”; “tengo al ejército falto de todo”; “que no se oiga ya que los
ricos devoran a los pobres y que la justicia es para aquellos”; se
queja, arde y exige Belgrano ya transformado en militar, lejos de Buenos
Aires, de las comodidades que supo ganarse y a punto de comprobar que
la revolución que impulsa lo dejará exiliado en sus propias tierras.
Habla de la “España Americana”, una idea que refuerza la
interpretación de que la revolución tenía un concepto liberal contra la
dominación napoleónica y que fue antimonárquica y antieuropea. Se funda
en la identidad que dio el virreynato del Río de la Plata pero se
proyecta continental y autónoma. Por eso insiste en su origen, habla de
“los Americanos”.
“Siempre me toca la desgracia de buscarme cuando el enfermo ha sido
atendido por todos los médicos y lo han abandonado: es preciso empezar
con el verdadero método para que sane, y ni aún para esto hay lugar;
porque todo es apurado, todo es urgente y el que lleva la carga es quien
no tuvo la culpa de que el enfermo moribundo acabase”, le dijo a
Rivadavia el 30 de junio de 1812. Pero Belgrano seguirá adelante.
“La vida es nada si la libertad se pierde”, le escribió a Gaspar de
Francia en enero de 1812, en cuyo texto subordina la suerte individual a
la colectiva. “No me atrevo a decir que amo más que ninguno la
tranquilidad, pero conociendo que si la Patria no la disfruta, mal la
puedo disfrutar yo”, sostuvo Belgrano. Y era cierto.
El por qué de la bandera
“He dispuesto para entusiasmar las tropas y estos habitantes que se
formen todas aquellas y hablé en los términos de la copia que acompaño.
Siendo preciso enarbolar Bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y
celeste conforme a los colores de la escarapela nacional, espero que
sea de la aprobación de VE”, remitió al gobierno desde Rosario el 27 de
febrero de 1812.
“No había bandera y juzgué que sería la blanca y celeste la que nos
distinguiese como la Escarapela y esto con mi deseo de que estas
provincias se cuenten como una de las Naciones del globo, me estimuló a
ponerla. Vengo a estos puntos, ignoro como he dicho, aquella
determinación, los encuentro fríos, indiferentes y, tal vez, enemigos;
tengo la ocasión del 25 de Mayo, y dispongo la bandera para acalorarlos,
y entusiasmarlos, ¿y habré, por esto, cometido un delito?. Lo sería si a
pesar de aquella orden, hubiese yo querido hacer frente a las
disposiciones de VE, no así estando enteramente ignorante de ella, la
cual se remitiría al Comandante del Rosario y la obedecería, como yo lo
hubiera hecho si la hubiese recibido”, respondió Belgrano a la acusación
en su contra por haber inventado la bandera.
“La bandera la he recogido y la desharé para que no haya ni memoria
de ella y se harán las banderas del regimiento número seis, sin
necesidad de que aquella se note por persona alguna, pues si acaso me
preguntaren por ella, responderé que se reserva para el día de una gran
victoria para el ejército, y como esta está lejos, todos la habrán
olvidado y se contentarán con lo que se les presente” dijo con amargura y
bronca.
“En esta parte VE tendrá su sistema al que me sujeto, pero diré
también, con verdad, que como hasta los indios sufren por el Rey
Fernando VII y les hacen padecer con los mismos aparatos que nosotros
proclamamos la libertad, ni gustan oir el nombre de Rey, ni se complacen
con las mismas insignias con que los tiranizan”, desafía Manuel.
“Puede VE hacer de mi lo que quiera, en el firme supuesto de que
hallándose mi conciencia tranquila y no conduciéndome a esa, ni otras
demostraciones de mis deseos por la felicidad y glorias de la Patria,
otro interés que el de esta misma, recibiré con resignación cualesquier
padecimiento, pues no será el primero que he tenido por proceder con
honradez y entusiasmo patriótico”, remarcó.
“Mi corazón está lleno de sensibilidad, y quiera VE no extrañar mis
expresiones, cuando veo mi inocencia y mi patriotismo apercibido en el
supuesto de haber querido afrontar sus superiores órdenes, cuando no se
hallará una sola de que se me pueda acusar, ni en el antiguo sistema de
gobierno y mucho menos en el que estamos y que a VE no se le
oculta…sacrificios he hecho por él”, terminaba aquella carta del 18 de
julio de 1812.
A pesar de haber sido acusado de insubordinación, juzgado en dos
oportunidades más por supuesta impericia y perseguido por la
indiferencia de Buenos Aires, Belgrano siguió ocho año más bregando por
el nuevo país imaginado y soñado en las febriles jornadas de mayo de
1810.
La osadía de haber creado la bandera lo exilió en forma definitiva de
los intereses del puerto en relaciones carnales ya con Gran Bretaña.
Su ardiente pasión sería usada para terminar la guerra de la
independencia pero sus ideas políticas económicas fueron sepultadas bajo
la falsificación histórica y su suerte individual disuelta en la
pobreza.
Mitre, sesenta años después, alzaría el pedestal de un Belgrano vacío de contenido, saqueado de sus proyectos y deseos.
Ese es el Belgrano que hay que continuar para que haya futuro en la Argentina.
De eso hablan estas líneas.
Soberanía y respeto para los vencidos
Con respecto a las relaciones con las potencias europeas, Belgrano
sugería una posición política abierta pero firme en el concepto de la
soberanía.
“Ellas (las naciones europeas) tendrán cuidado de traernos lo que
necesitemos, y de buscar nuestra amistad por su propio interés…es
preciso hacerse respetar y que se guarde el decoro debido al gobierno;
lo demás nos traerá infinitos males: cuando se mande una cosa, o
siquiera se diga, es preciso sostenerla aunque vengan rayos, lo demás se
reirán de VS y los burlarán”, aconsejó.
No son pocas las cartas en las que Belgrano marca el trato que debe
dársele a los prisioneros de guerra. Palabras que vienen bien
contradecirlas con los dichos y hechos de los generales que dijeron
continuarlo en los años setenta del siglo XX.
“No les falte el alimento precio, tomando las providencias al efecto,
del lugar donde deberán parar; que asimismo ningún individuo los
insulte sino que sean bien tratados en la carrera toda” , ordenó en la
misma línea de pensamiento de San Martín y hasta del propio Chacho
Peñaloza que luego sería ultimado de la manera más perversa.
Este Belgrano que no para de reclamar armas y dinero para los suyos,
es un político metido a militar que tiene en claro que la soberanía y
los gestos cotidianos hacen a la coherencia y al éxito de un proyecto
colectivo y estatal.
Semejantes frases también fueron escamoteadas de la historia oficial y del Billiken.
“Soy de la opinión, mi amigo, que hasta las acciones felices en la
milicia, deben juzgarse”, sostuvo. Con una concepción de la ética
pública distante de los hechos practicados en los últimos treinta años
de historia política argentina.
“El ganado no aparece y yo no lo he de arrebatar de los campos,
tampoco los caballos que me dice el delegado directorial, y ni pienso
tocar uno que no sea venido de ese modo…desengañémonos, nuestra milicia,
en la mayor parte, ha sido la autora, con su conducta, de los terribles
males que tratamos de cortar”. Era abril de 1819. Un anticipo del
saqueo material y humano que se llevó adelante durante el terrorismo de
estado entre 1976 y 1983.
El desprecio de Buenos Aires
Un Belgrano que puesto en “descubridor” del país y su gente real,
critica los planes hechos desde los escritorios del puerto bonaerense
siempre proclive a inclinarse ante lo extranjero y ningunear el
interior.
“Para el tratado, que se criticará por los que viven tranquilos en
sus casas y discurren con el buen café y botella por delante, mas he
tenido en vista la unión de los Americanos y aun de los de Europa, que
otra cosa; y si no me engaño me parece que la he de conseguir…Quisiera
volar al Interior; pero es mucho lo que hemos sufrido y después de una
acción tan reñida hay mucho que componer, mucho que arreglar; por otra
parte, el tiempo de aguas nos es muy perjudicial y se me ha enfermado la
gente del maldito chucho, bien que no es extraño pues se han padecido
aguas, hambres, vigilias y cuanto es consiguiente para haber logrado lo
que se logrado”, describió desde Salta, el 28 de febrero de 1813. Su
lector era nada menos que Juan José Paso, otro de los 162 que se
atrevieron a inventar un país aquel 25 de mayo de 1810.
“Siempre se divierten los que están lejos de las balas y no ven la
sangre de sus hermanos, ni oyen los ayes de los infelices heridos;
también son esos mismos los a propósito para criticar las
determinaciones de los jefes; por fortuna dan conmigo que me río de todo
y que hago lo que me dicta la razón, la justicia y la prudencia, que no
busca glorias sino la unión de los Americanos y prosperidad de la
Patria”, vuelve a desafiar Belgrano.
El puerto lo desprecia. “De Buenos Aires me apuran, según costumbre, y
no quieren creer lo que cuesta cada movimiento del Ejército: ya se ve,
están lejos, y no conocen el país, o no lo han estudiado”, escribía en
mayo de 1813.
Exigió coherencia pero sabe que su voz será olvidada en un páramo
político. Lo usarán pero no llevarán adelante sus ideas. “Si los
encargados de la autoridad pública en todos los pueblos no ponen su
conducta y los sentimientos de su corazón en concordancia con sus
palabras, y si unos destruyen por una parte, al paso que otros edifican
por otra, a costa de los mayores desvelos y sacrificios”, apuntó en
septiembre de 1813.
Pero Belgrano ya sabía su condena.
Su manera de actuar y pensar, su adhesión permanente al proyecto de
Mariano Moreno y su idea de hacer política desde las masas, lo
sentencian.
“Nada puedo remediar, nada puedo hacer; y sólo me pongo en las manos
de la Providencia por no caer en una desesperación espantosa”, escribió
en octubre de 1816. Ya había sufrido un tercer consejo de guerra y
comenzaba a ser perseguido por sus amores con Dolores Helguero.
Todavía sufriría cuatro años más de soledad.
“Es preciso revestirnos de paciencia y sufrir la pobreza”, le confesó a Güemes en enero de 1817.
Un año antes de morir, en marzo de 1819, le escribió al hacendado
Cornelio Saavedra y se calificó de formar parte de un grupo de “pobres
diablos” que andan “en trabajos”. Saavedra lo ignoró.
Su última carta, la del 9 de abril de 1820, es una confesión de derrotas.
Un descenso personal y colectivo. “Nada se de la familia desde que
salí de esa, no he podido escribir, por mis males, y porque además, las
incomodidades del camino no me lo han permitido…Me he encontrado con el
país en revolución…”, dice el texto y luego se pierden las palabras de
Belgrano por una rotura del papel.
Ya ni siquiera tiene la bandera de Vilcapugio.
No tiene dinero ni honores. El país que descubrió se hace a imagen y
semejanza de los pocos que disfrutaron mientras sus vísceras se
enfermaban al conjuro del desprecio de sus ideas políticas y económicas.
Se murió el 20 de junio de 1820. Le pagó a su médico de cabecera con una incrustación de oro que tenía en su dentadura.
El estado nacional conformado después de los años setenta del siglo
XIX lo convertiría en un héroe de la abnegación y nada más que eso. Al
servicio de la imagen de un político sumiso frente a los militares. Le
otorgarán el rango de creador de la bandera pero jamás contarán que era
un símbolo para enfrentar la indiferencia. Un símbolo para movilizar a
los anónimos en pos de un proyecto nuevo, distinto. Tampoco se dirá que
semejante invención mereció la desaprobación y su primer consejo de
guerra.
Belgrano fue un político que pensó un país para las mayorías desde un
estado que fomentara una economía basada en el mercado interno, la
educación, el empleo y la soberanía política en relación íntima con los
demás países de América del Sur.
El sujeto histórico para Belgrano eran las masas del interior del país.
Creía en la honestidad y en la ética pública como concepto preliminar
para exigir morales individuales. Donó, permanentemente, la mitad de su
sueldo.
Nunca renunció a la lucha iniciada en los días de mayo de 1810.
Este Belgrano desconocido, desfigurado por tantas avenidas, bronces,
parques y monumentos, es el que necesariamente les habla a los
contaminados por la indiferencia que el sistema esparce entre los que
son más en estos arrabales del mundo.
No solamente su proyecto es indispensable para modificar el presente,
sino también su pasión por transformar las individualidades a partir de
la ética y la coherencia de los dirigentes.
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