El diputado del PRO de origen conservador
Federico Pinedo se jacta de ser un heredero de la acción del dos veces
presidente argentino Julio Argentino Roca. En el día de hoy ha dado a
conocer este punto de vista sobre el tema de la deuda y los fondos
buitres: “Vos no aumentás tu soberanía incumpliendo tus obligaciones. Lo
que hacés es darle la soberanía a los buitres y a los jueces
extranjeros. Lo que están haciendo es disminuyendo soberanía, no
aumentándola. El que crea que va a progresar en la vida incumpliendo su
palabra no tiene mucho sentido”.
Como mi aprecio por el General Roca es que tengo en común con él, y con el General Juan Domingo Perón, por otra parte, quiero expresar que ese modo de pensar no fue nunca el del hombre que venció al mitrismo secesionista de Buenos Aires.
En el mes de diciembre del año 1902, cuatro años después de asumir por segunda vez la presidencia de la República, el canciller de “El Zorro”, como se lo llamaba a don Julio, se lanzó a una compaña mundial repudiando el ataque militar a los puertos de Venezuela por parte del Reino Unido y Alemania, entre otras potencias de la época, a raíz del “default” de su deuda externa por parte del presidente de aquel país latinoamericano, Cipriano Castro. Lejos de perorar moralmente sobre el incumplimiento de la palabra y zonceras similares, que en las relaciones internacionales tienen tanta importancia como las buenas maneras en un frente militar, Roca y su ministro se lanzaron a explicarle a la comunidad internacional la naturaleza específica de las deudas soberanas y de los estados deudores. Decía, entonces, el canciller Drago: “Entre los principios fundamentales del Derecho Público Internacional que la humanidad ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos los Estados, cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho, perfectamente iguales entre sí y recíprocamente acreedoras, por ello, a las mismas consideraciones y respeto.
El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, pueden y deben ser hechos por la nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la absorción de su Gobierno con todas las facultades que le son inherentes por los fuertes de la tierra” (el subrayado es nuestro).
Y en su apoyo recurría al mismísimo Alejandro Hamilton, uno de los teóricos del estado norteamericano: “Otros son los principios proclamados en este Continente de América. 'Los contratos entre una nación y los individuos particulares son obligatorios, según la conciencia del soberano, y no pueden ser objeto de fuerza compulsiva' -decía el ilustre Hamilton-. No confieren derecho alguno de acción fuera de la voluntad soberana”.
Como se puede apreciar, ninguna monserga propia de un representante de los acreedores, como, por ejemplo, Espert, ensuciaba la prosa del ilustre conservador de aquellos años.
Como mi aprecio por el General Roca es que tengo en común con él, y con el General Juan Domingo Perón, por otra parte, quiero expresar que ese modo de pensar no fue nunca el del hombre que venció al mitrismo secesionista de Buenos Aires.
En el mes de diciembre del año 1902, cuatro años después de asumir por segunda vez la presidencia de la República, el canciller de “El Zorro”, como se lo llamaba a don Julio, se lanzó a una compaña mundial repudiando el ataque militar a los puertos de Venezuela por parte del Reino Unido y Alemania, entre otras potencias de la época, a raíz del “default” de su deuda externa por parte del presidente de aquel país latinoamericano, Cipriano Castro. Lejos de perorar moralmente sobre el incumplimiento de la palabra y zonceras similares, que en las relaciones internacionales tienen tanta importancia como las buenas maneras en un frente militar, Roca y su ministro se lanzaron a explicarle a la comunidad internacional la naturaleza específica de las deudas soberanas y de los estados deudores. Decía, entonces, el canciller Drago: “Entre los principios fundamentales del Derecho Público Internacional que la humanidad ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos los Estados, cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho, perfectamente iguales entre sí y recíprocamente acreedoras, por ello, a las mismas consideraciones y respeto.
El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, pueden y deben ser hechos por la nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la absorción de su Gobierno con todas las facultades que le son inherentes por los fuertes de la tierra” (el subrayado es nuestro).
Y en su apoyo recurría al mismísimo Alejandro Hamilton, uno de los teóricos del estado norteamericano: “Otros son los principios proclamados en este Continente de América. 'Los contratos entre una nación y los individuos particulares son obligatorios, según la conciencia del soberano, y no pueden ser objeto de fuerza compulsiva' -decía el ilustre Hamilton-. No confieren derecho alguno de acción fuera de la voluntad soberana”.
Como se puede apreciar, ninguna monserga propia de un representante de los acreedores, como, por ejemplo, Espert, ensuciaba la prosa del ilustre conservador de aquellos años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario