Hacienda de Figueroa, en San Antonio de Areco, diciembre 20 de 1834.
Mi querido compañero, señor D. Juan Facundo Quiroga. Consecuente
con nuestro acuerdo, doy principio por manifestarle haber llegado a
creer que las disensiones de Tucumán y Salta, y los disgustos entre
ambos Gobiernos, pueden haber sido causados por el ex Gobernador D.
Pablo Alemán, y sus manipulantes. Este fugó al Tucumán, y creo que fue bien recibido, y tratado con amistad por el señor Heredia. Desde
allí maniobró una revolución contra Latorre, pero habiendo regresado a
la frontera de Rosario para llevarla a efecto, saliéndole mal la
combinación fue aprendido, y conducido a Salta. De
allí salió bajo fianza de no volver a la Provincia y en su tránsito por
el Tucumán para ésta, entiendo que estuvo en buena comunicación con el
señor Heredia. Todo esto no es
extraño, que disgustase a Latorre, ni que alentase el partido de Alemán,
y en tal posición los unitarios, que no duermen, y están como el lobo
acechando los momentos de descuido o distracción, infiriendo al famoso
estudiante López, que estuvo en el Pontón, han querido sin duda
aprovecharse de los elementos que les proporcionaba este suceso para
restablecer su imperio. Pero de
cualquier modo que esto haya sucedido me parece injusta la
indemnización de daños y perjuicios que solicita el señor Heredia. El
mismo confiesa en sus notas oficiales a este Gobierno y al de Salta,
que sus quejas se fundan en indicios y conjeturas, y no en hechos
ciertos e intergiversibles, que alejen todo motivo de duda sobre la
conducta hostil que le atribuye a Latorre. Siendo
esto así, él no tiene por derecho de gentes más acción que a pedir
explicaciones, y también garantías, pero de ninguna manera
indemnizaciones. Los negocios
de Estado a Estado no se pueden decidir por las leyes que rigen en un
país para los asuntos entre particulares, cuyas Leyes han sido dictadas
por circunstancias y razones que sólo tienen lugar en aquel Estado en
donde deben ser observadas. A
que se agrega que no es tan cierto, que por solo indicios y conjeturas,
se condene a una persona a pagar indemnizaciones a favor de otra. Sobre todo debe tenerse presente que, aun cuando esta pretensión no sea repulsada por la justicia, lo es por la política. En
primer lugar sería un germen de odio inextinguible, entre ambas
Provincias, que más tarde o más temprano de un modo o de otro, podría
traer grandes males a la República. En
segundo, porque tal ejemplar abriría la puerta a la intriga y mala fe
para que pudiesen fácilmente suscitar discordias entre los Pueblos, que
sirviesen de pretexto para obligar a los unos a que sacrifiquen su
fortuna en obsequio de los otros. A
mi juicio, no desentiende de los cargos que le hace Latorre por la
conducta que observó con Alemán cuando éste, según se queja el mismo
Latorre, desde el Tucumán le hizo una revolución sacando los recursos de
dicha provincia a ciencia y paciencia de Heredia, sobre lo que inculca
en su proclama publicada en la Gaceta del jueves que habrá usted leído.
La justicia tiene ciertamente dos orejas, y es necesario para buscarla que desentrañe las cosas desde su primer origen. Y
si llegase a probar de una manera evidente con hechos intergiversibles,
que alguno de los dos contendientes ha traicionado abiertamente la
causa Nacional de la Federación, yo en el caso de usted propendería a
que dejase el puesto.
Considerando
excusado extenderme sobre algunos otros puntos, porque según el relato
que me hizo el señor Gobernador de ellos, están bien explicados en las
instrucciones, pasarse al de la Constitución.
Me
parece que al buscar usted la paz y orden desgraciadamente alterados,
el argumento más fuerte, y la razón más poderosa que debe usted
manifestar a esos señores Gobernadores y demás personas influyentes, en
las oportunidades que se presenten aparentes, es el paso retrógrado que
ha dado la Nación, alejando tristemente el suspirado día de la gran obra
de la Constitución Nacional. ¿Ni que otra cosa importa, el estado en que hoy se encuentra toda la República? Usted
y yo diferimos a que los pueblos se ocupasen de sus constituciones
particulares, para que después de promulgadas entrásemos a trabajar los
cimientos de la gran Carta Nacional. En
este sentido ejercitamos nuestro patriotismo e influencia, no porque
nos asistiere un positivo convencimiento de haber llegado la verdadera
ocasión, sino porque estando en paz la República, y habiéndose
generalizado la necesidad de la Constitución, creíamos que debíamos
proceder como lo hicimos, para evitar mayores males. Los
resultados lo dicen elocuentemente los hechos, los escándalos que se
han sucedido, y el estado verdaderamente peligroso en que hoy se
encuentra la República, cuyo cuadro lúgubre nos aleja toda esperanza de
remedio.
Y
después de todo esto, de lo que enseña y aconsejan la experiencia
tocándose hasta con la luz de la evidencia, ¿habrá quien creerá que el
remedio es precipitar la Constitución del Estado? Permítame
usted hacer algunas observaciones a este respecto, pues aunque hemos
estado siempre acorde en tal elevado asunto, quiero depositar en su
poder con sobrada anticipación, por lo que pueda servir, una pequeña
parte de lo mucho que me ocurre y que hay que decir.
Nadie,
pues, más que usted y yo podrá estar persuadido de la necesidad de la
organización de un Gobierno General, y de que es el único medio de darle
ser, y respetabilidad a nuestra República. Pero ¿quién duda que éste debe ser el resultado feliz de todos los medios proporcionados a su ejecución? ¿Quién aspira a un término marchando en contraria dirección? ¿Quién
para formar un todo ordenado y compacto, no arregla y solicita,
primeramente bajo una forma regular y permanente, las partes que deben
componerlo? ¿Quién forma un
ejército ordenado con grupos de hombres, sin jefes, sin oficiales, sin
disciplina, sin subordinación, y que no cesan un momento de acecharse y
combatirse contra sí, envolviendo a los demás en sus desórdenes? ¿Quién
forma un ser viviente, y robusto con miembros muertos y dilacerados, y
enfermos de la más corruptora gangrena, siendo así que la vida y
robustez de este nuevo ser en complejo no puede ser sino la que reciba
de los propios miembros de que haya de componer? Obsérvese
que una muy clara y dolorosa experiencia nos ha hecho ver prácticamente
que es absolutamente necesario entre nosotros el sistema federal,
porque otras cosas, razones de sólido poder, carecemos totalmente de
elementos para un Gobierno de verdad. Obsérvese
que el haber predominado en el país una facción que se hacía la sorda
al grito de esta necesidad ha destruido y aniquilado los medios y
recursos que teníamos para proveer a ella porque ha irritado los ánimos,
descarriando las opiniones, puesto en choque los intereses
particulares, propagando la inmoralidad y la intriga y fraccionando en
bandas de tal modo la sociedad, que no ha dejado casi reliquias de
ningún vínculo, extendiéndose su furor a romper hasta el más sagrado de
todos, y el único que podría servir para restablecer los demás, cuales
el de la religión; y que en este lastimoso estado es preciso crearlo
todo de nuevo. Trabajando primero en pequeño; y por fracciones para
entablar después un sistema general que lo abrace todo.
Obsérvese
que una República Federativa es lo más quimérico y desastroso que pueda
imaginarse, toda vez que no se componga de Estados bien organizados en
sí mismos, porque conservando cada uno su soberanía e independencia, la
fuerza del poder general con respecto al interior de la República, es
casi ninguna, y su principal y casi toda la investidura, es de pura
representación para llevar la voz a nombre de todos los estados
confederados en sus relaciones con las naciones extranjeras; por
consiguiente si dentro de cada estado en particular, no hay elementos de
poder para mantener el orden respectivo, la creación de un Gobierno
General representativo no sirve más que para poner en agitación a toda
la República a cada desorden parcial que suceda, y hacer que el incendio
de cualquier estado se derrame por todos los demás. Así
es que la República de Norte América no ha admitido en la Confederación
los nuevos pueblos y provincias que se han formado después de su
independencia, sino cuando se han puesto en estado de regirse por sí
solos, y entre tanto, los ha mantenido sin representación en clase de
estado; considerándolos como adyacentes de la República.
Después
de esto en el estado de agitación en que están los pueblos contaminados
todos de unitarios, de logistas, de aspirantes de agentes secretos de
otras naciones y de las grandes logias que tienen en conmoción a toda la
Europa. ¿Qué esperanzas puede
haber de tranquilidad y calma al celebrar los pactos de la Federación,
primer paso que debe dar el Congreso Federativo? ¿En el estado de pobreza en que las agitaciones políticas han puesto a todos los pueblos? ¿Quiénes, ni con qué fondos podrán costear la reunión y permanencia de ese Congreso, ni menos de la Administración General? ¿Con
qué fondos van a contar para el pago de la deuda exterior nacional
invertida en atenciones de toda la República, y cuyo cobro será lo
primero que tendrá encima luego que se erija dicha administración? Fuera
de que si en la actualidad apenas se encuentran hombres para el
gobierno particular de cada provincia, ¿de dónde se sacarán los que
hayan de dirigir toda la República? ¿Habremos de entregar la Administración General a ignorantes, aspirantes, unitarios y a toda clase de bichos? ¿No
vimos que la constelación de sabios no encontró más hombres para el
Gobierno General que a don Bernardino Rivadavia, y que éste no pudo
organizar su ministerio sino quitándole el cura a la Catedral, y
haciendo venir de San Juan al doctor Lingotes para el Ministerio de
Hacienda, que entendía de este ramo lo mismo que un ciego de nacimiento
entiende de astronomía? Finalmente,
a vista del lastimoso cuadro que presenta la República, ¿cuál de los
héroes de la Federación se atreverá a encargarse del Gobierno General? ¿Cuál
de ellos podrá hacerse de un cuerpo de representantes y de ministros,
federales todos, de quienes se prometa las luces y cooperación necesaria
para presentarse con la debida dignidad, salir airoso del puesto, y no
perder en él todo su crédito y reputación? Hay
tanto que decir sobre este punto que para solo lo principal y más
importante sería necesario un tomo que apenas se podría escribir en un
mes.
El
Congreso General debe ser convencional y no deliberante, debe ser para
estipular las bases de la Unión Federal, y no para resolverlas por
votación. Debe ser compuesto de
Diputados pagados y expensados por sus respectivos pueblos, y sin
esperanza de que uno supla el dinero a otros porque esto que Buenos
Aires pudo hacer algún tiempo, le es en el día absolutamente imposible. Antes
de hacerse la reunión, debe acordarse entre los Gobiernos, por unánime
advenimiento, el lugar donde ha de ser y la formación del fondo común,
que haya de sufragar a los gastos oficiales del Congreso, como son los
de casa, muebles, alumbrado, secretarios, escribientes, porteros,
ordenanzas y demás de oficina; gastos que son cuantiosos y mucho más de
lo que se creen generalmente. En
orden a las circunstancias del lugar de la reunión debe tenerse cuidado
que ofrezca garantías de seguridad y respecto a los D.D. cualquiera que
sea su manera de pensar y discurrir, que sea sano, hospitalario y
cómodo porque los D.D. necesitan largo tiempo para expedirse. Todo
esto es tan necesario cuanto que de lo contrario muchos sujetos de los
que sería preciso que fuesen al Congreso se excusarán o renunciarán
después de haber ido, y quedará reducido a un conjunto de imbéciles sin
talento, sin saber, sin juicio y sin práctica en los negocios de Estado. Si
se me preguntase dónde está hoy ese lugar, diré que no sé, y si alguno
contestase que en Buenos Aires, yo diría que tal elección sería el
anuncio cierto del desenlace más desgraciado y funesto a esta ciudad, y a
toda la República. El tiempo,
el tiempo sólo a la sombra de la paz, y de la tranquilidad de los
pueblos, es el que puede proporcionarlo y señalarlo. Los
D.D. deben ser federales a prueba, hombres de respeto, moderados
circunspectos y de mucha prudencia y saber en los ramos de la
Administración Pública, que conozcan bien a fondo el estado y
circunstancia de nuestro país, considerándolo en su posición interior
bajo todos los aspectos, y en la relativa a los demás estados vecinos, y
a los de Europa con quienes está en comercio, porque hay grandes
intereses y muy complicados que tratar y conciliar, y a la hora que
vayan dos o tres diputados sin estas cualidades, todo se volverá un
desorden, como ha sucedido siempre, esto es, si no se convierte en una
Zanda de pillos, que viéndose colocados en aquella posición, y sin poder
cosa alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo a
beneficio suyo particular, como lo han hecho nuestros anteriores
Congresos, concluyendo sus funciones con disolverse, llevando los D.D.
por todas partes del chisme, la mentira, la patraña y dejando envuelto
al país en un mare magnun de calamidades de que jamás pueda repararse.
Lo
primero que debe tratarse en el Congreso no es, como algunos creen, de
la erección del Gobierno General, ni del nombramiento del jefe supremo
de la República. Esto es lo último de todo. Lo primero es donde ha de continuar sus secciones el Congreso, si allí donde está o en otra parte. Lo
segundo es la Constitución General principiando por la organización que
habrá de tener el Gobierno General, que explicará de cuántas personas
se ha de componer ya en clase de Jefe Supremo, ya en clase de Ministros y
cuáles han de ser sus atribuciones, dejando salva la soberanía e
independencia de cada uno de los Estados Federales.
Cómo
se ha de hacer la elección, y qué calidades han de concurrir en los
elegibles; en dónde ha de residir este Gobierno, y qué fuerza de mar y
tierra permanente en tiempo de paz es la que debe tener, para el orden,
seguridad y respetabilidad de la República.
El
punto sobre el lugar de la residencia del Gobierno suele ser de mucha
gravedad, y trascendencia por los celos y emulaciones que esto excita en
los demás pueblos, y la complicación de funciones que sobrevienen en la
Corte o Capital de la República con las autoridades del Estado
particular a que ella corresponde. Son
estos inconvenientes de tanta gravedad que obligaron a los Norte
Americanos a fundar la ciudad de Washington, hoy Capital de aquella
república, que no pertenece a ninguno de los Estados confederados.
Después
de convenida la organización que ha de tener un Gobierno, sus
atribuciones, residencia y modo de erigirlo, debe tratarse de crear un
fondo nacional permanente que sufraga a todos los gastos generales,
ordinarios y extraordinarios, y el pago de la deuda nacional, bajo el
supuesto que debe pagarse tanto la exterior como la interior, sean
cuales fueren las causas justas o injustas que la hayan causado, sea
cual fuere la administración que haya habido de la hacienda del Estado,
porque el acreedor nada tiene que ver con esto, que debe ser una
cuestión para después. A la
formación de este fondo, lo mismo que con el continente de tropa para la
organización de Ejército Nacional, debe contribuir cada Estado Federado
en proporción a la población cuando ellos de común acuerdo no toman
otro arbitrio que crean más aceptable a sus circunstancias; pues en
orden a esto hay regla fija y todo depende de los convenios que hagan
cuando no crean conveniente seguir la regla general, que arranca del
número proporcionado de población. Los
Norte Americanos convinieron en que formasen este fondo de derechos de
Aduana sobre el comercio de ultramar, pero fue porque todos los Estados
tenían puertos exteriores –no habría sido así en caso contrario, porque
entonces unos serían los que pagasen y otros no-. A
que se agrega que aquel país, por su situación topográfica, es en la
principal y mayor parte marítimo como se ve a la distancia por su
comercio activo, el número crecido de sus buques mercantes y de guerra
construidos en la misma República, y como que esto era lo que más gastos
causaba a la República en general, y lo que más llamaba su atención,
por todas partes, pudo creerse que debía sostenerse con los ingresos de
derechos que produjesen el Comercio de ultramar o con las Naciones
extranjeras.
Al
ventilar estos puntos, deben formar parte de ellos los negocios del
Banco Nacional, y de nuestro papel moneda que todo él forma una parte de
la deuda nacional a favor de Buenos Aires, deben entrar en cuenta
nuestros fondos públicos y la deuda de Inglaterra, invertida en la
guerra nacional con el Brasil, deben entrar los millones gastados en la
reforma militar, los gastos en pagar la deuda reconocida que había hasta
el año de ochocientos veinte y cuatro, procedente de la guerra de la
independencia, y todos los demás gastos que ha hecho esta provincia con
cargo de reintegro en varias ocasiones como ha sucedido para la reunión y
conservación de varios congresos generales.
Después
de establecidos estos puntos, y el modo como pueda cada estado federado
crearse sus rentas particulares sin perjudicar los intereses generales
de la República, después de todo esto, es cuando recién procederá al
nombramiento del Jefe de la República y erección del Gobierno General. ¿Y
puede nadie concebir que en el estado triste y lamentable en que se
halla nuestro país pueda allanarse tanta dificultad, ni llegarse al fin
de una empresa tan grande, tan ardua, y que en tiempos los más
tranquilos y felices, contando con los hombres de más capacidad,
prudencia y patriotismo, apenas podría realizarse en dos años de asiduos
trabajos? ¿Puede nadie que
sepa lo que es el sistema federativo persuadirse que la creación de un
gobierno general bajo esta forma atajará las disensiones domésticas de
los pueblos? Esta persuasión o
triste creencia de algunos hombres de buena fe es la que da anza a otros
pérfidos y alevoso que no la tienen o que están alborotando los pueblos
con el grito de Constitución para que jamás haya paz, ni tranquilidad,
porque en el desorden es en lo que únicamente encuentran su modo de
vivir. El Gobierno General en
una República Federativa no une los Pueblos Federados, los representa
unidos; no es para unirlos, es para representarlos en unión ante las
demás Naciones; él no se ocupa de lo que pasa interiormente en ninguno
de los Estados ni decide las contiendas que se susciten entre sí. En
el primer caso sólo entienden las autoridades particulares del Estado, y
en el segundo la misma Constitución tiene provisto el modo cómo se ha
de formar el tribunal que debe decidir. En
una palabra, la unión y tranquilidad crea el Gobierno General, la
desunión lo destruye, él es la consecuencia, el efecto de la unión, no
la causa, y si es sensible su falta, es mucho mayor su caída, porque
nunca sucede esto sino convirtiendo en escombros toda la República. No
habiendo, pues, hasta ahora entre nosotros, como no hay, unión y
tranquilidad, menos mal es que no exista que sufrir los estragos de su
disolución.
¿No
vemos todas las dificultades invencibles que toca cada Provincia en
particular para darse Constitución? ¿Y si no es posible vencer estas
solas dificultades, será posible vencer no sólo éstas sino las que
presenta la discordia de unas Provincias con otras, discordia que se
mantiene como acallada y dormida mientras cada una se ocupa de sí sola,
pero que aparece al instante como una tormenta general que resuena por
todas partes con rayos y centellas desde que se llama a Congreso
General?
Es
necesario que ciertos hombres se convenzan del error en que viven,
porque si logran llevarlo a efecto, envolverán la República en la más
espantosa catástrofe, y yo desde ahora pienso que si no queremos
menoscabar nuestra reputación ni mancillar nuestras glorias, no debemos
prestarnos por ninguna razón a tal delirio, hasta que dejado de serlo
por haber llegado la verdadera oportunidad veamos indudablemente que los
resultados han de ser la felicidad de la Nación. Si
no pudiésemos evitar que lo pongan en planta, dejemos que ellos lo
hagan “enora” buena, pero procurando hacer ver al público que no tenemos
la menor parte en tamaños disparates, y si no lo impedimos es porque no
nos es posible.
La
máxima de que es preciso ponerse a la cabeza de los pueblos cuando no
se les pueda hacer variar de resolución, es muy cierta; mas es para
dirigirlos en su marcha, cuando ésta es a buen rumbo, pero con
precipitación o mal dirigida: o para hacerles variar de rumbo sin
violencia y por un convencimiento práctico de la imposibilidad de llegar
al punto de sus deseos. En
esta parte llenamos nuestro deber, pero los sucesos posteriores han
demostrado a la clara luz que entre nosotros no hay otro arbitrio que el
de dar tiempo a que se destruyan en los Pueblos los elementos de
discordia, promoviendo y fomentando cada Gobierno por sí el espíritu de
paz y tranquilidad. Cuando éste
se haga visible por todas partes, entonces los cimientos empezarán por
valernos de misiones pacíficas y amistosas por medio de las cuales
sin bullas ni alborotos, se negocia amigablemente entre los Gobiernos,
hoy esta base, mañana la otra hasta colocar las cosas en tal estado que
cuando se forme el Congreso lo encuentre hecho casi todo, y no tenga más
que marchar llanamente por el camino que se le haya designado. Esto
es lento a la verdad, pero es preciso que así sea, y es lo único que
creo posible entre nosotros después de haberlo destruido todo y tener
que formarnos del seno de la nada.
Adiós, compañero. El
Cielo tenga piedad de nosotros, y dé a usted salud, acierto y felicidad
en el desempeño de su comisión, y a los dos, y demás amigos, iguales
goces, para defendernos, precavernos y salvar a nuestros compatriotas de
tantos peligros como nos amenazan.
Juan Manuel de Rosas
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