Por Eduardo B. Astesano
SABLES QUE DIVIDEN UNA CABEZA COMO UN
MELÓN
La práctica de los primeros encuentros
militares probó la superioridad del sable sobre la lanza con que se armó a los
primeros escuadrones de granaderos que marcharon al norte. De allí surgió la
preocupación de San Martín por enseñar su manejo, sus actitudes y su teoría. El
efecto que produjo el sable de los granaderos desde su primer encuentro en San
Lorenzo fue terrible, elevó la moral de ellos; deprimiéndola en los realistas,
ya por sus cargas disciplinadas como por la pujanza de sus brazos, que muchas veces
y en tantas ocasiones comprobaron la veracidad de las palabras de San Martín,
que con esa arma formidable, podían cortar la cabeza de los godos como si
fueran melones, y así lo hicieron. Digno ejemplo para el soldado fue el
formidable tajo que, montado en pelo, da el capitán Necochea al soldado
realista que se adelantó al escuadrón del comandante Vigil en el Tejar. La
impresión que a las tropas realistas había producido el sable de los granaderos
a caballo, los había transformado en prudentes, con la sola aparición de un
pequeño grupo de éstos. Cuanto se tuvo
que hacer para alcanzar esta superioridad técnica en las grandes batallas de la
liberación de Chile y Perú podrá adivinarse en la descripción de los primeros
pasos. El teniente Manuel Hidalgo, enviado en 1813 a Santa Fe con 38
granaderos, llevaba sólo machetes como única arma, “impropia para esta clase de
soldados”. Sólo cuando llegaron a Concepción del Uruguay lograron reunir “28
sables de latón de varios paisanos”. En
este aspecto técnico se enfrentaron la técnica inglesa y la española.
Con
motivo de la batalla de Chacabuco, uno de los jefes españoles, el general
Quintanilla, envió un informe a España en el cual aclara la importancia del
sable para la caballería: “Los sables y tercerolas que tenía la caballería
realista eran malísimos pues por el prurito o sea la aversión de no comprar
sables ingleses; así como armas de fuego extranjeras, se fabricaban en el
parque de artillería de Santiago, y eran inútiles y de tal temple que los más
fueron hecho pedazos en la carga anterior así como las tercerolas que se
descomponían con la mayor facilidad. Esta ventaja de la caballería patriota
hacia innumerable su superioridad sobre la realista”. Las dificultades para armar tantos soldados
en tan corto lapso y la imposibilidad de resolver el problema por la vía de la
importación originó el nacimiento de la fabricación local, nativa, de sables y
espadas, que se inicia probablemente en los talleres de la maestranza del
Parque de Artillería, situado detrás del cuartel de Retiro hasta el año 1813,
en que fueron trasladados a la casa de don Antonio García en la plaza del
Temple. En realidad, la primera
manufactura (“fábrica”, como se decía entonces) de armas blancas que pudo
alcanzar tal nombre, fue organizada como una exigencia de las necesidades del
ejército del Alto Perú en la población de Caroya, situada a unos 50 kilómetros
al sur de la villa de Jesús María, elegida por las acequias que, viniendo del
arroyo Ascochingas, proveían de agua al acueducto que las llevaba al taller. En
1812 Belgrano escribe a Bs As pidiendo 200 espadines, espadas o
sables para los sargentos y recomienda la fabricación de los mismos en el
propio Buenos Aires. Meses más tarde solicitaba ya que se enviara a Tucumán a
don Manuel Rivera, para encargarlo de la fábrica de armas que se proyectaba.
No existen muchos antecedentes sobre el tal Rivera. Parece que era un español
que pertenecía durante la colonia al Real Cuerpo de Artillería, donde actuaba
como maestro mayor de armeros. La cuestión fue que llegó de Buenos Aires
seguido luego por un cargamento con las instalaciones. Así nació en Córdoba el taller levantado en
el convento jesuítico de Caroya, en donde subsisten todavía restos del pozo de
temple y acueductos del agua. El mismo se desarrolló como una verdadera
manufactura, contando con la labor de 16 herreros, 46 peones, 6 carpinteros, 6
albañiles, 6 bronceros, además de otras especialidades. Con este plantel humano
se puso en movimiento la empresa, que funcionó hasta el año 1817, fecha en que
sus elementos técnicos se concentraron en Buenos Aires. “De Caroya salieron espadas, sables y lanzas
para los ejércitos de San Martín, Belgrano y Rondeau, que se utilizaron en
todas las batallas de aquella época, en el Perú, Chile, la Banda Oriental y en
la República misma; sables —para volver a citar las palabras de San Martín:
«capaces de dividir una cabeza enemiga como un melón»—, iguales en temple y
poder cortante a los mejores de España.”
EL BENEFICIO DEL SALITRE
En carta enviada por el Libertador a Pueyrredón
se pone en primer plano el problema de las balas y la pólvora en el esquema
general de sus campañas: “Reducido a municiones todo el plomo y la pólvora
venido a esta capital, sólo tenemos la existencia de trescientos sesenta mil
cartuchos de fusil a bala. Ahora, pues, necesitándose por un cálculo ínfimo
seiscientos ochenta mil tiros a razón de doscientos por hombre para tres mil
infantes y ciento ochenta por ochocientas plazas de caballería, nos resulta un
déficit de trescientos veinte mil cartuchos en solo esta clase de municiones”.
Los puertos o el país si aquéllos fallaban, tenían que resolver el problema
antes de iniciar las campañas. La producción de
pólvora fue encarada desde el primer momento de la revolución, ordenándose en
noviembre de 1810 la instalación de una fábrica en la ciudad de Córdoba bajo la
dirección del teniente coronel don José Arroyo, hasta principios de 1812, en
que fue nombrado en su reemplazo don Diego Paroissien, quien redactó por ese
tiempo unas instrucciones que fueron revisadas por Monasterio para que
sirvieran a “los particulares que ya sea por especulación o por patriotismo
quieran ocuparse en hacer o beneficiar el salitre. En la renovación manufacturera de Cuyo
producida durante el tiempo en que se preparaba el ejército libertador, la
fábrica mejor organizada fue, evidentemente, la de pólvora y salitre
establecida por el Mayor D. José Álvarez Condarco, cuya producción alcanzó un
rendimiento suficiente para cubrir las necesidades. “La elaboración interesantísima de la
pólvora, no puede tener los progresos que piden nuestras apuradas
circunstancias por carecer la fábrica de competente número de brazos. V. S. que
distingue esa necesidad y la exigencia con que ha de repararse: espero se sirva
proveer a ella, sacando de entre el vecindario diez peones por vía de un
repartimiento, los cuales deberán entregarse al director de élla, sargento
mayor don José Antonio Alvarez.” San Juan y La Rioja aportaban el plomo. Una carta
del gobernador de San Juan revela este otro aspecto de la fabricación de
municiones: “El gobierno tiene remitidos a usted todos los útiles necesarios
para la extracción del plomo. Tan imperiosa es la urgencia de este artículo,
que sin él se harían inútiles nuestros esfuerzos para la reconquista de Chile”. La minería riojana ocupó también su lugar. “El ejército en estas provincias
debe aprontarse de todo si ha de abrirse la próxima campaña sobre Chile, en
este concepto y necesitándose cincuenta quintales de plomo para balas y
trescientas suelas para monturas y carruajes; y otros artículos que sólo esa
provincia nos puede servir con el mejor efecto”. En cuanto a las cantidades de piedras de
chispa utilizadas se anotan también en los documentos 20.000 piedras de chispa
se necesitan en Mendoza, 60.000 piedras de chispa” en el cuartel de Santiago de
Chile, 4.000 piedras de chispa para fusil, 2000 piedras para carabina” en
Mendoza, “300.000 chispa de toda arma”.
LA MANUFACTURA DE FUSILES Y CARABINAS
Excede a los límites de este trabajo
determinar exactamente la cantidad de armas de fuego portátiles utilizadas en
las distintas campañas por los ejércitos libertadores. Anotamos solamente para
dar una previa visión de conjunto las cantidades fijadas en los inventarios que
reproducimos“2.000 fusiles con sus fornituras que llevó sobradamente el
ejército de los Andes”, “siete mil aujetillas de fusil”, “cinco mil fusiles con
bayonetas completas y cinco mil fornituras completas”, en Chile, “fusiles
nuevos encajonados, 300”, en Curimón, “fusiles, 1.200” en Santiago,
“trescientos fusiles, cien llaves de fusil, antepuesto de piezas para
quinientos fusiles” en Mendoza, “cien fusiles de primera con bayonetas, cien
fusiles de segunda con bayonetas, cien carabinas” en Mendoza.
Para cubrir tales cantidades se contó
siempre con el aporte venido del exterior y que aparece continuamente en la
correspondencia militar de San Martín. Así, por ejemplo, citamos la siguiente
nota:
“En carretas de don Juan Francisco
Delgado han llegado los nuevecientos fusiles y demás artículos de guerra que de
superior orden se sirvió usted remitir a este ejército e indica la razón
inclusa en su oficio del 24 del próximo pasado, a que contesto en que también
acompaña el conocimiento del poderista de Delgado.”
Sin embargo, no es este aspecto el que
deseamos destacar. Nos interesa, sobre todo, poner aquí de relieve el esfuerzo
nacional orientado por San Martín para suplir también en este aspecto, sobre la
base de una organización manufacturera, las necesidades de fusiles y pistolas,
contando con los pocos elementos técnicos y humanos que la sociedad de entonces
podía ofrecer. Consideramos por eso que el paso más difícil de esa incipiente
industria metalúrgica apenas desprendida de la labor manual de artesanía fue el
de la fabricación de fusiles iniciada en los primeros días de octubre de 1810,
fecha en la cual se midió “el hueco de Zamudio” situado probablemente en la
esquina de las actuales calles Lavalle y Libertad en Buenos Aires, para
edificar allí una fábrica de fusiles, encargando al diputado por Santa Fe, don
Francisco Tarragona, su construcción y organización, contando quizás con su
experiencia industrial adquirida en su fábrica de jabones de su ciudad natal. “La planta de la fábrica fue modesta
en su iniciación, Tomás Heredia, el primer operario fundió cazoletas y
construyó llaves de fusil, no tenía donde colocar sus herramientas en «una
pieza estrecha que habían edificado para cocina con todo el techo cayéndose ...
», pero a partir de la designación de Matheu empezó a ser objeto de atención..
En febrero de 1813 se construyó un edificio de 15x4 1/3 varas para los maestros
alemanes.
Holmberg, con su acostumbrada energía,
durante su corto paso por la fábrica impuso una férrea disciplina de trabajo y
realizó interesantes mejoras. Aumentó el número de fraguas de ocho a veinte,
utilizando, para accionar sus fuelles a «veinte de los malos
presidiarios». Construyó un un edificio
de «catorce varas de cuadro» para una nueva instalación de la máquina de
taladrar cañones de fusil y tubos de bayonetas, a fin de poder moverlas con
mulas, trabajo que hasta entonces realizaban los esclavos.
La empresa marchó desde sus comienzos como una verdadera manufactura
formada con el aporte de los pocos armeros, plateros, herreros, carpinteros,
hojalateros, fundidores y artesanos radicados en la ciudad, quienes laboraban
en los comienzos las distintas piezas con arreglo a tarifas determinadas.
Luego fue tomando cuerpo aumentándose
el personal de la fábrica. Trabajan a jornal: 5 oficiales de fragua, 12 llaveros
y compositores, 5 llaveros, 12 limadores, 2 bronceros, 7 cajeros, 1 carpintero,
1 banquetero, 6 mojadores, 4 en la máquina de taladro y 8 esclavos. Además
pertenecían a la misma 1 maestro mayor, 1 mayordomo y 1 contador. En total 67
personas con un gasto semanal en sueldos y jornales de 568 pesos; en septiembre
del mismo año trabajaban 144 y se invertían 1.104 pesos.
Se contrataron también especialistas
en Inglaterra, entre los cuales estaban Juan Jorge Frye, Fernando Lamping,
Carlos Persis y Jaime Chic. Los dos primeros, maestros alemanes con carta de
ciudadanía inglesa, “fabricantes de armas y maquinistas” establecidos en
Londres, llegaron a Buenos Aires en enero de 1813 para establecer una fábrica
de armas en la capital y otra en Tucumán; sin embargo, fueron empleados como
simples maestros hasta noviembre del mismo año, en que se les expidió despacho
de maestros armeros principales. Hasta
agosto de 1811 la producción fue variada: 17 alabardas, 827 baquetas, 705
bayonetas, 2 carabinas, 238 chuzas, 826 pares de estribos, 12 fusiles, 6
pistolas y todas las herramientas y máquinas necesarias para montar la fábrica,
pero a partir de esa fecha se fue acrecentando la fabricación de fusiles,
carabinas, tercerolas, pistolas, bayonetas y baquetas, llegando en 1813 a
producir una media mensual de 10 fusiles y 170 bayonetas. La manufactura nacional se amplió en este
aspecto a los diversos elementos componentes del arma, como lo revela una nota:
“Siendo demostrada la necesidad de cubrellaves para la conservación del
armamento, especialmente en un país lluvioso como Chile (si vamos a él) y no
pudiendo construir aquí el grueso de los que se necesitan, así por la escasez
de materiales, falta el numerario, como de artistas para la multiplicación de
labores, que cargan la maestranza, he creído oportuno se sirva V. S. hacerlo
así presente al gobierno para que se digne disponer la construcción en esa
capital de tres mil de ellos por el modelo que dirijo a Y. S. en inteligencia
que los restantes se construirán en esta ciudad.”
Cerramos este análisis
anotando que no debian ser tan inferiores las armas de fabricación nacional,
elaboradas con materia prima y bajo la dirección de técnicos extranjeros,
cuando corresponde a ellas producir el obsequio con que el Superior Gobierno de
Buenos Aires premiaba a San Martín por uno de sus triunfos.
“Después de las altas consideraciones
a que tan dignamente se ha hecho Y. S. acreedor entre los amantes de la
libertad en la gloriosa campaña que acaba de traernos la restauración de ese estado,
he creído justo y necesario en prueba de la gratitud de este gobierno a las
fatigas y esfuerzos heroicos de V. S., disponer la pronta construcción de un
par de pistolas en la fábrica de esta capital, que se le remitirá oportunamente
con un sable, para que a nombre del gobierno supremo lo ciña Y. S. en defensa
de los sagrados derechos de la América del Sur, gloriosamente sostenidos en ese
precioso suelo, por el honor y virtudes de V. S.” (Pueyrredón a San Martín)
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