"Vengan cien mil suscripciones / y afuera las
subvenciones." (Lema de la revista Don Quijote)
En 1890, al renunciar el presidente Juárez Celman, las gentes en
las calles cantaban al ritmo del pan
francés: "Ya se fue, ya se fue / el burrito cordobés".
El apodo (se lo había puesto en el semanario Don Quijote su director y propietario, Eduardo Sojo, y se agregaba al de farolero con el que previamente lo había "bautizado" el periódico El Mosquito a raíz de una manifestación nocturna que en apoyo a su candidatura
había organizado Estanislao Zeballos, en la cual los concurrentes portaban
faroles) fue popularmente festejado y todo el mundo (todo el mundo en Buenos Aires, quiero decir; porque había un para nada velado
trasfondo porteño localista de rechazo y desdén hacia el provincianito) empezó a llamar "burrito cordobés" a Juárez Celman. Y así lo dibujaban en Don
Quijote, como podemos apreciar en estas imágenes en las que vemos al burrito cordobés con su recién nombrado jefe de policía,
coronel Alberto Capdevila; con Roca (representado como un zorro) y montado por
un mono con la cara de Ramón J. Cárcano, en sendas ilustraciones de Eduardo
Sojo (que firmaba como Demócrito); y como
estatua ecuestre en la otra, que es autoría de José María Cao (Demócrito II): También solía aparecer como un monarca oriental, con un farol en la
cabeza y orejas de burro: no sólo a Juárez Celman se caricaturizaba, criticaba, denigraba y
ridiculizaba en Don Quijote; como
podemos notar en esta ilustración (obra de Sojo en 1887) alusiva a la inicua
entrega del Ferrocarril Central Norte a los capitales ingleses, en la
cual aparece como payaso el ministro "Lata" (¿Eduardo
Wilde?), hundiendo un enorme clavo en la República, a la cual se muestra
encadenada y vestida con una túnica en la que puede leerse "vergüenza
patria":
Había más, como por ejemplo una alegórica a la Pasión cristina, en la
que se mostraba a un Juárez Celman sádico azotando con un cilicio a una
República que aparece no exenta de cierto erotismo, inerme, atada a una
columna, desnuda, con medias, ligas y tacones.
O esta otra en la que aparecía caricaturizado junto a diversos políticos
del gobierno y del congreso, apoderándose del oro que lanzaba por la boca una
figura femenina que representaba a Buenos Aires en tanto capital, a la cual
torturaban con una prensa, todo en obvia alusión a los negociados con las obras
públicas que se le achacaban al juarismo.
Esta última fue la que provocaría que en una reacción que tuvo todo de
bárbara e inconstitucional, la cámara de diputados del Congreso de la Nación, a
moción del inefable Lucio V. Mansilla (quien lo llamó "galleguito" y
dijo que antes, él mismo había "comprado" su pluma para hacerla
trabajar por la candidatura de Dardo Rocha), en setiembre de 1887 decretara que
Sojo fuera preso hasta que finalizara el período de sesiones de ese año.
Fue un escándalo. ¡El poder legislativo avanzando sobre la libertad de
prensa y atribuyéndose la potestad de hacer encarcelar a un periodista!
¡Inaudito e inadmisible! Sojo recurrió a la justicia y fue liberado; pero los
ataques del juarismo sobre Don Quijote no se
detuvieron.La prensa y la opinión pública se pusieron de parte del semanario, que
aumentó su tirada de 15.000 ejemplares a 30.000. En los días posteriores a la Revolución del 90 llegaría a tirar 60.000, y se
produjo frente a su redacción una manifestación multitudinaria vivando a
su director. Sin dudas Don Quijote fue un
factor que contribuyó y no poco, al descrédito del juarismo (y la actitud de
éste frente a la cuestión, fue lisa y llanamente demencial);
pero sostener, como muchos lo han hecho, que el periódico (al que se le
atribuyeron -y era cierto- simpatías por los cívicos) tuvo
una influencia y un protagonismo decisivos en la caída del gobierno, es ir
demasiado lejos en la simplificación de las cosas.
Juárez Celman no se vio obligado a renunciar -al menos, no sólo por eso- por la feroz crítica de un periódico, ni la
corrupción generalizada en su administración, ni los abusos de poder en
que incurrió;
"En política, como en todas las cosas, no hay falta que tarde o
temprano no se pague." (Julio A. Roca en carta a Agustín de Vedia,
1887)
A fuerza de machacar con el apodo que le puso Don Quijote y la abundante iconografía del burrito
cordobés, la imagen que ha llegado a nuestros días de Juárez Celman es la de un
sujeto de escaso o nulo intelecto y carente de patriotismo. Pero hay un
problema: no es la que se corresponde con la realidad. Perteneciente a una linajuda familia cordobesa, había abrevado en
las fuentes del positivismo liberal y abrazado esas ideas con ardor. No le
faltaban ambición, empuje y habilidad, y había hecho en Córdoba una más
que buena gobernación tras la cual fue designado senador por su provincia. Su
aspiración -a todos inocultada, por otra parte- era presidir la Nación, para lo
cual se valdría del por entonces primer mandatario: su concuñado Julio A. Roca
(ambos estaban casados con mujeres de la familia de los Funes: con Elisa,
Juárez Celman; y con Clara, el Zorro).
En su Soy Roca, Félix
Luna hace aparecer a éste como no teniendo nada que ver, como resignándose a la
candidatura de su hermano político porque no le quedaba otro remedio. Se
trata de una mentirita piadosa, una gentileza del bueno de don Luna, tan acostumbrado él a no andar parándose en
pelillos de exactitud histórica a la hora de las amabilidades o los
denuestos (como cuando escribió, refiriéndose a la gira europea de Eva Perón,
"se nota que ha peculiado
mucho", ¿se acuerda, Félix?; yo no me olvido). En fin, son esas cositas de la "novela histórica" (?). Y de las miserias humanas.
La verdad es que el "gran culpable" de que Juárez Celman haya
llegado a la presidencia de la República no fue otro que Roca; quien ya por el
13 de junio de 1882 le escribía a su concuñado tranquilizándolo y dándole las
más absolutas seguridades de que lo llevaría a la más alta magistratura
del país:
... Cualquier cosa que suceda y cualquiera sea mi conducta,
debe usted estar persuadido de que soy siempre su mejor amigo y que nunca
he de hacer nada que pueda verdaderamente dañarlo en lo más mínimo...
Clarísimo, ¿no? E ilevantable. Después de derribar, por medios más
o menos sutiles, las candidaturas de Benjamín Victorica y Bernardo de Irigoyen;
Roca dejó en pie la de Juárez. Los de la liga de
gobernadores, con alguna que otra excepción, se apresuraron a ponerse al lado del caballo del comisario.
Decía antes que Juárez Celman no era bruto ni carente de patriotismo;
fallaba el político porque fallaba el hombre. Tan simple (e irremediable)
como eso. Pero no fallaba por cuestiones relativas a su intelecto ni por
no experimentar el sentimiento de nacencia y pertenencia en y a, este suelo
argentino, no; la falla era -si cabe- mucho más grave, porque estaba en su
índole: Juárez Celman era soberbio, envidioso e iracundo. Una cosita de nada: fácil presa de tres pecados
capitales.
Se miraba en el espejo de su concuñado viendo sólo su exterior, y en su debilidad intrínseca creía que bastaba con emularlo; porque después de todo, si el Zorro podía, ¿por qué no habría de poder él, que se sabía mucho mejor que su pariente? Creyó que Roca había llegado a la presidencia sólo por obra y gracia de la liga de gobernadores (en la cual él había tenido una capital importancia); sin percatarse de que ese factor era una simple herramienta que en caso de no servirle, el otro habría reemplazado por una distinta y a otra cosa. Se creyó un sol, cuando no era más que un satélite, o a lo sumo, un onambólico asteroide (Indio Solari dixit). Evidenció su torpe soberbia creyendo que iba a comerse cruda a Buenos Aires, con el previsible resultado de que ésta se abroqueló en el rechazo al provincianito que venía con la pretensión de pisotearla y al cual en adelante llamaría burrito cordobés. Es sugerente (y sólo explicable por su altanería, que lo llevaba a tener cegada la aguda percepción que lo había caracterizado antes) que no haya reparado en que si Buenos Aires había terminado por aceptar a Roca (que asumió la presidencia luego de una guerra civil desatada precisamente por el localismo porteño y que a pesar de eso siempre se preocupó de no ofenderlo), ello se debía al hecho de que el Zorro se mantuvo -al menos, públicamente y en sus actos de gobierno- prescindente de esa división; si triunfó sobre el mitrismo y el tejedorismo, eso le era bastante a sus fines políticos ("sellaremos con sangre y fundiremos con el sable esta nacionalidad argentina" le había escrito por entonces, justamente a Juárez), lo demás no le interesaba y atinó a no caer en la venganza siempre estéril, adoptando como norma inflexible el no participar -directamente- en la política de Buenos Aires. Juárez Celman, en cambio, se complacía en su soberbia, la cual para peor, era fogoneada más y más por un grupejo de obsecuentes. Y si al tener que vivir en Buenos Aires, Roca adquirió una casa a la cual amplió y modificó sin caer nunca en la ostentación ofensiva; su concuñado se hizo levantar para sí una babilónica residencia: un palazzo ubicado en el Paseo de Julio (la actual avenida Alem) N° 551, cuyo diseño encargó al arquitecto italiano Francisco Tamburini; porque si bien Juárez Celman rechazaba y despreciaba la "barbarie" del caudillismo, debe de haberse sentido en su altivez como Estanislao López y Pancho Ramírez cuando ataron sus caballos en la pirámide de la plaza de la Victoria.
Juárez era envidioso. El éxito y el prestigio que siempre alcanzaba el Zorro en todas y cada una de las cosas que encaraba, logrando salir invariablemente airoso; su psique los sentía como carencias suyas. Roca era plenamente consciente de sus atributos, pero también lo era de sus limitaciones. Por ejemplo, en ese tiempo de brillantes oradores y sabiendo que él mismo no poseía tal habilidad, sus discursos no perseguían el floreo personal, sino que estaban cuidadosamente preparados con frases bien cortadas, pero dirigidos exclusivamente al objeto del mismo, con sencillez y practicidad. En cambio, Juárez Celman, incapaz de admirar en otros las cualidades que a él le faltaban (no había sido tampoco, por cierto, favorecido con el don de la elocuencia precisamente) sufría eso, y a la vez, como defensa al estar privado de algo que consideraba fundamental (como si la palabra gobierno fuese distinta según se pronunciara "en porteño" o "en cordobés"); se empeñaba en sentirse superior al mismísimo Demóstenes, achacándole la "culpa" de su propia carencia a su tonada cordobesa, la cual por más que lo intentara, no lograba esconder. ¡Pobre burrito cordobés, qué pequeño debe de haberse sentido en la cámara de senadores con semejante complejo de inferioridad! Y pobre el país, que debió soportar su gobierno.
Y era, además, un iracundo. Roca había edificado su poder sin humillar a las provincias exigiéndoles a los gobiernos de éstas una absoluto acatamiento a la voluntad presidencial, por lo contrario; sin necesidad de resignar fortaleza ni andar imponiendo procónsules, se abstuvo de caer en semejante aberración, y hasta en ocasiones, apoyó a decididos adversarios suyos, como hizo, por ejemplo, con Máximo Paz. En cambio, Juárez desató su ira presidencial sobre Tucumán haciendo derrocar en 1887 al gobernador Juan Posse por el "imperdonable delito" de que los electores de esa provincia habían votado en contra de su candidatura (cuando por entonces -1886-, Posse ni siquiera era gobernador todavía); descargó asimismo su cólera irreflexiva sobre el gobernador de Córdoba, Ambrosio Olmos, al cual hizo voltear a través de un proceso infame, para poner en lugar de él ¡a su propio hermano, Marcos Juárez!; y también terminó por hacer destituir al gobernador de Mendoza, Tiburcio Benegas. Decididamente, la presidencia estaba así en manos de un botarate irresponsable, fatuo, resentido y colérico.
Se miraba en el espejo de su concuñado viendo sólo su exterior, y en su debilidad intrínseca creía que bastaba con emularlo; porque después de todo, si el Zorro podía, ¿por qué no habría de poder él, que se sabía mucho mejor que su pariente? Creyó que Roca había llegado a la presidencia sólo por obra y gracia de la liga de gobernadores (en la cual él había tenido una capital importancia); sin percatarse de que ese factor era una simple herramienta que en caso de no servirle, el otro habría reemplazado por una distinta y a otra cosa. Se creyó un sol, cuando no era más que un satélite, o a lo sumo, un onambólico asteroide (Indio Solari dixit). Evidenció su torpe soberbia creyendo que iba a comerse cruda a Buenos Aires, con el previsible resultado de que ésta se abroqueló en el rechazo al provincianito que venía con la pretensión de pisotearla y al cual en adelante llamaría burrito cordobés. Es sugerente (y sólo explicable por su altanería, que lo llevaba a tener cegada la aguda percepción que lo había caracterizado antes) que no haya reparado en que si Buenos Aires había terminado por aceptar a Roca (que asumió la presidencia luego de una guerra civil desatada precisamente por el localismo porteño y que a pesar de eso siempre se preocupó de no ofenderlo), ello se debía al hecho de que el Zorro se mantuvo -al menos, públicamente y en sus actos de gobierno- prescindente de esa división; si triunfó sobre el mitrismo y el tejedorismo, eso le era bastante a sus fines políticos ("sellaremos con sangre y fundiremos con el sable esta nacionalidad argentina" le había escrito por entonces, justamente a Juárez), lo demás no le interesaba y atinó a no caer en la venganza siempre estéril, adoptando como norma inflexible el no participar -directamente- en la política de Buenos Aires. Juárez Celman, en cambio, se complacía en su soberbia, la cual para peor, era fogoneada más y más por un grupejo de obsecuentes. Y si al tener que vivir en Buenos Aires, Roca adquirió una casa a la cual amplió y modificó sin caer nunca en la ostentación ofensiva; su concuñado se hizo levantar para sí una babilónica residencia: un palazzo ubicado en el Paseo de Julio (la actual avenida Alem) N° 551, cuyo diseño encargó al arquitecto italiano Francisco Tamburini; porque si bien Juárez Celman rechazaba y despreciaba la "barbarie" del caudillismo, debe de haberse sentido en su altivez como Estanislao López y Pancho Ramírez cuando ataron sus caballos en la pirámide de la plaza de la Victoria.
Juárez era envidioso. El éxito y el prestigio que siempre alcanzaba el Zorro en todas y cada una de las cosas que encaraba, logrando salir invariablemente airoso; su psique los sentía como carencias suyas. Roca era plenamente consciente de sus atributos, pero también lo era de sus limitaciones. Por ejemplo, en ese tiempo de brillantes oradores y sabiendo que él mismo no poseía tal habilidad, sus discursos no perseguían el floreo personal, sino que estaban cuidadosamente preparados con frases bien cortadas, pero dirigidos exclusivamente al objeto del mismo, con sencillez y practicidad. En cambio, Juárez Celman, incapaz de admirar en otros las cualidades que a él le faltaban (no había sido tampoco, por cierto, favorecido con el don de la elocuencia precisamente) sufría eso, y a la vez, como defensa al estar privado de algo que consideraba fundamental (como si la palabra gobierno fuese distinta según se pronunciara "en porteño" o "en cordobés"); se empeñaba en sentirse superior al mismísimo Demóstenes, achacándole la "culpa" de su propia carencia a su tonada cordobesa, la cual por más que lo intentara, no lograba esconder. ¡Pobre burrito cordobés, qué pequeño debe de haberse sentido en la cámara de senadores con semejante complejo de inferioridad! Y pobre el país, que debió soportar su gobierno.
Y era, además, un iracundo. Roca había edificado su poder sin humillar a las provincias exigiéndoles a los gobiernos de éstas una absoluto acatamiento a la voluntad presidencial, por lo contrario; sin necesidad de resignar fortaleza ni andar imponiendo procónsules, se abstuvo de caer en semejante aberración, y hasta en ocasiones, apoyó a decididos adversarios suyos, como hizo, por ejemplo, con Máximo Paz. En cambio, Juárez desató su ira presidencial sobre Tucumán haciendo derrocar en 1887 al gobernador Juan Posse por el "imperdonable delito" de que los electores de esa provincia habían votado en contra de su candidatura (cuando por entonces -1886-, Posse ni siquiera era gobernador todavía); descargó asimismo su cólera irreflexiva sobre el gobernador de Córdoba, Ambrosio Olmos, al cual hizo voltear a través de un proceso infame, para poner en lugar de él ¡a su propio hermano, Marcos Juárez!; y también terminó por hacer destituir al gobernador de Mendoza, Tiburcio Benegas. Decididamente, la presidencia estaba así en manos de un botarate irresponsable, fatuo, resentido y colérico.
"Os entrego el poder con la República más rica, más fuerte, más
vasta y con más crédito y amor a la estabilidad, con más serenos y halagüeños
horizontes que cuando la recibí." (Julio A. Roca, discurso
de transmisión de la presidencia de la Nación a Miguel Juárez Celman, 12 de
octubre de 1886)
"No sé si hubiera sido preferible para el país y para quienes hemos
sacrificado nuestro patriotismo y nuestros desvelos en sacarlo del abismo, que
la ciega obcecación del gobierno anterior hubiese seguido su desborde hasta
estrellarse contra la bancarrota exterior e interior que ya tenía encima, para
que el gobierno que le sucediera no hubiese heredado esa sucesión ilíquida y
desastrosa que pone a prueba la resignación, los sacrificios y hasta la
reputación personal." (Vicente Fidel López)
Para 1886, la creación y consolidación del Estado nacional se habían
llevado a cabo sobre la base del crédito proveniente del exterior, con el cual
se financiaron tanto las obras de infraestructura y comunicaciones, como
la burocracia administrativa, redundando en una crecida deuda externa que
pendía sobre la nación como la consabida espada de
Damocles; en un marcado déficit fiscal y en una balanza comercial que arrojaba
un saldo negativo de 30 millones oro. En esas condiciones el país se hallaba,
pues, en virtual estado de quiebra financiera. Y sin embargo, el crecimiento
económico parecía no tener fin.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para su manejo y paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca.
Cuando el 12 de octubre de 1886 este último traspasó los atributos del poder a su concuñado, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó mayor atención.
Era ese un statu quo que imprescindiblemente requería de un liderazgo fuerte e inteligente para su manejo y paulatina corrección. Pero Juárez Celman no era Roca.
Cuando el 12 de octubre de 1886 este último traspasó los atributos del poder a su concuñado, el peso estaba con respecto al oro en una relación de 110 centavos papel por 1 peso oro, es decir, prácticamente a la par. Tres meses después, se devaluaba hasta llegar a 144. Era un síntoma, al cual no se le prestó mayor atención.
En Europa la economía estaba en expansión y los activos financieros
excedentes se volcaron a la Argentina. Había tal liberalidad para otorgar
créditos por parte de los bancos, que la cultura de la especulación reemplazó a
la del trabajo y el país se transformó en una timba. Todo el mundo jugaba a la
Bolsa y compraba y vendía tierras. Todo el mundo se hacía construir
residencias a cual más fastuosa. Todo el mundo ostentaba carruajes que
envidiarían un lord inglés, un conde francés o un barón prusiano. ¡Rich as an argentine! ¡Riche comme un argentin! ¡Reich wie ein
argentinischer! Todo el mundo se vestía con
ropas cortadas por los más afamados sastres y las más cotizadas modistas,
confeccionadas con los mejores casimires ingleses y las más finas sedas
italianas. Aunque claro, todo el
mundo... menos la masa esforzada del trabajo en las ciudades y los
campos, criolla y gringa, con
salarios misérrimos y condenada a malvivir hacinada en conventillos, que no
olía a cologne inglesa
o parfum francés, sino a sudor
rancio de jornadas extenuantes y miedo al hambre que estaba siempre al acecho,
siempre ahí.
La meritocracia característica del roquismo cedió paso a la obsecuencia
y al amiguismo distintivos de los juaristas. La concentración del poder y el
manejo discrecional del mismo por parte del presidente y su círculo de
favoritos, las fortunas fáciles, la molicie y la ostentación, habían hecho
mella en el alma argentina. La ciudadanía y los principales referentes de las
distintas corrientes de opinión habían perdido el interés por la política. La
abulia, la desgana y la desazón se generalizaron. Por esa época, Joaquín
Castellanos escribía estos versos:
Ciudad de Mayo, que en un tiempo has sido, / La joya de la América
latina, / Pueblo de Juan Chassaing y Adolfo Alsina, / No, tú no eres el que
viendo estoy! / Tu brío se apagó; tus ciudadanos / Tienen menos valor que tus
mujeres, / Y una turba ruin de mercaderes / Depositaria de tu suerte es hoy!
Tremenda viñeta ácida, desgarradora, del escritor y político salteño.
Pero real, muy real. Espantosamente real. Con una
porción de dirigentes irresponsables y envilecidos, y un pueblo claudicante en
sus valores, la problemática del país, que era propia de su
adolescencia; volvíase un drama existencial. El proverbial coraje
argentino se replegaba ("tu brío se apagó; tus ciudadanos tienen menos
valor que tus mujeres") ante la presencia decadente de los politicastros
mercachifles ("una turba ruin de mercaderes") que lo manejaban a
su antojo ("depositaria de tu suerte es hoy"), guiados sólo por su
voluntad. Que encima, era impostada; porque lo suyo no era voluntad sino
simple capricho de un badulaque sensible al halago y la adulación de un
séquito que alimentaba su infatuado ego.
La imprudencia y el descontrol en todo lo atinente a obras públicas
y la enajenación insensata de ferrocarriles y empresas estatales en aras
de un dogmatismo excesivo hasta el absurdo, trajeron aparejada una inevitable
secuela de corrupción; y la coima y el peculado tornáronse las reglas
corrientes. La ley de bancos garantidos, sin los
resguardos imprescindibles para que el destino de los fondos fuera la
producción y no la especulación; sólo sirvió para triplicar el circulante de
una moneda cada vez más depreciada. Y en ocasiones, el desmanejo administrativo
llegó a ser lisa y llanamente delincuencia, porque no de otro modo
puede calificarse a las emisiones clandestinas hechas por el ex ministro de
Hacienda y por entonces presidente del Banco Nacional, Wenceslao Pacheco;
por más que después Juárez Celman lograra que el Congreso las aprobase.
A mediados de 1889 la burbuja estalló: el oro subió, primero a 153, y
después de alzas sucesivas, osciló entre 220 y 240 hasta fines de ese año. El
incremento del costo de vida provocó huelgas y descontento, y las empresas
debieron aumentar los salarios nominales. La oposición política pareció
resurgir: después de un meeting realizado el 1 de setiembre, Leandro Alem, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo
del Valle, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López, Benjamín Gorostiaga, Pedro
Goyena y otros, constituyeron la Unión
Cívica, con la intención de presentarse a las próximas elecciones de diputados
nacionales a realizarse el 2 de febrero de 1890.
Sorprendentemente (sorprendentemente para la
oposición, quiero decir), ganó el oficialismo, en buena ley y sin fraude;
porque la Unión Cívica, falta
de adherentes, se vio obligada a la abstención. ¿Cómo fue posible que ello
ocurriera? Séame permitido parafrasear al general Juan Domingo Perón, y
comprobarán cuán sencilla es la respuesta: "La víscera que más nos duele a
los argentinos es el bolsillo". Exactísimo.
El juarismo creía haber controlado la situación económica; pero era sólo
una fantasía. En marzo, el oro alcanzó los 260; y en julio, los 310. La cosa no
daba para más; el país era un polvorín y empezaron las conspiraciones para
derrocar al gobierno. Inútil fue que en mayo, al inaugurar el período de
sesiones del Congreso, el presidente Juárez Celman expresara su beneplácito por
el nacimiento de la Unión Cívica, proclamara
con bombos y platillos que se proponía impulsar una ley que otorgara
representación a las minorías y anunciara el saldo favorable de la balanza
comercial. Era tarde, muy tarde ya para todo.
Julio A. Roca, en un implícito reconocimiento de su "culpa" al
haber impuesto a su concuñado; ideó, con fría precisión de consumado
ajedrecista, el jaque mate al burrito
cordobés. Es que entendía que si suya había sido la responsabilidad de llevarlo
a la presidencia; suya debía ser también la de arrojarlo de ella. Pero debía
hacerlo de modo de impedir, paralelamente, el encumbramiento de Alem, al
cual tenía por un extremista. La operación (y nunca mejor aplicado el término)
se desarrollaría tal cual la había planeado.
El 26 de julio ocurrió el suceso que pasaría a la historia como Revolución del 90 o
Revolución del Parque, que fue rápidamente sofocada y vencida por las fuerzas
legalistas. Pero pocos días después, el 6 de agosto, se produjo la renuncia de
Juárez Celman. No debe verse en aquel hecho el factor determinante de su caída;
porque su suerte ya estaba echada desde el momento en que el Zorro acordó con Pellegrini; sólo que el burrito
cordobés y su corte de adulones no lo percibieron.
Juárez Celman abandonó para siempre la política (o ésta lo abandonó a
él; como usted lo prefiera, estimado lector) y se recluyó en su estancia La Elisa, rumiando su amargo despecho y un sordo rencor irreductible hacia
el Zorro, a quien
reputaba como culpable de su descenso, el cual era incapaz de explicarse a sí
mismo. Murió a los 64 años, el 14 de abril de 1909.
En la dimensión a la que fuere que se haya dirigido al partir para
siempre de esta vida, lo habrán estado esperando los manes de sus
coetáneos para recibirlo al ritmo del pan
francés con un: ¡Ya se fue, ya se fue / el
burrito cordobés!
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