Por Federico Ibarguren
Independencia -
República - Federación
¡La hermandad rioplatense soñada por
Artigas! El artiguismo aportaba a la acción política, según se ha dicho, el
concurso de grandes masas humanas fanatizadas y enroladas por un caudillo
decidido a todo. Fue el maduro ex-capitán de Blandengues quien, en este orden
de ideas, aglutinó poblaciones enteras en pos de una voluntad revolucionaria
de hermandad
frente al exterior y de autodeterminación
en lo interno. No sólo por oposición a un régimen (el español en vigor)
decadente y anárquico que desvirtuaba nuestra convivencia, sino también
contra la amenaza de invasión extranjera, atenta siempre a fomentar
rivalidades y rencores entre vecinos para empequeñecerlos y dominarlos con
más facilidad. Estos peligros nos amenazaban
concretamente desde dos direcciones o centros de irradiación: el continental
propiamente dicho (Brasil), y el extracontinental (Estados europeos). En ocasión de abandonar Artigas el
sitio de Montevideo, emigrando con su pueblo al Ayuí (donde estableció su
campamento como un Moisés del siglo XIX), se vio en el Río de la Plata un espectáculo de
heroísmo y resolución colectivos que no tenía paralelo en hispanoamérica. Los
epígonos porteños de Sobremonte habían transigido —el 20 de octubre de 1811—
con la írrita autoridad del virrey Elío, Y la respuesta de la multitud
victoriosa y así sojuzgada de pronto por presión de los intereses británicos,
fue unánime: ¡autodeterminación
o muerte! Es con Artigas que se cumple, pues, la
verdadera emancipación política y social de estos pueblos ubicados al sur de
Río Grande. Con Artigas en
el Este y con San Martín en
el Oeste. Sin ellos, el 25 de Mayo
de 1810 habría quedado en episodio intrascendente y desgraciado luego de la
vuelta del rey Femando. El encumbramiento de otro jefe popular, igualmente
obedecido (don Juan Manuel de Rosas), hará posible más tarde la
reestructuración, desde Buenos Aires, de la secular heredad, rota años atrás
por la ceguera de las “élites” criollas. Y bien ¿cómo fue posible —nos
preguntamos ahora nosotros— el milagro (en plena crisis y sin ayuda
forastera) de hacer frente “con palos, con las uñas y con los dientes”, según
la frase de Artigas, a la defección de unos elencos gobernantes que habían
renunciado a la
Independencia, cansados de fracasos y de derrotas?
Cierto que era muy seria la situación
en aquél ambiente de derrotismo psicológico y moral reinante en 1814. Femando
VII, lleno de prepotencia inferior, acababa de recuperar el trono español,
acéfalo luego de la evacuación bonapartista. Los directoriales porteños,
aterrados en el ínterin, suplicaban de Inglaterra la media palabra para
volver a someterse, siempre a la rastra de los sucesos europeos, a otro
monarca títere que se buscaba, desde luego, con el apoyo de la Santa Alianza. En
tanto Artigas, digno émulo de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro,
proclamaba el deber
de resistir hasta la muerte, alzando intransigente la bandera tricolor (la
popular bandera), símbolo de sacrificio, fraternidad y autodeterminación, en
las ciudades y llanuras de Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe y Córdoba y en el
corazón de la selva misionera. Le estaba dando así, el jefe de los
orientales, la razón a San Martín, el brillante oficial de caballería de
Buenos Aires, toda vez que operaba, en la emergencia, bajo el mismo lema
revolucionario del fundador de la
Lautaro: Independencia y Constitución.
Ahora bien, el “protectorado” del
prócer en nuestras provincias ribereñas del Paraná y Uruguay, no tuvo en ningún
momento la finalidad separatista que le atribuyen sus detractores. No fue
Artigas el enemigo arbitrario de la
Unión; ni mucho menos un vulgar bandolero, fomentador de la
anarquía argentina, según lo sentencia Vicente Fidel López. Tampoco es cierto
que hiciera fracasar, por ambiciones inconfesables —como lo ha fallado
Mitre—, el sueño de Independencia proclamado por los congresales de Tucumán y
jurado por el Directorio porteño. ¡Qué esperanzas! La historia nos prueba,
precisamente, todo lo contrario.
Artigas oponíase —eso sí— a la
homogeneidad racionalista e inhumana, perseguida por las logias en estas
tierras. Combatió con todas sus fuerzas, los avances avasalladores del
régimen metropolitano, implantado primero en Francia y más tarde en España
por los Borbones, bajo el rótulo de “despotismo ilustrado”, lo que
llamaríamos en nuestros días “mutatis mutandis”, un Super-estado Continental
regulado, pero a contrapelo de los pueblos.
Y bien, Buenos Aires habíase
transformado a partir de 1813 —a las órdenes de una camarilla apoyada por
Gran Bretaña desde Río de Janeiro—, en una sucursal vergonzante de aquél Superestado regulado (con
carácter de factoría) cuya orientación efectiva estaba en manos de la Santa Alianza.
Por ello Artigas fue un decidido republicano;
pero sin liturgias liberales perturbadoras y atento siempre al rumbo que iban
tomando los hechos en hispanoamérica. La monarquía, en el instante lleno de
posibilidades porque atravesábamos, representaba para las masas el dócil
acatamiento a la media palabra de los vencedores de Napoleón, el cúmplase
resignado de los dictados foráneos del Congreso de Viena. Y tal cosa
resultaba suicida, por ser contraria a la autodeterminación real perseguida
por los rioplatenses, después del triunfo de Las Piedras.
“Es cómodo para los directoriales haber
desarrollado la política de la cobardía, de la indignidad y de la traición, y
escribir después la historia de la calumnia —señala, en página notable como
todas las suyas, el historiador Carlos Pereyra 15—. Para el
criterio directorial, la anarquía es del pueblo y sale de abajo, como la
fetidez de un pantano. La gente decente está obligada ante todo a defenderse
de la canalla, pactando con el extranjero. Ahora bien, esto es no sólo
infame, sino falso y absurdo. La anarquía no es producto popular. La anarquía
es siempre una falta o un crimen de los directores. ¿Quiénes eran los
caudillos y qué representaban? —añade Pereyra—. Entendámonos al hablar de
caudillos, y no permitamos una confusión de mala fe. Los caudillos fuertes y primitivos
—no los derivados perversos, pequeños y estúpidos que vienen después —, los
caudillos hacen frente al enemigo mientras la sabiduría de las clases
elevadas capitula miserablemente. ¿Quién salva a Buenos Aires? Güemes,
mientras Buenos Aires, paga negociadores llenos de torpeza y abyección en
Europa y Río de Janeiro. Salta arroja a los soldados del virrey mientras
Rivadavia recibe en Europa, un puntapié de Femando VII. ¿Quién impide que el
Río de la Plata
se pierda y quede señoreado por un enemigo? Artigas.
Sin embargo. Artigas es
un criminal. ¡Un criminal porque no trata con los portugueses! Un criminal
porque el instinto y el sentimiento le indican el camino de la organización
que ha de realizar la historia. Para que Artigas pudiera ser considerado como
un criminal se necesitaría que los “hombres de la civilización” hubieran
intentado previamente utilizar la fuerza explosiva de la gente de los campos,
comprendiendo que esa tenacidad indomable representa un factor del que no
podían prescindir los gobernantes. Sí éstos se hubiesen dado cuenta que toda
política debía fundarse en la afirmación positiva de la Independencia, y
que la Independencia
requería un ejército numeroso, bastante para hacer frente a todos los
enemigos, en todos los
territorios amenazados, bajo una dirección común —termina el
pensador mejicano—, Artigas habría tenido que ser un general del ejército
regular [y no un San Martín declarado bandolero], y San Martín habría sido el
generalísimo de ese mismo ejército [y no un Artigas de gran estilo que
expedicionaba en el Pacífico], mientras Artigas defendía el territorio de
Misiones, cuna de San Martín, la diplomacia de Buenos Aires se hallaba
dispuesta a tratar con todos los enemigos y a inutilizar el esfuerzo de todos
sus defensores considerando como delincuencia el patriotismo”.
Y es que las huestes federales seguían
entendiendo el patriotismo como un llamado de la “tierra de los padres”.
Permanecían fieles al concepto clásico y tradicionalista de cosa recibida en
herencia; de legado acrecentado por las generaciones con independencia de
toda abstracción política o institucional que desdibujara su entrañable
realidad. La minoría directorial urbana, de espaldas a la tierra, confundía
el patriotismo con el esplendor de unas recetas aprendidas sobre “formas de
gobierno” o “libertades mercantiles”, más o menos bien pergeñadas por la
filosofía liberal, inteligible apenas para una “élite” de egresados de
Chuquisaca.
Para Artigas, cada provincia —en el
concierto confederativo de su sistema— no representaba un ente aislado,
sinónimo de individualismo; sino más bien la unidad menor en el conjunto de
una patria común
organizada desde abajo. Para los epígonos de Sarratea, Rivadavia y Alvear, lo
único importante seguía siendo el puerto y sus intereses, que era necesario
centralizar desde arriba, pues la riqueza y las teorías de moda
—equivalentes, según ellos, a la “civilización”— entraban, en definitiva, por
allí, vía atlántica, procedentes de Europa.
El Protector de los Pueblos Libres
había luchado por la integridad territorial del Río de la Plata, tal cual existió
durante el virreinato, pero con un agregado nuevo: el respeto a las
autonomías locales. Sus enemigos de Buenos Aires ¿no pelearon en verdad, por
todo lo contrario? Así lo afirman, unánimemente y con razón, reputados
estudiosos de la vecina orilla: todos ellos compatriotas del prócer
cisplatino. Eduardo Acevedo escribe, por ejemplo, lo siguiente 16:
“Una sola cosa no hizo Artigas: estimular entre sus compatriotas la idea de
segregarse de las Provincias Unidas para organizar una república
independiente... Artigas, que era una gran cabeza, a la par que una gran
voluntad, quería una patria amplia y poderosa, compuesta de todos los pueblos
del Río de la Plata”.
Y Juan Zorrilla de San Martín anota, a su vez 17: “¡Reconocimiento
de la Independencia
de la Banda Oriental!...
Eso, como lo veis, y como lo veréis más claro después, tiene todo el carácter
de un sarcasmo. Esa independencia de sus hermanos (ofrecida por Alvear y
Alvarez Thomas a Artigas) no es tal independencia para la Banda Oriental,
es su abandono en
ese momento; la soledad de que antes os he hablado como contraria a la
esencia misma de la
Revolución americana (y por eso fue rechazada de plano por
el jefe de los orientales). Artigas no sabía en ese momento, a ciencia
cierta, que el Directorio de Buenos Aires (el verdadero precursor del
separatismo) estaba concertando en Río de Janeiro, la entrega de la Provincia Oriental
a Portugal; pero lo presentía”. Por fin, otro prestigioso historiador uruguayo,
Hugo Barbagelata, se expresa así refiriéndose a la política entreguista de
nuestros directoriales 18: “Fueron esos mismos pordioseros de
vástagos reales quienes ofrecieron al vencedor [Artigas] como vea mendrugo,
para que se quedara tranquilo, la independencia de la Provincia Oriental,
su patria. Parecían ignorar que el título de Protector de los pueblos libres,
bastaba y sobraba para quien sólo quería la paz y la Unión Federativa de
todas las provincias del ex-virreinato del Río de la Plata”. Y a mayor
abundamiento, un investigador contemporáneo — Daniel Hammerly Dupuy— en su
interesantísimo y documentado libro, «San Martín y Artigas», consigna en este
orden de ideas: “Los que, desconociendo el verdadero sentido de la ideología
artiguista, inculpan a Artigas de una actitud separatista irreductible
olvidan que fue el prócer que más se interesó en persuadir al Paraguay para
que se incorporara a las Provincias Unidas, a tal extremo que los paraguayos
llegaron a considerarlo como agente de Buenos Aires. La separación de la Banda Oriental
como país totalmente independiente tampoco fue la obra de Artigas siendo que
el prócer cuyo concepto de la
Patria abarcara todo
el territorio del Virreinato del Río de la Plata, fomentó la incorporación de
esa provincia a las demás como una de las tantas que formarían una gran República Federal”.
Y es que la vieja hermandad histórica
en tomo a la cuenca fluvial que nos une, obstaculizada, hoy como ayer, por la
presión y la intriga anglosajona, contó entre los uruguayos de la otra Banda
con grandes partidarios en el siglo pasado, Y acaso continúa habiéndolos
también en el presente. Los auténticos orientales de la gesta emancipadora
—aún los de la leyenda antiargentina— la quisieron, como hemos visto, contra
la propia tendencia desaprensiva (en el mejor de los casos) de nuestros
gobiernos liberales.
Unión tradicional y fe
católica
La tradición de un pueblo vivo no es
cosa de archivos. Actúa en las entrañas, imperceptiblemente a veces, como la
sangre que va irrigando las vísceras de un organismo en estado de salud.
Desconocida y aún falsificada por
pedagogos o gobernantes, la tradición sin embargo se resiste a ser enterrada
como una momia en el sarcófago de sus aburridas rutinas. Ella responde
siempre a necesidades reales de los pueblos y está, en cualquier caso, por
sobre las ideologías y sistemas con que pretenden suplantarla los teóricos de
la política, o los testaferros —nada teóricos, por lo demás—de la hegemonía
económica mundial por ellos perseguida.
Por eso, apremiados más que nunca por
el hecho concreto y por la humana libertad que lo determina, hemos de volver
a juntarnos en día no lejano —a pesar de las defecciones de ayer y de las
inercias de hoy—, argentinos, uruguayos, paraguayos y bolivianos. Nuestros
intereses regionales nada tienen que ver con el panamericanismo al servicio
de Washington, ni con los regímenes de esclavitud forzada propuestos por el
mesiánico cesarismo de Moscú. Sin antifaces exóticos habremos de reconocernos
al fin de la larga jornada, en el claro espejo del propio pasado de cada
pueblo al que pertenecemos. Porque la hermandad rioplatense soñada por
Artigas y ensayada por Rosas, no es convencional, ni artificial, ni
utilitaria; sino que es sencillamente HISTORICA.
Y bien, José Gervasio Artigas, refugiado
en el Paraguay después de Tacuarembó, vernáculo precursor del Federalismo —en
cuyo ejemplo habría de inspirarse don Juan Manuel—, tenía 86 años cuando
entregó su alma a Dios, en la tarde del 23 de septiembre de 1850. El mejor de
sus apologistas, el más talentoso de sus biógrafos, don Juan Zorrilla de San
Martín1', nos relata con palabra veraz y emocionada los últimos momentos del
anciano, tomados de la versión directa de un testigo presencial, relato éste
que hace varias décadas le dejara escrito el Obispo en Asunción, Monseñor
Fogarín. He aquí, en escueto resumen, la transcripción de que hago
referencia:
“Cuando la enfermedad de Artigas se
agravó, manifestó deseos de recibir los últimos sacramentos... En los
momentos en que el sacerdote iba a administrarle el Santo Viático, Artigas
quiso levantarse. La encargada del aderezo del Altar le dijo que su estado de
debilidad le permitía recibir la comunión en la cama a lo que el General
respondió: «Quiero levantarme para recibir a Su Majestad». Y ayudado de los
presentes, se levantó, y recibió la comunión, quedando los muchos
circunstantes edificados de la piedad de aquel grande hombre... El General,
después de recibir el Viático, había quedado tendido en su pequeño catre de
tijera y lonjas de cuero; en la semi-obscuridad se distinguía el crucifijo
colgado en la pared sobre su cabeza blanca, tan blanca como los lienzos del
pequeño altar en que brillaban los dos cirios inmóviles... El silencio se
prolongaba, el silencio de la enorme proximidad. Las respiraciones se
contenían: las miradas estaban concentradas en aquella cara aguileña, no
muerta todavía. Artigas, que tenía los ojos cerrados, los abrió de pronto
desmesuradamente. Causaba espanto; parecía muy grande. Se incorporó, miró a
su alrededor... ¿Y mi caballo?, gritó con voz fuerte e imperiosa. ¡Tráiganme
mi caballo!... Y volvió a acostarse... Sus huesos, ya sin alma, quedaron
tendidos a lo largo del catre”.
Nosotros debemos estar unidos y
dispuestos todos, solidarios con la historia común, a servir bajo la fraternal
bandera de la
Confederación
Rioplatense, por cuya empresa tanto
lucharon los verdaderos próceres de MAYO, ya fueran orientales o argentinos,
en el pasado.
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