Si los hechos de la conquista hasta aquí relatados no estuvieran condicionados a un sentido misional que, a la vez, no hubiera sido el contenido político esencial del imperio español, trataríanse de meros episodios religiosos de la conquista de América, no fundamentales en cuanto a la formación de lo auténticamente tradicional americano.
El relato de la conquista espiritual de Hispanoamérica pasaría a ser, admitida la menor jerarquía del sentido misional como objetivo de la empresa, un conjunto de anécdotas sin mayor validez como categorías; manera que adoptó la historiografía liberal, barriendo de su bibliografía la labor evangelizadora, para hacer de ella una simple expresión del “atraso secular de España, a fin de poder dar a la gesta colonizadora un carácter más de acuerdo con tantas otras conquistas habidas en la historia de la humanidad; es decir, un pueblo fuerte —en este caso España se enfrenta a pueblos débiles -las razas naturales del Nuevo Mundo- y por poseer mayores recursos técnicos en el arte de la guerra, los domina, los explota y con los títulos derivados de la guerra victoriosa aumenta territorio nacional, el patrimonio de la corona o las posibilidades mercantiles de la metrópoli.
Roto así, dentro de este esquema, todo afán de espíritu, lo tradicional americano puede ser acomodado a la última teoría política de moda; y la historiografía liberal la acomodó a las necesidades de una expansión económica que, situada en su hora y en su medio, carece de toda realidad histórica. Porque los hechos de la historia europea confirman, si no bastara la copiosa documentación que hemos expuesto, el sentido misional de la conquista de América; y la historia económica confirma la realidad de ese sentido como un imperativo del ser mismo de la hispanidad en los siglos XVI y XVII.
Si
ello no se ha visto antes ha sido por el afán de construir la historia de la
época colonial, no sólo desprendida de la realidad imperial española, de la
realidad política y espiritual del imperio español, sino, además, aislada de la
realidad mundial que la circundara.
“El mundo moderno —llamo mundo moderno, dice Meinvielle, al engendrado por la acción antitradicional de la Reforma protestante,
perpetuada por el liberalismo del siglo XIX y dispuesto ahora a sepultarse en
la anarquía bolchevista—, el mundo
moderno, digo, no sabe qué es la
vida, porque se ha privado del acto propio de
la inteligencia, que es juzgar” 935.
Por
juzgar entendemos un proceso ideológico, es decir, no conocer las cosas por su
mera exterioridad fenoménica, sino por las esencias determinadas por el fin.
Por ello, para que escribir historia alcance a ser una manera concreta de
juicio, a fin de que en lugar de una apariencia intelectual resulte una
definida postura política, es imprescindible rebasar el mecanismo de la documentación
para penetrar en los juicios de valor sobre la realidad del pasado. Así, por
ejemplo, es imposible tomar los métodos británicos de comercio con sus colonias
y colocarlos en pugna con los utilizados por los españoles, sin considerar si
ambos constituyen realidades con el mismo contenido moral. No cabe, tampoco,
comparar la colonización inglesa en América con la realizada por España, sin
que antes el juicio nos haya demostrado que ambas obedecían a una misma
finalidad. Y al realizar esta tarea, juzgando el pasado, veremos cómo lo
demostrado por los documentos se esclarece con nuevas luces, y el sentido
misional de la conquista de Hispanoamérica se muestra como un hecho tan
definido y concreto como el dado por la exposición de las circunstancias
vistas a través de los viejos papeles.
Dice Achille Loria
que la colonización, como la inmigración, es un Fenómeno eminentemente moderno,
y de origen capitalista. Sobre tal
base afirma, con verdad que suscribimos, que la primera gran nación
colonizadora es Inglaterra, y demuestra cómo, a raíz de la revolución agrícola
de los siglos XVI y XVII, que dio por resultado en ese país la constitución de
grandes latifundios, destinados al pastoreo, los agricultores expropiados
formaron el núcleo originario de la emigración transatlántica y dieron origen a
la primera manifestación colonizadora.
Pero es lo cierto que la revolución agrícola de referencia no fue sólo la expresión
de progresos técnicos, sino que uno y otros fueron determinados por la
aparición de una mentalidad nueva para encarar los problemas propios de la
producción, del comercio y de la distribución de la riqueza.
Sin entrar ahora a considerar este aspecto, fundamental,
de la cuestión, es lo cierto que en la acción que
empuja a España a colonizar el Nuevo Mundo no hay nada que permita colocarla
dentro de este esquema, pues ni siquiera, al iniciar la conquista, la economía
española ha salido de las reglas propias del medioevo.
No sólo no tiene masas
expropiadas, sino que, salida recién de una guerra de ocho siglos, y cuando
acababa de expulsar de su seno a los moriscos y judíos no conversos, lejos de
poseer masas para constituir el núcleo de cualquier
emigración, se encontraba en condiciones de propiciar inmigraciones que
acrecieran su caudal de habitantes.
De
los varios métodos empleados para la fundación de colonias, el primero en
aparecer —dice Loria— se fundó sobre el monopolio y se desarrolló sobre tres
grandes bases:
a)
el
monopolio de los elementos productivos;
b)
el
monopolio comercial;
c)
el
monopolio político.
La historia de los Estados Unidos, como la de
otras colonizaciones realizadas por Gran Bretaña, confirman estas
apreciaciones del economista italiano, por cuanto ese fundar colonias responde
a una mentalidad capitalística, cosa que no se advierte, y no podía ser de otra
manera, históricamente considerado, en la acción de España en América. Suponer
la existencia de una mentalidad capitalística de la España del siglo XV es algo
más de lo que puede admitir el más lego en historia. Así, por ejemplo, es fácil
advertir que mientras el monopolio inglés se realiza en exclusivo beneficio del
desarrollo de las manufacturas de la metrópoli, el monopolio español es una
forma de proteccionismo que busca facilitar a cada una de las regiones del
Nuevo Mundo el desarrollo de sus propias posibilidades, sin entrar en
competencia con las otras.
No es ésta una afirmación inconsistente.
España no sólo no prohibió. sino que creó y fomentó el desarrollo de las
industrias americanas en el mismo momento que la Francia del mercantilista Colbert
prohibía a las suyas toda industria; y la Inglaterra de Pitt hacía lo mismo, y
con singular energía, con las propias. En 1548 las cortes de Valladolid pedían
que se hiciera todo lo posible para que las colonias se bastaran a sí mismas
con productos de sus propias manufacturas, petición imposible de concebir para
un inglés que consideraba, y así llegó a decirlo Pitt, que una herradura hedía
en Norteamérica era un delito que debía castigarse. Bien podemos repetir con
Colmeiro: “Digan lo que quieran
los censores de nuestro sistema colonial, hay
algo y mucho digno de alabanza en la política de España respecto a sus
colonias. Mientras Inglaterra desterraba de sus posesiones de América las
artes mecánicas, nosotros teníamos fábricas de paños bastos en los virreinatos
de Méjico y Peni, telares de seda
en la isla de Los Angeles, en
Nueva España, ingenios de azúcar en la Isla Española y otras partes, y se
labraba la pita y el algodón, y
sobre todo el lino y el cáñamo, en Chile, de donde se proveía de jarcias y
velamen a nuestra armada del Sur; y bien que las leyes fomentasen la industria
de las colonias olvidando en este caso el monopolio de la madre patria, todavía
consagraba el principio noble y generoso que «importa menos
que cesen algunas fábricas que el menor agravio que puedan sentir los
indios>> (ley 4, título XXVI, libro IV, de la Recopilación de
Indias)”937.
Este
distinto sentido económico se revela, además, en el hecho cierto de que,
mientras la colonización inglesa es siempre costera y consiste en instalar
factorías vecinas al
mar, mediante las cuales se pueda explotar al nativo,
la colonización española es, siempre, mediterránea. No fueron portuarias las
grandes ciudades coloniales de Hispanoamérica, y ello basta para demostrar que
no se crearon con finalidades mercantiles. ¿Es, acaso, que Inglaterra poseía un
mejor sentido de lo económico que España? Evidentemente hay mucho de eso, pero
no se trata de un hecho histórico tan simple como parece, porque es,
justamente, el nudo de la cuestión. Inglaterra, cuando comienza a colonizar, lo
hace sobre dos elementos esenciales a los fines de que la tarea sólo obedezca a
imperativos económicos: 1° Un determinado desarrollo de la acumulación de
capitales; 2° Carencia de los controles religiosos o éticos que permitieron la
eclosión de la mentalidad capitalística.
La
economía política, presunta ciencia del más puro origen británico y
capitalístico, ha creado algo así como una conciencia del origen natural del
sistema. “Para ellos -dijo el autor
de El CAPITAL refiriéndose a los economistas- sólo existen dos clases de instituciones, las del arte y las de la
naturaleza. Las instituciones feudales son instituciones artificiales; las
instituciones burguesas son instituciones naturales” 938. Toda una nutrida bibliografía, cuya característica esencial es
la carencia de sentido histórico, se ha escrito para demostrar ese carácter
“natural" de las instituciones económicas y políticas de la burguesía,
mediante el equívoco de confundir la tendencia del hombre a enriquecerse como
una expresión del fenómeno capitalista, en lugar de considerarlo como un hecho
moral ajeno a toda concepción natural de la economía. El racionalismo ha hecho
perder a tal punto todo sentido de la existencia, que no es raro que Rousseau
confundiera los impulsos naturales con la propia naturaleza, y por
consiguiente, con la vida. Pero lo cierto es que mientras no se rompen en los
hombres los diques de todo principio de ética sobrenatural, no aparece en el
mundo un fenómeno semejante al capitalismo. Cualquier tratado de economía política
se destaca por un hecho evidente, que consiste en explicar e! sistema en
función de los poseedores, es decir de los beneficiarios del mismo,
conformándose con la posibilidad jurídica de que todos puedan llegar a poseer.
Este hecho nos dice que el capitalismo es una concepción netamente
individualista y, por consiguiente, destructora del individuo, por lo mismo que
lo desprende de la humanidad para valorarlo, no como hombre, sino como poseedor.
Ha dicho Berdiaeff que “la verdadera ciencia histórica apareció tan
sólo en el siglo XIX, puesto que vemos que en el siglo anterior aún se admitía
la posibilidad de que la religión fuese un SIMPLE INVENTO DE LOS SACERDOTES
PARA EMBAUCAR AL PUEBLO” 939. La
religión es algo más fundamental, puesto que está ligada al destino mismo del
hombre, o al concepto que el hombre tenga de su destino. El catolicismo, que
posee un firme sentido ecuménico, toma al individuo dentro de una universalidad
condicionada a fines sobrenaturales, y no materiales o humanos, salvando así la
personalidad de cada ser. Por eso el capitalismo surge de un conjunto de hechos
antirreligiosos, y es, esencialmente, un instrumento de lucha antirreligiosa.
Sólo la comprensión exacta de esta circunstancia es lo que permite valorar el
hecho esencial, sobre todo para comprender la distinta posición de España e
Inglaterra en la explotación económica de sus colonias, de que mientras
Inglaterra encarna a la Reforma religiosa, España es el movimiento contrario, o
sea, el de la Contrarreforma.
NOTAS:
935 Julio Meinvielle, CONCEPCIÓN
CATÓLICA DE LA ECONOMÍA, Buenos Aires, año 1936, pág. 13
936 Achille Loria, CORSO DE ECONOMIA
POLITICA, Milán, año 1919, pág. 705
937 Manuel Colmeiro, HISTORIA DE LA
ECONOMÍA POLÍTICA EN ESPAÑA, Madrid, año 1863, tomo II, pág. 396.
938 Carlos Marx, MISERIA DE LA
FILOSOFIA
939 Nicolás Berdaieff, op. Cit., pág.
15.
Fuente: Sierra, Vicente: El
sentido misional de la conquista, Dictio,Buenos Aires, 1980, p.p. 419-424
El autor del blog Julio Otaño se ha lucido como nunca: Vicente Sierra, Manuel Galvez, Julio Irazusta, tres maestros que nos siguen enseñando a amar la Patria. Son tan grandes que todo lo que podamos hacer ahora se sustenta en hombres como ellos.
ResponderEliminarFelicitaciones.