Por Martín Kohan.
Entonces la muerte es esto, es esto que en la foto se ve: este paso
de lo tenso a lo flojo, este paso de lo erguido a lo derramado, esta
forma de dejarse estar. No es el Día del Maestro todavía, pero lo será:
es el 11 de septiembre de 1888. Domingo Faustino Sarmiento se acaba de
morir en Asunción del Paraguay. Le sacan la foto en el mismo cuarto en
el que se produjo la muerte, porque es a la muerte a quien quieren
fotografiar, y no solamente a Sarmiento. De hecho la foto se toma como
quien dice a prudente distancia, y quien impone esa distancia no es
Sarmiento, es la muerte. Esa distancia revela a su vez el entorno, al abrir por necesidad el
encuadre. La muerte es puesta en contexto: las paredes algo cargadas de
cuadros, la mesa algo cargada de libros y papeles, la bacinilla de
porcelana al pie, una silla de reposo a la izquierda, otra menos
confortable pegada a la mesa. Sobre la mesa, entre otras cosas, un
candelabro con una vela sin luz y un reloj que sirve para desmentir las
ambiciones de lo eterno. Pero la verdad es que Sarmiento no se murió de este modo. Hay otra
foto que así lo demuestra: Sarmiento se murió en este cuarto, entre
estos cuadros, ante esa silla, pero en una cama de metal y sábanas
blancas. Murió en la cama, es decir en situación de descanso; lo que
implica que la segunda imagen, la del sillón, ha sido montada con
posterioridad. Fue una pura puesta en escena; Sarmiento posa hasta
estando muerto. Lo han vestido y lo han sentado en su sillón de lectura.
Envolvieron sus piernas con una manta, como prefigurando una resolución
a lo Rodin. Apoyaron su brazo izquierdo sobre la mesilla. El otro lo
dejaron reposar.
A Sarmiento lo sacaron de la cama donde descansaba cuando se murió,
para ubicarlo, ya muerto, en su sillón de trabajo. Ese ajuste, esa
corrección, que va de una situación a la otra y también de una foto a la
otra, refrenda el mito del prócer incansable: se muere en actividad, no
en la inacción; la fatiga es su descanso y calma, como alguna vez, en
el futuro, se cantará.
Sarmiento se ladea, torcida la cabeza; acaso en el mismo ángulo de
inclinación que el cuadro de marco oscuro de la pared en que se ve,
precisamente, una cabeza. Si el sillón fuese un pupitre escolar, porque
algo de pupitre tiene, podría pensarse a Sarmiento como un alumno que se
ha dormido en clase. Pero no, nada de eso: el énfasis severo de su ceño
fruncido y de su emblemático labio inferior prominente nos hace saber
que no ceja, que fallece pero no desfallece, que es maestro más allá de
la muerte. El fotógrafo paraguayo que tomó estas dos imágenes se llamaba Manuel
San Martín: un poco de San Martín y otro poco de Manuel Belgrano. El
nombre del fotógrafo de la muerte de Sarmiento colma el cuarto de
Asunción de significantes de próceres argentinos. El barco que llevará
los restos de Sarmiento hasta Buenos Aires, bajando por el Paraná, se
llama General San Martín. El panteón se ordena así en un visible juego
de signos, porque, cuando en mayo de 1880, es decir ocho años antes, fue
el cuerpo de San Martín el que llegaba, repatriado, al puerto de Buenos
Aires, el discurso de recepción fue pronunciado por Domingo Sarmiento.
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