por
José Luis Muñoz Azpiri (h) (**)
En
los primeros meses del año 1833 comenzaron a moverse las columnas militares
que, mediante un plan anticipadamente elaborado, ejecutarían un gigantesco
operativo envolvente cuyos brazos se cerrarían sobre el Río Negro. Los libros
de historia le asignan, en general, el nombre de Campaña del Desierto,
anteponiéndole en algunas ocasiones el ordinal Primera, para distinguirla de la
realizada por Roca cuarenta y seis años más tarde. Nosotros preferimos
denominarla Campaña de Rosas al Sur, o bien Expedición de Rosas a los ríos
Colorado y Negro; y es respecto a la misma a lo que vamos a referirnos.
En
1890, la oficina de empadronamiento de los Estados Unidos de Norteamérica
declaró de modo formal que el proceso histórico de la frontera había llegado a
su fin. Dijo, en efecto, textualmente, que “la zona indefinida ha sido tan
invadida por colonias aisladas, que difícilmente pueda afirmarse que existe una
frontera”.
En
nuestro país existe una declaración formal paralela, concerniente a los
militares, que fija implícitamente una fecha liminar como conclusión del
proceso de nuestra frontera interior. Un decreto del Poder Ejecutivo, del 7 de
noviembre de 1940, al reconocer servicios prestados al Ejército, dice que, “los
militares que hubieran actuado en las campañas del desierto hasta el 31 de
diciembre de 1917 serán considerados Expedicionarios del Desierto”.
Destaca
Homero Guglielmini que las fechas señaladas por esos actos oficiales (1890 y
1917, respectivamente) son, por supuesto, arbitrarias. “No hay manera posible
de anunciar una fecha exacta para determinar el final de un proceso tan
prolongado, complejo y fluido, como es el progresivo desarrollo de una frontera
interior, la ocupación de los espacios vacantes o insumisos en poder exclusivo
hasta entonces de las fuerzas elementales de la naturaleza, entre las cuales se
encuentra el indio, el desierto y las inclemencias de la intemperie. Se trata
de un movimiento eminentemente dinámico y potencial, en constante trámite
interno de estabilización, en permanente proyección externa de avance, en
perpetua transición conflictual y prospectiva”. (1)
Las
relaciones entre indígenas y europeos en el Río de la Plata nunca fueron
cordiales, fueron desafortunadas desde el inicio, con la fundación de Buenos
Aires de 1536. Los episodios de la destrucción de Buenos Aires figuran
circunstancialmente descriptos en los grabados de L. Hulsius, de Nüremberg,
quién ilustró el libro de Ulrico Schmidel, “Viaje al Río de la Plata”, donde se
relatan las peripecias de la expedición de D. Pedro de Mendoza. El esmeril del
hambre había limado la última diferencia entre la civilización transoceánica y
el salvajismo caníbal. Posteriormente, las relaciones de indios y españoles
fluctuaron entre la convivencia y la guerra franca.
Se
fueron estableciendo, así, las llamadas fronteras interiores, que
delimitaban las jurisdicciones del blanco y del indio, aunque no siempre los
sistemas centrales y los regionales ejercieron la soberanía de hecho en sus
respectivos territorios. La llamada “frontera” fue una línea móvil,
barométrica, por ser índice de la potencialidad de cada uno de los grupos en
pugna por el control del área. El “Desierto” argentino - árido o no - se
caracterizó y se caracteriza no sólo por sus rasgos geográficos, sino también
por sus elementos étnicos y, principalmente, por su situación
socio-estructural. A partir de la década del 80 del siglo pasado, montado el
desarrollo nacional en función de los intereses de la “pampa húmeda” (ligados a
su vez, a intereses extranjeros), el desierto fue considerado “tierra de
conquista”, para quedar luego en situación de dependencia respecto de los
centros hegemónicos. Primero fue la confrontación entre la Civilización y la
Barbarie, lucha que significó la extinción cultural y demográfica del indígena
y el gaucho. Ahora es la confrontación entre el “desarrollo” y el
“subdesarrollo” lo que produce el despoblamiento de las zonas áridas y
semiáridas por las migraciones hacia los cinturones de las grandes ciudades. (2)
Sin
embargo, no siempre fue así. Al menos en el período que nos ocupa. Los
territorios situados al sur de la frontera del Salado constituían una vastísima
y feraz extensión de tierras donde el indio fue, en efecto, una presencia
constante y significativa en la historia. argentina del siglo XIX, no sólo
porque ocupaba y controlaba enormes porciones[i]
del territorio sino, principalmente, por los complejos vínculo y lazos que
conectaban ambas sociedades. A lo largo de la frontera, el comercio constituyó
el eje de esas relaciones, pero con el comercio se filtraron múltiples
influencias culturales. Hábitos, usos y costumbres de los blancos penetraron en
la sociedad indígena en tanto los pobladores de la frontera adaptaban muchos
elementos de los indios. El blanco empezó a apreciar la exquisita artesanía del
cuero y la plata de las tolderías y el indio a calcular la cantidad de litros
de alcohol de una vaca vendida en Chile.
La
concepción de fronteras y límites ha mantenido una diferenciación en la
historia a lo largo de los tiempos. El término convencional de demarcación de
un país con respecto a otro en la antigüedad partía de la consideración del
propio país como centro de poder y civilización y al resto se lo consideraba
pueblos bárbaros, obviamente desde la óptica de la superioridad cultural,
política y militar del país en cuestión, y desde entonces se denomina límite a
la localización geográfica de "tierra de nadie", que separa dos
realidades, con una connotación política sobre una localización geográfica
contrastable. Por ejemplo, en la Edad Media en la Península Ibérica, con la
invasión de los musulmanes, y con la reconquista se modifica continuamente la
demarcación geográfica, de uno al otro lado, a causa de una lucha militar
permanente y resolutiva, y posteriormente y a partir de la independencia de los
Estados Unidos, y sobre todo con la conquista del Oeste, este límite adquiere
una movilidad hacia lo desconocido, desplazándose en el tiempo y en el espacio,
y creando una historia cambiante, económica y cultural (3)
En
realidad, entendemos como límite la línea divisoria o lindera de reinos,
posesiones, etc. mientras que frontera es el límite o confín de un Estado.
Frederick Jackson Turner idea el término frontera, en 1893, en su obra "El
significado de la frontera en la historia americana", y la hace sinónima
del espíritu nacional norteamericano.
El
derecho internacional y público tiene para el vocablo frontera una definición
precisa. Sin perjuicio de su utilidad la vida de las naciones, el siglo que
corre ha mostrado la crisis de ese concepto fijo, signado como está por las
nuevas técnicas armamentistas, las finanzas y las empresas trasnacionales, las
áreas de dominio de los distintos poderes hegemónicos, la multipolaridad del
universo económico y estratégico, etc. Esta crisis, que se pone en evidencia
sustancial a fines de la Segunda Guerra Mundial, viene perfilándose desde
comienzos del siglo pasado, y en realidad dio lugar a la creación de una nueva
disciplina, combinación de historia, geografía política y estrategia militar:
la Geopolítica. La definición de uno de sus creadores, Kjellen (4), está
demostrando esa crisis y esa fusión de disciplinas: "La geopolítica es un
punto de partida para un entendimiento diferente de la geografía política y de
la estrategia de ocupación territorial de las naciones". Sin entrar en la
historia de esta disciplina, es una realidad que este tipo de teorización
incidió en las políticas imperialistas de las potencias centrales, por un lado,
y de la periferia por el otro. Como resultado, la reflexión sobre el espacio y
por ende sobre las fronteras nacionales o las áreas globalmente estratégicas,
se ha ido convirtiendo en una orientación imprescindible que de hecho activó la
reflexión sobre los espacios nacionales. Este proceso, se ha dado también -
obviamente referido a la nación norteamericana convertida en poder hegemónico
mundial, y relacionado con el papel estratégico y defensivo que con referencia
a ese poder les cabe a las naciones americanas del resto del continente. (5)
En
este punto me agradaría hacer una aclaración. Entre las etimologías fantásticas
que últimamente proliferan, hay una en particular que nos tiene singularmente
hastiado: se trata de la definición “políticamente correcta” de “pueblos
originarios” dado que según los iletrados que la utilizan (que van desde
las más altas magistraturas hasta los militantes del común), aborigen
significaría “sin origen”. Ab es preposición latina que significa
“desde”, es decir, aborigen es el que está desde los orígenes, ya sean
habitantes, plantas o animales. Las llamas eran aborígenes, pero las vacas no,
por ejemplo.
Los
romanos llamaban aborígenes a los primeros habitantes, prerromanos, de
Italia y consideraban esta palabra equivalente a indigenae
(etimológicamente “nacidos u originarios del lugar”) y al griego autóchthones
(”de la tierra misma”). Ahora se les ha dado por hablar de pueblos
originarios, creo que por “corrección política”, de la misma forma que el
eufemismo de “matrimonio igualitario” para parejas del mismo sexo, o
“carenciado social” para las personas en situación de marginalidad, pues no
entienden que significa aborigen y les parece que indígena tiene
una connotación despectiva (lo relacionan erróneamente con indio, palabra
que etimológicamente no tiene nada que ver). Y como suele suceder en estos
casos, el remedio es peor que la enfermedad, porque el adjetivo originario
necesita una indicación del lugar, y los inmigrantes y sus descendientes
también son originarios de un lugar, aunque el lugar sea otro.
Hecha
esta aclaración, quisiéramos destacar que los contactos interétnicos no se
limitaban a meras influencias culturales o intercambios comerciales. Cristianos
o “huincas” - refugiados políticos, delincuentes escapados, cautivos de ambos
sexos - vivían en las tolderías; tribus enteras, algunas numerosas como las de
Catriel y Coliqueo, se encontraban establecidas en territorio blanco como
aliadas y amigas y algunos caciques llegaron a ser considerados estancieros, como
ocurrió en Bahía Blanca con Francisco Ancalao. (6) Un caso simbólico es el de
los hermanos Pincheira, íntimamente relacionados con el período Vorogano (sobre
el que hizo un interesante estudio Jorge Oscar Sulé en su libro “Rosas y sus
relaciones con los indios”), estos militares criollos que como otros habían
luchado por el Rey, fueron acorralados por las fuerzas republicanas chilenas en
la proscripción y el bandolerismo, frecuentemente en compañía de indígenas que
habían peleado del mismo bando. Perseguidos, cruzaron la cordillera y junto a
sus aliados Voroganos vivieron, en buena medida, del saqueo de las tolderías
tehuelches y pampas. Es que el crónico estado de guerra de las llanuras,
refleja en parte la anarquía de los Estados en formación a uno y otro lado de
la cordillera y de las parcialidades indígenas entre sí. Valga recordar que
Andrés Bello - de modo precursor - sostuvo que nuestra Guerra de la
Independencia es tipificable como intestina. Españoles metropolitanos,
chapetones, estuvieron con la emancipación. A la monarquía fernandina, en
cambio, fueron leales no pocos españoles indianos adscriptos al absolutismo,
así como la muchedumbre indígena. Un dato poco mencionado es la lealtad del
pueblo mapuche a la Corona.
Ahora
bien, ¿Eran los araucanos autóctonos del actual territorio argentino? Mucho se
ha discutido esta circunstancia y diversas teorías se han presentado al
respecto. A veces, documentos y vestigios arqueológicos resultan difícil de
compatibilizar, o francamente divergen: la guerra de Troya, la invasión de los
Dorios y la araucanización son algunos ejemplos. En tanto algunos los
consideraban chilenos, otros han alegado que ya habitaban en la Pampa a la
llegada de los conquistadores. En realidad, los araucanos son originarios de
ambos lados de la cordillera de los Andes, fácilmente comunicables a la altura
de los territorios que ocupaban, aunque en mayor número habitaran del lado del
Pacífico. Al respecto, existen novedosos enfoques, como lo de los
investigadores Daniel Villar y Juan Francisco Jiménez respecto a este proceso
tan discutido y al territorio otrora conocido como Mamil Mapu. (7)
Mamil Mapu significa país del
monte en mapudungun, el idioma de la Araucanía progresivamente adaptado
como lengua franca por las poblaciones indígenas del norte de la Patagonia y de
la región pampeana desde el siglo XVII en adelante. Ese país del monte se
correspondía con la región natural de igual nombre, un área en la que dominan
el caldén y el algarrobo y que va desapareciendo gradualmente hacia el Este al
hacerse prevalecientes los pastizales de la pampa bonaerense.
No
todos los indígenas del Mamil Mapu tuvieron el mismo comportamiento ante
los españoles. Algunos comenzaron en actitud de abierta rebelión y, cuando
creyeron llegado el momento o cuando las circunstancias los obligaron, pactaron
con las administraciones coloniales de la frontera. Seguramente supusieron que,
de esa forma, se verían favorecidos en la puja por las hegemonías regionales.
Otros persistieron en su rebeldía, incluso al precio de su propia
supervivencia. Aquellos y estos pagaron un alto costo en vidas, territorios y
recursos. Aún cuando los primeros, asistidos por el apoyo
hispano-criollo, imaginaron que podían resultar vencedores en los conflictos
entre nativos, lo cierto es que no lo fueron, si el éxito se midiese con
relación a dichos costos. Dos civilizaciones extrañas, tras de cada una de las
cuales se extendía un mundo del espíritu humano. El indio forrado en pieles y
plumas, el conquistador en hierro. Aquellos hombres no tenían nada en común,
salvo la carne.
En
realidad la Pampa estuvo habitada por otras tribus aparte de las que encontró
Pedro de Mendoza al fundar por primera vez Buenos Aires, pero su identidad no
está bien aclarada, dado su carácter nómade y su rápida desaparición, y
finalmente, sólo quedaron los araucanos para desarrollar la actividad bélica
contra los cristianos. Los indios araucanos recibieron diversos nombres en
nuestro territorio. Se los denominó pampas, aucas, serranos, puelches,
huiliches, ranculches o ranqueles, pehuenches, picunches, etc. Pero
estos nombres se referían únicamente a su ubicación geográfica, o a las
principales características de la misma, y no a diferencia raciales que, según
se ha dicho, entre ellos prácticamente no existían, hablando todos la misma
lengua, y considerándose “mapuches”, es decir, “hijos de la tierra”.
Sin
embargo, para ser exactos, a los araucanos debemos agregar los tehuelches o
patagones, habitantes de la Patagonia que también llegaron a establecerse
esporádicamente en algunos sectores de la Pampa. Estos indios, menos numerosos,
racialmente distintos y de hábitos pacíficos comparados con los araucanos, se
unían en algunas oportunidades con ellos para atacar a los cristianos, aunque
generalmente los araucanos fueron sus más encarnizados enemigos, habiendo
sufrido en sus manos terribles derrotas y, en los últimos tiempos de la guerra
del Desierto, desaparecieron como factor bélico contra el invasor europeo,
recostándose sus restos sobre los territorios australes.
Pero
más allá de la suerte de los protagonistas, la gesta de los rebeldes constituyó
un capítulo más en el interesante y complejo proceso de migración de
poblaciones de la Araucanía hacia Puel Mapu, el país del este, es decir,
las mencionadas tierras del norte patagónico y de la región pampeana. Esa
migración existió desde antiguo, pero se intensificó cuando los españoles
ocuparon Chile a mediados del siglo XVI, y se prolongó hasta la primera mitad del
siglo XIX. Ocasionó la fusión y la fisión, la desaparición y el surgimiento de
grupos indígenas en las regiones de destino. Por ejemplo, a ella se debe
durante la segunda mitad del siglo XVIII, la constitución del grupo conocido
como ranqueles, habitantes de Mamil Mapu.
El
proceso de araucanización de la Pampa fue largo y complejo y, como dijimos,
parece haber comenzado en el siglo XII, sino antes en la región cordillerana -
en la tierra de los pehuenches - para extenderse desde allí y en forma
paulatina, hacia el sur mendocino y las llanuras, proceso este que se
desarrolló a lo largo del siglo XVIII, mediante la difusión de elementos
culturales, de la lenta adopción de la lengua araucana y del desplazamiento de
pequeños grupos de mapuches chilenos y de elementos araucanizados. El malón se
transformó en una empresa económica colectiva capaz de unificar a los distintos
grupos y aunar recursos, hombres y esfuerzos al servicio de esta actividad, sin
duda la más rentable para el indio. Los ganados transitaban por caminos
conocidos, aprovechando parajes con aguadas y pastos. A lo largo de los años,
el continuo movimiento de los animales fue marcando esos caminos que se
convirtieron en grandes arterias de circulación del territorio indio, las
conocidas “rastrilladas”, de las que partía una cantidad de caminos menores que
unían las distintas tolderías. El principal punto de convergencia de estos
senderos, un punto estratégico, en el confín de la estepa y el monte de
algarrobos y caldenes, donde desde el siglo XVIII se engordaba el ganado antes
de arrearlo a Chile era Salinas Grandes. Tenían un claro proyecto hegemónico
con el que tuvo que vérselas la diplomacia de Rosas ( hecha de pulso, gran
habilidad y maña, según sus propias palabras).
No
obstante, algunos historiadores consideran que debe abandonarse la arraigada
idea del nomadismo de los indígenas pampeanos dado que la población india
estaba asentada en parajes bien determinados donde la presencia de pastos, agua
y leña hacía posible su supervivencia. Algunos lugares, como las tierra vecinas
a las sierras del sur bonaerense, los valles del oriente pampeano, el monte de
caldén y los valles cordilleranos, fueron centros de asentamiento de
importantes núcleos de población. La alta movilidad de los indígenas, determinada
por la circulación de los ganados, no debe confundirse con nomadismo. En
algunos casos, en el sur bonaerense o en zonas cordilleranas, puede hablarse
a lo sumo de un seminomadismo estacional
determinado por las necesidades de movilizar los rebaños de los campos de
verano a los de invernada (8)
En
sus excursiones para recoger el ganado cimarrón que poblaba la Pampa -
alrededor de treinta millones de cabezas según cálculo de Azara - contribuyeron
a su desaparición, a la par de los “accioneros”, es decir, los cristianos
habilitados para efectuar vaquerías durante la época colonial, y los gauchos
alzados. Extinguido el ganado cimarrón, los indios, que antes habían atacado a
los “accioneros” considerando esos ganados de su propiedad, comenzaron a arrear
el manso que los hacendados habían aquerenciado en sus estancias. Esto en la
provincia de Buenos Aires tuvo lugar alrededor de 1740. Difícil es saber de qué
lado se iniciaron las serias hostilidades que, desde entonces, se sucedieron y
jalonaron de sangre la guerra del desierto. Podría pensarse que partió de los
araucanos, necesitados de los animales - que ya no se encontraban en estado
salvaje - con el fin de mantener su comercio con Chile. Pero también habría que
culpar a los primitivos estancieros, que continuamente invadían las tierras de
los indios, ignorando los tratados y cometiendo con ellos toda clase de
tropelías, con lo que provocaban su lógica reacción.
Para
encarar la situación bélica se adoptaron varias medidas: una de ellas fue
encargar a los padres jesuitas la evangelización de los indios estableciendo
dos misiones; una cerca de la boca del río Salado y otra en la actual laguna de
los Padres, cerca del cabo Corrientes (Mar del Plata). La segunda medida
consistió en la construcción de varios fuertes y fortines para la defensa de la
frontera, así como la creación de tres cuerpos militares armados de lanza, a
los que se dio en nombre de Blandengues, ya que estos, al saludar a las
autoridades cuando revistaban, hacían blandir sus lanzas. Fueron situados en
los fuertes del zanjón, Luján y Salto, límite de las tierras hasta donde
llegaban los indios. ¡Luján! Es sorprendente la corta distancia que separaba a
Buenos Aires del territorio donde acampaban los ranqueles.
Pero
ninguna de las dos cosas resultó. Las misiones tuvieron que ser abandonadas a
los pocos años dado que los naturales era irreductibles y los cuerpos militares
se mostraron incapaces de contenerlos. No obstante, después de haber pasado
períodos de cruenta guerra, la situación de los araucanos, durante los últimos
años del período colonial, era circunstancialmente de paz. Los indios venían a
comerciar a la misma ciudad de Buenos Aires (tal como se visualiza en las
acuarelas de Pellegrini y Vidal) y los cristiano, a su vez, expedicionaban en
gigantescas caravanas, a veces de centenares de carretas; como las migraciones
de los pueblos bárbaros del Viejo Mundo, guiándose sólo por las estrellas y
fuertemente custodiadas, hasta el corazón de la Pampa Virgen, para procurar la
sal de Salinas Grandes (imprescindible para los saladeros).
En
los primeros tiempos de la colonia, la sal era traída de Cádiz. A medida que se
fue transitando por el vasto territorio se localizaron salinas. Tal es el caso
del vecino y estanciero de Luján, don Domingo de Izarra en 1668, que tras
recorrer la zona sur bonaerense se encontró unas eflorescencias salinas cuyas
capas blanquecinas revestían el suelo de las inmediaciones. Por ese motivo, a
la zona se la denominó Bahía Blanca.
El
historiador Juan Beverina publicó en 1929 "Las expediciones a las Salinas",
donde detalla estas riesgosas jornadas. Dada la escasea de sal en Buenos Aires,
se creyó conveniente autorizar a los vecinos para que vayan a buscarla. Los
primeros viajes estuvieron en manos de particulares con escasas garantías de
seguridad. A partir de 76, se encargó el Cabildo de organizar las expediciones
oficiales a las Salinas Grandes. Se aconsejaba salir en octubre o noviembre
para que los pobladores de la campaña tuvieran tiempo para volver a recoger sus
cosechas. Además, en este período, era más fácil encontrar agua y pasto para
los bueyes y para el ganado que llevaban para el consumo durante el viaje.
El
gobernador emitía un bando donde se indicaba
fecha de salida, lugar de reunión de las carretas, composición de la
escolta y nombre del jefe militar a quién se confiaba la empresa. Los puntos de
reunión eran Luján, la Guardia de Luján (hoy Mercedes) y la laguna de
Palantelen. Los concurrentes quedaban sujetos al régimen militar, teniendo el
jefe amplia facultad para conservar el orden.
El
Cabildo proveía los fondos para los gastos de la expedición: alimentación y
sueldo para el personal de la escolta, del cirujano, del capellán, del baqueano
y obsequios para los indios (aguardiente, yerba, tabaco y azúcar). Esos gastos
los cubría con el impuesto que debía pagar la carreta, a razón de una fanega
(trece arrobas) o una fanega y media de sal de acuerdo a los costos del viaje.
Cada vehículo podía cargar de 6 a 8 fanegas de sal, que luego vendía en Buenos Aires
a buen precio, lo que explica la abundante concurrencia de carreteros.
La
distancia por cubrir era de 118 leguas, a razón de 6 leguas diarias. Debían
sortear lugares difíciles, ya que al cruzar el río Salado se ingresaba en un
territorio aventurado y turbulento, sometido al arbitrio del indio. Siempre
estaba latente el fantasma del malón.
Los
grupos eran escoltados por los blandengues, fuerza militarizada acompañada por
algunos cañones de pequeño calibre con su respectiva dotación de artilleros, lo
cual constituía una efectiva medida de disuasión. No obstante, la voluntad de
las tribus no siempre era beligerante o rapaz, el interés de los indios era
cambiar sus tejidos pampas y sus piedras por aguardiente, yerba y azúcar, tarea
que realizaban los bolicheros que acompañaban la expedición. También en las
crónicas se relata que las caravanas eran acompañadas por bailes y canciones
que con el tiempo se cimentaron en verdaderas tradiciones.. Una vez llegados a
las salinas se establecía el campamento, que no difería mucho del castrum de
las legiones romanas en el limes del Imperio, dado que se encontraban en las
entrañas de un territorio ajeno y extraño.
Se
comenzaba de inmediato la extracción, con una barreta de hierro que rompía las
capas de sal. Se amontonaba la sal en forma de pirámides y se lavaba el barro
que pudiera tener con agua de la laguna. Cuando todas las carretas estaban
cargadas, se iniciaba el viaja de regreso a la Gran Aldea. La voracidad de
algunos carreteros que se excedían con la carga haciendo caso omiso a las
recomendaciones de los organizadores de la expedición, hacía demorar el viaje
por la frecuencia de las roturas de ejes y ruedas.
Legando el convoy a destino, se pagaba el
impuesto y los carreteros quedaban liberados para iniciar el comercio en Buenos
Aires.
En
1786 se pensó en incluir un topógrafo en las expediciones, para reconocer el
terreno y levantar un plano del lugar, de manera de poder construir una
fortaleza que los reguardara de los indios. De esa manera se hubieran podido
reducir costos y evitar los peligros y la zozobra a las que estaban expuestas
las caravanas, algunas de considerable magnitud como la de 1778 compuesta por
600 carretas, con sus capataces, carreteros y peones, con un total de 900
personas. Se sumaban unos 12.000 bueyes y 2.600 caballos acompañados por una
escolta de 400 hombres. Había empresarios de la sal que participaban con 150
carretas; otros con 10 a 15 y otros que iban con una. Si bien los planos fueron
presentados, nunca se llegó a construir la fortaleza.
La
paz con los indios prosiguió, podría decirse, hasta 1815. Pero la imperiosa
necesidad de expandir las fronteras, a consecuencia de la valoración de los
ganados que trajo el comercio libre, fue llevando a los cristianos a sobrepasar
cada vez más el Salado. Algunos estancieros ya se habían establecido fuera de
ese límite, manteniendo, con su conducta cordial, buenas relaciones con los
indios. Uno de ellos fue Francisco Ramos Mejía en su estancia “Mirasoles”.
Otro, Juan Manuel de Rosas, quién practicaba lo que denominó “el negocio
pacífico con los indios” logrando no sólo que no atacaran sus establecimientos
sino que hasta trabajaran muchos de ellos como peones en sus estancias.
El
caso de Ramos Mejía, “El confinado de Los Tapiales”, es singular. Había
¡comprado! a los indios las tierras de su estancia, en lugar de seguir la
práctica habitual de arrebatarlas, y los adoctrinaba en su peculiar convicción
religiosa, basada en la exégesis bíblica. Muchos indios trabajaban en su
estancia y por su intercesión se había acordado la llamada “Paz de Miraflores”,
rota unilateralmente por Martín Rodríguez, como tantas veces. Su figura
trasciende el marco de la historia e incursiona en el terreno de la leyenda.
Dice un autor: “El mismo día de la muerte de Ramos Mexía su familia
inició trámites para darle descanso en un sepulcro edificado en el parque de su
chacra. Dos días con sus noches pasaron sin lograrse el consentimiento para la
inhumación. Transcurría ya la tercera noche y Ramos Mexía continuaba entre
cuatro hachones en una de las estancias de su casa. Imprevistamente, cuando ya
clareaba, ocho indios pampas, de los que llegaron con él desde el Desierto y
acampaban desde entonces en Los Tapiales, entraron silenciosamente en el cuarto
del túmulo, tomaron la caja en la que Ramos Mexía yacía y marcharon con ella
hasta el portalón. Allí lo posaron en una carreta y detrás de ella formaron
cortejo con toda la indiada que estaba de guardia. El indio boyero movió su
picana; chillaron los ejes y la lerda carreta inició su marcha, entre cercos de
tunas y plantas esbeltas, con rumbo al Desierto. Los indios amigos montados en
pelo, con el sol ya alto, cruzaron el río Matanzas y en señal de honra y a
sones de duelo siguieron al carro que escoltado entonces por cañas tacuaras y
gritos de teros, se perdió a lo lejos…”.
Los
hijos del Desierto se llevaron a quien consideraban propio. (9)
Con el tiempo se produjo lo que se
considera causa fundamental de la guerra: las invasiones indígenas – sus
temibles malones – para robar los ganados vacunos y caballadas ya que, una vez
agotadas sus haciendas de las cuales hicieron un comercio importante con los
indios en Chile, no les quedó otro recurso que arrebatar los rodeos mansos de
los pobladores de las campañas.
Recordemos que los caballos y los
ganados alzados se reprodujeron en escenarios feraces, atrayendo también a los
aborígenes trasandinos. A pesar de su incremento natural, esos ganados se
agotaron por el despilfarro de los aborígenes, ya sea por comercialización
excesiva o por matanzas indiscriminadas para cuerear, a lo que hay que añadir
la merma provocada por las epidemias y las dificultades del procreo. El ganado
vacuno preñado debido a su menor movilidad, era mucho más fácil de capturar que
el yeguarizo. Arreando masivamente con él los indios, puede destacar que a
mediados del siglo XVIII quedó casi completamente extinguido.
De esa manera, los aborígenes
necesitaban hacienda vacuna porque algunas tribus se habían acostumbrado a
consumirla y por la urgencia que tenían de llevarla a Chile para su
comercialización. No trepidaron así, en tomarla de los rodeos cristianos,
apacentados de sus poblados hacia afuera. Se originó de esa forma el malón – al
que ya hemos mencionado – y que para los pueblos civilizados representó la
invasión sin otro móvil que el robo. Por su parte, los indios araucanos, a
menos de cien leguas de Buenos Aires seguían avanzando. Robaban ganado y
mataban a sus dueños. Vacas y caballos que despojaban a nuestras llanuras, eran
vendidos en el país trasandino. Obtenían con frecuencia armas, con las que
combatían a los defensores de nuestras ciudades.
Como es lógico, en Buenos Aires
existía un gran temor de salir al campo a buscar ganado. Para el cristiano la
situación resultaba insostenible. No podía desarrollar acción alguna sin que
estuviese amenazado por el indio. Los viajes por las pampas eran verdaderas
odiseas de imprevisible final. Aquellos pocos que se aventuraban a transitar
por el desierto estaban en permanente zozobra, oteando la soledad y la lejanía
a la espera de algún ataque.
Lo evidente es que la escasez de
ganado aumentaba y los indios se aproximaban cada vez más a Buenos Aires. A
pesar de celebrarse algunos convenios pacíficos con los aborígenes, en 1740 los
indios aucas que merodeaban por las cercanías del río Salado, asaltaron el 26
de noviembre el Pago de la Magdalena y asesinaron a 200 hombres, mujeres y
niños, sustrayendo mucha hacienda.
Con la población reducida y sin
medios de acrecentarla, la ocupación de la tierra tenía que ser lenta. Por tal
motivo, la autoridad se limitaba a la defensa y conservación del territorio
poblado. De ese modo, resultaba difícil emplear los recursos estratégicos que
la geografía argentina brindaba en muchos aspectos. Las fronteras tuvieron,
precisamente, que avanzar empujadas por el crecimiento demográfico. En 1774 la
campaña contaba sólo con 6.064 almas y, en consecuencia, el territorio que
ocupaban era poco extenso. Cuando esa población se doblo en 1778, rebalsó la
línea de defensa, circunstancia que obligó al Virrey Vértiz a adelantar las
líneas fronterizas.
Según documentación de esa época, se
sacrificaban por año 600.000 animales, se utilizaban 150.000; quedaban para
“banquete” de perros, cuervos y chimangos 450.000 animales. Esto representaba,
incluido el desperdicio de sebo, cerdas y astas, ocho millones de pesos. Pero
la abundancia disminuyó considerablemente por este derroche. Algún malón
afortunado, llegó a llevarse una arriada de cien mil animales a la Cordillera.
Cuando en 1801 la población ascendía
a 32,168 almas, las líneas de fronteras ya resultaban inadecuadas, estrechas,
deficientes. La necesidad de sobrepasarlas marcaba un movimiento natural.
Los tratados de paz que se
conservaban con los indios y el aumento constante de la población, determinó
que hacia 1810 las estancias y chacras se extendieran más allá de los fuertes y
fortines. Sucedía que, reiteradamente las poblaciones de los pastores se
extendían más allá de la mal defendida frontera.
Los cristianos eran meros ocupantes
de aquellas soledades incultas y salvajes, en una vida azarosa y expuesta a la
indiada.
En general, las poblaciones eran de
gente imprevisora. Los indígenas se habían acercado. Percibían la incipiente
civilización y adquirían nuevos gustos. Pero ese contacto era perjudicial para
los cristianos que, aislados, sufrían el roce brutal. Por otra parte,
delincuentes y vagos eludían la acción de las autoridades, refugiándose en los
toldos de donde resultaban doblemente dañinos.
Muchos fueron los intentos en
encontrar la tranquilidad anhelada para defender los establecimientos
pastoriles.
La revolución de mayo de 1810
encontró la frontera en ese estado, inútil para garantir la vida de los
ganaderos. Por tal razón, el primer gobierno patrio pensó en mejorar la defensa
de las fronteras. Con ese y otros objetivos comisionó al coronel Pedro Andrés
García quien, por nota del 26 de noviembre de 1811, comunicó que los fuertes y
fortines eran ya estériles debido a que los estancieros se habían asentado más
allá de su radio de defensa. Proponía emprender sin tardanza el adelanto de la
frontera sobre una doble línea: la primera desde el desagüe del Colorado al mar
hasta el fuerte de San Rafael en Mendoza. La segunda debía formar la cordillera
de los Andes, en los pasos que franqueaba por Talca y Frontera de San Carlos
apoyando a la izquierda sobre los nacimientos del río Negro de patagones y su
derecha al paso del Portillo.
Pero como bien lo ha señalado el
coronel Álvaro Barros en “Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sur”,
el movimiento revolucionario de 1810 trastornó, como era natural, el orden
establecido en las fronteras y, atenciones de mayor trascendencia ocuparon la
mente de los ilustres varones de aquellas epopeyas. Los Blandengues y Dragones
se disolvieron para ir a confundirse con la libertad patria y las fronteras
quedaron totalmente desguarnecidas. Los pobladores quedaron así librados a sus
propios recursos. También cesaron las expediciones a las Salinas, en busca de
sal y ninguna tropa armada fue enviada a través de las regiones desiertas de la
pampa. Sin embargo, la seguridad anterior debido a pactos con los indios,
indujo a algunos pobladores animosos a avanzar desde Chascomús a la margen
derecha del Salado, adelantando las poblaciones, ya entre las tolderías hasta
Dolores, el Tuyú y otros puntos. De esa manera, durante la guerra de la
Independencia, las fronteras continuaron ganándole tierras al indio, por el
solo esfuerzo de los pobladores.
En esta situación tuvo lugar la
primera gran invasión de los salvajes que se lanzaron sobre las poblaciones
indefensas, cosechando un gran botín. Tomaron posesión del pueblo de Salto,
hicieron gran número de cautivos y retornaron soberbios y enriquecidos a sus
tolderías. A partir de entonces se sucedieron los malones que causaron grandes
destrozos. Los indios invadían de un modo cruel y exterminador.
¡Excelente articulo! Nuestras felicitaciones al autor.
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