Por Antonio J. Pérez Amuchástegui
En varias oportunidades nos hemos ocupado del
desdén que la oligarquía paternalista, fiel a su concepción europeizante, tenía
hacia los pueblos hispanoamericanos. La minusvaloración de lo bárbaro no se
quedaba en el aspecto cultural, sino que se proyectaba también a las esencias
raciales indo-hispanas, en tanto se consideraban generadoras de esa barbarie. “No son las leyes que necesitamos cambiar
—decía sin ambages Juan Bautista Alberdi—: son los hombres, las cosas.” Y
como complemento de su aforismo “gobernar es poblar” puntualizaba: “Necesitamos cambiar nuestras gentes
incapaces de libertad, por otras gentes hábiles para ella. Si hemos de componer
nuestra población para nuestro sistema de gobierno, si ha de ser lo más posible
hacer la población para el sistema proclamado que el sistema para la población,
es necesario fomentar en nuestro suelo la población anglosajona. Ella está
identificada al vapor, al comercio, a la libertad. La libertad es una máquina
que, como el vapor, requiere para su manejo maquinistas ingleses de origen”. La aplicación del consejo alberdiano fue realizada a medias,
pues, a pesar de él y de quienes siguieron su línea, en vez de llegar ingleses
con exclusividad se llenó el país de europeos de todas las nacionalidades en su
mayoría meridionales, con la esperanza oficialista de “cambiar los hombres” a
fin de hacer “la población para el sistema proclamado”, en vez de procurar un
sistema adecuado a la población. Pero ocurrió que la inmensa mayoría de
inmigrantes fueron italianos del sur y españoles, quienes hallaron muy
razonable mezclarse con los nativos de las pampas.
LA TRADICION
IMPUESTA La puesta en obra del
plan liberal pobló al país de gringos y gallegos que se afincaron tanto en el
campo como en las ciudades. Y esos inmigrantes esforzados, con mayor o menor
éxito en sus propósitos iniciales de hacer la América, formaron sus hogares, se
cruzaron con el gauchaje y tuvieron hijos, muchos hijos, que un día fueron
mayores y siguieron mezclándose con la gens rioplatense. La hibridación
gaucho-gringa era grande ya a comienzos del siglo XX; pero por ninguno de los
dos lados era dable descubrir aquel vínculo de cohesión nacional que, a su
hora, había señalado Mitre como entidad indispensable para que la Argentina
cobrara conciencia unitaria de su condición de país soberano. Tanto se había batido
el parche de la barbarie, que lo autóctono se había trocado en desdeñable, al
tiempo que lo europeo no podía fundirse en un espíritu nacional inexistente, ya
que faltaba el nexo coligante de la destruida tradición. Joaquín V. González fue de los primeros hombres del régimen
que advirtieron esa grave falla, denunciada
con firmeza muchos años antes por José Hernández. Y recordando con amor sus
plácidas serranías riojanas y las mansas costumbres de tierra adentro, escribió
“La Tradición Nacional” como llamada de atención al desdén oficial por lo
autóctono. En esos momentos finiseculares advertía la oligarquía paternalista
que los afanes europeizantes habían ido demasiado lejos, y pretendió parchar el
sistema mediante la introducción forzada de un sentimiento tradicionalista sui
generis, fabricando una historia de glorias inmarcesibles y próceres impolutos
que impuso en la escuela a partir de 1903, merced a la reestructuración de la
enseñanza llevada a cabo por Juan R. Fernández.
Fieles al criterio alberdiano de que hay que “hacer la población para el
sistema proclamado”, vieron, seguramente de muy buena fe, que bastaría con
exaltar un patriotismo a la europea para que se consolidara una tradición de
estirpe también europea. Tanto, que era —y sigue siendo en algunos círculos— un
lugar común hablar de la tradición
liberal. Jamás pensaron que la tradición no se impone, sino que exuda
espontánea de los comportamientos humanos y se manifiesta por fenómenos de
pervivencia. Por eso mismo, en vez de resaltar los valores auténticos, que eran
bárbaros, exaltaron la mimesis europeizante con el objeto de mostrar que la tradición argentina, de pauta liberal,
nace en Mayo, resucita en Caseros y se consolida en Pavón al amparo de la
civilización.
Las exageraciones llegaron hasta lo ridículo. El gaucho
presentado por Hernández y el milico de los fortines desaparecieron como por
encanto; en cambio, salió a relucir el gaucho patriota que luchó en las guerras
de la Independencia con Güemes y que ya había desaparecido pero era capaz de
incitar el heroísmo romántico. Al mismo tiempo, se destacaba que los próceres
argentinos, y sólo ellos, habían marchado generosos por el continente para
arrancar de la opresión a los débiles pueblos hermanos que, por lo mismo,
estaban en eterna deuda de gratitud. De Bolívar, de Sucre, de O’Higgins, en
fin, nada se decía, como si los llaneros y los huasos —primos de los gauchos
heroicos— no hubieran existido en aquellos días venturosos. En vez de
tradición, la farolería intrínseca de la élite siguió en la línea trazada por
Sarmiento y postuló la argentinidad bajo el signo de la pedantería y el
egoísmo. El sentimiento hispanoamericano que con tanto ahínco procuraron
inculcar Moreno, Belgrano, Artigas, San Martín, Bustos, Rosas, Urquiza,
Peñaloza, Felipe Varela y José Hernández, por dar algunos nombres muy
representativos, se anquilosó en un engreimiento localista divorciado de toda
conciencia solidaria.
EL SENTIMIENTO POPULAR Pero la herencia hispanoamericana tiene algo muy peculiar
seguramente nunca definido —quizá indefinible—, merced al cual se mantiene viva
una morriña continental a pesar de los esfuerzos por destruirla. Durante los
años de la guerra mundial, México se debatía en medio de una revolución de
raigambre popular que entusiasmaba poderosamente a los pensadores
hispanoamericanos de la clase media, quienes veían en Pancho Villa y sus
conmilitones sendos representantes de la América oprimida que ansiaba liberarse
de las oligarquías dominantes. Y es claro que al radicalismo intransigente
—cuya masa estaba constituida por elementos de la clase media— eran muy gratas
las reivindicaciones mexicanas. Además, la guerra europea fue un incitante del
hispanoamericanismo, en tanto mostraba que las presiones foráneas habían
forzado a casi todos los países del Nuevo Mundo a ingresar en una conflagración
que les era ajena. Sólo Argentina, México, El Salvador, Paraguay y Venezuela se
mantenían neutrales, y tal actitud era mirada con gran simpatía por parte de
los pueblos hermanos embarcados en una guerra extraña sin saber para qué.
Partidarios y detractores de Yrigoyen tienen que coincidir
en que el caudillo tenía una sutil sensibilidad hacia lo multipartidario. Y por
eso mismo, no escapaba a su intuición la pervivencia del espíritu bárbaro en
las masas criollas de toda la América española, espíritu que los tanos y los
gallegos inmigrantes habían hecho suyo en buena medida, por contagio o por
atracción telúrica.
Sus opositores, socialistas y conservadores, seguían
aferrados al criterio civilizador, y por ello pensaban que era indispensable
concurrir, aunque sólo fuera pro forma, a la defensa de esa Francia luminosa y
esa Inglaterra librecambista, cunas de los modelos cultural y económico que el
liberalismo europeizante había proclamado como ideales inmutables de vida. Por
eso afirmaba Yrigoyen que los argumentos belicistas eran hijos de una
desesperación centrada en “el espíritu de dependencia rendido de antemano por
sujeción a intereses, o bien por una idea de inferioridad, fruto de una
política sin fe ni principios”. Y puesta la vista en Hispanoamérica, decía en
tono apodíctico: “Todo pueblo, todo grupo
de pueblos hermanos tiene la obligación de guardar la paz. Sólo es dable
quebrantarla para su independencia".
En verdad, no es fácil seguir el pensamiento de Yrigoyen a través de
sus expresiones latas. La carga esotérica inherente a su estilo peculiarísimo,
cuajado de alegorías y rebuscamientos retóricos, torna a veces ininteligible su
significado al desprevenido lector. Afortunadamente, hay exégetas de Yrigoyen
—como Gabriel del Mazo y Luis C. Alén Lascano— que facilitan la interpretación
y permiten advertir un pensamiento profundo allí en donde la hojarasca oculta
la médula.
Para Yrigoyen, la voz patria tenía contenidos distintos
según el contexto. Unas veces quedaba limitada al terruño, otras al país, otras
a Hispanoamérica, cosa que, por otra parte, es dable observar en muchos desde
los días de la Independencia, aunque rara vez se advierte en el siglo XX. Si la gesta independentista fue
hispanoamericana; si el propósito de unidad perduró por muchos años a pesar del
esfuerzo del liberalismo por desvirtuarlo; si la conciencia hispanoamericana
explotó con la repulsa a la fratricida guerra contra el Paraguay, y si el
espíritu continental de 1826 volvió a manifestarse en 1864 para estallar con
violencia cada vez que un país hispanoamericano es afectado por fuerzas extrañas,
no resulta raro que Yrigoyen pensara que su movimiento de reparación nacional
no habría de limitarse a la Argentina, sino que tendría que extenderse a todo
el “grupo de pueblos hermanos” cuyo pacifismo sólo podría quebrarse en aras de
la independencia. Sobre tales bases es lícito, con Alén Lascano, dar
trascendencia hispanoamericana al tan famoso como barroco párrafo de Yrigoyen: “Debíamos reintegrar la patria a la
plenitud de su autoridad moral, al ejercicio soberano de sus fueros y al normal
funcionamiento de sus facultades constitutivas, para que volviera a derivarse
más allá de los tiempos, tal como surgiera en las emancipaciones y redenciones
humanas, y restaurando todo lo perdido en el desastre pasado, fecundara su vida
en progresiones superiores hacia sus infinitos destinos”. El caudillo había
calado hondo en el sentimiento popular hispanoamericano, ávido de restaurar la
tradición unificadora.
LA POLITICA
EXTERIOR Esas ideas de
confraternidad no quedaron en meras expresiones de deseos. También Yrigoyen
renovó en sus días los anhelos continentales de San Martín y Bolívar, y ensayó
una formalización de esa unidad cuando convocó a los países neutrales de
América a una reunión, a fin de fijar pautas comunes que facilitaran las
relaciones fraternas durante el período de guerra, y fueran luego bases para
una organización más o menos anfictiónica. Si el proyecto fracasó, ello nada
quita al propósito sustentado. En este
caso las buenas intenciones no cristalizaron en obras positivas; pero hay
hechos concretos de Yrigoyen que no dejan dudas respecto de la firmeza de sus
convicciones hispanoamericanas. En primer lugar, debe señalarse su firme
posición en cuanto a defender la integridad del Uruguay. Este país había
entrado en guerra detrás de los Estados Unidos. Pero en el sur del Brasil,
donde abundaban los colonos alemanes, hubo un intento indudable de invadir al
Uruguay —inerme y desprevenido— a manera de represalia; y si bien el Brasil
era, a la sazón, su aliado, la experiencia aconsejaba no prestar demasiada confianza
a la poderosa nación vecina que tantas veces había dado pruebas de no abandonar
sus pretensiones anexionistas. Las versiones sobre la invasión se agudizaron
hasta el punto de que el ministro uruguayo de Relaciones Exteriores pasó a
Buenos Aires, con el propósito de interesar a las autoridades argentinas y
solicitarles auxilios mediante la venta de armamentos. En la oportunidad el
ministro uruguayo entrevistó al presidente, quien calmó la angustia del
visitante con una aseveración que confirma su espíritu fraterno: “Si por
desgracia el Uruguay viera invadido su territorio, tenga el pueblo hermano la
más absoluta seguridad de que mi gobierno no le vendería armas, sino que el
ejército argentino cruzaría el río de la Plata para defender la tierra uruguaya”,
Quien compare esa expresión con las escurridizas y ambiguas respuestas
argentinas en 1864, y recuerde el protocolo Elizalde-Saraiva, comprobará que el
cambio de frente operado en la Argentina no se redujo a una mera compilación de
votos...
La política hispanoamericanista de Yrigoyen se evidencia
también en su negativa rotunda a ratificar el pacto llamado de A.B.C., firmado
en Buenos Aires el 25 de mayo de 1915 entre los ministros de Relaciones
Exteriores de Argentina (José Luis Murature), Brasil (Lauro Müller) y Chile
(Alejandro Lira), y que el Senado aprobó de inmediato casi sin discutir. Al
margen de las interferencias extrañas que con buenos motivos se han aducido, es
indudable que ese tratado representaba una alianza formal de las potencias del
cono sur, con la aquiescencia de Inglaterra y de los Estados Unidos, con lo
cual el resto de América sufriría presiones de la más diversa índole,
creándose, subsidiariamente, recelos y desconfianzas fundadas. Desde el primer
momento fijó Yrigoyen su punto de vista sobre el particular: “Yo no puedo
aceptar eso —dijo con referencia al tratado del A.B.C. apenas asumió el mando—
que coloca a tres naciones en un plano superior respecto de las demás. Eso no
es justicia ni garantía de paz. Las nacionalidades que se quedan en la puerta
han de sentir el enojo de la exclusión. Ningún pueblo se considera menos que
otro, y establecer diferencias es ofender. No me extrañaría que esa fórmula
fuese expresión de alguien que nos quiere dividir”. El gobierno argentino
denunció el tratado del A.B.C., que quedó así en letra muerta. E Yrigoyen
mantuvo su posición a pesar de su ministro Carlos A. Becú, quien renunció
airado ante la tozudez del caudillo que se negaba a apoyar la formación de un
bloque meridional en la América del Sur, cuya potencia aseguraba la hegemonía
sobre el resto de los países hispanoamericanos. Por cierto que también esta
actitud contrasta con el protocolo Derqui-Paranhos de 1857 y con el tratado de
la Triple Alianza de 1865. Por el contrario, se adecúa exactamente a la unión
hispanoamericana fijada en los tratados del 6 de junio de 1822, ratificada en
Panamá en 1826 y ponderada en Lima en 1864, unión que los gobiernos liberales y
porteñistas rechazaron siempre con olímpico desdén. Si aún quedaran dudas de que Yrigoyen
procuró restaurar la posición hispanoamericanista auspiciada por Miranda,
promulgada por los revolucionarios de Mayo, defendida por Artigas, declarada
expresamente por los congresistas de 1816, impuesta a punta de sable por San
Martín y añorada por cuantos se declararon federales antes y después de Pavón,
bastará para despejarlas la virtual protesta argentina por el doblegamiento de
la soberanía dominicana.
Desde 1865, en que la República Dominicana había obtenido su
formal independencia tras expulsar a los españoles, los Estados Unidos
ejercitaron en ese país actos de fuerza, ya con el pretexto de evitar las
agresiones de Haití, ya con el de salvar difíciles situaciones financieras de
los gobiernos isleños. No satisfechos con la entrega de las aduanas, en 1916
ocuparon, por fin, militarmente el territorio, manteniendo esa situación hasta
1924. En las postrimerías del mes de enero de 1919 el crucero 9 de Julio, de la
Armada argentina, navegaba por aguas dominicanas, de regreso de un viaje a
México para transporta: los restos mortales del embajador mexicano en Buenos
Aires, Amado Nervo. La nave de guerra,
en gesto de confraternidad, tocaba las costas que hallaba a su paso para rendir
homenaje a los respectivos pabellones; mas, dada la situación en que se hallaba
Santo Domingo, el capitán se comunicó con el Ministerio de Marina, a fin de
pedir instrucciones precisas. Consultado Yrigoyen, dio de inmediato una
respuesta contundente: “Id y saludad al pueblo dominicano”. Llegado a puerto el
acorazado, no tardaron los independentistas en enterarse de la decisión
presidencial, y un grupo de patriotas fabricó con trapos una bandera dominicana
que fue enarbolada precariamente. A la vista de ella, el comandante de la nave
ordenó saludarla con una salva de cañonazos, y luego el 9 de Julio continuó su
navegación hacia el sur, El acontecimiento provocó los más entusiastas
comentarios en todos los países hispanoamericanos, aunque no advirtieran,
seguramente, los comentaristas, que el nombre del navío rememoraba la fecha en
que se declaró la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica...
EL DIA DE LA RAZA La generación del 37 y sus epígonos
de Pavón se dedicaron con fruición a condenar en todos los extremos la herencia
hispánica. El idioma se salvaba a medias, quizá porque ninguno de los
detractores dominaba otra lengua con fluidez; pero los aspectos institucionales
y culturales del régimen colonial hispano fueron denigrados a más no poder. Era
harto común la afirmación de que la barbarie hispanoamericana había sido la
resultante necesaria de la incompetencia española, ahíta de supersticiones
anacrónicas, ahogada por una tradición despótica y ceñida a una legislación
ultramontana que había sido aplicada arbitrariamente a las tierras
conquistadas. La leyenda negra en torno de la España descubridora y
conquistadora hacía empalidecer los cuadros más tenebrosos que los volterianos
pudieran haber pintado sobre el medievo. Sólo atraso, ignorancia, dolor y
lágrimas debía América a la Madre Patria según estos demoledores de la hispanidad
que, al mismo tiempo, ponderaban hasta la excelsitud las delicias del
racionalismo inglés y del libérrimo espíritu de Francia. Estaban absolutamente
convencidos de que el tecnicismo estadounidense era producto forzoso de la
herencia anglosajona; paralelamente, sostenían que la molicie criolla derivaba
de la holgazanería indígena apoyada en la inopia cultural hispana. En cualquier
libro de Sarmiento —excepto algunos de su vejez— hallará, quien sepa leer, esas
premisas fundamentales, consideradas axiomáticas por los hombres cultos de su
generación —aunque Mitre solía ponerlas en duda— y aceptadas sin análisis por
el grueso de la oligarquía paternalista. Todavía las creen a pie juntillas
muchas maestras normales de rancia estirpe sarmientina. El iluminismo primero, el
seudorromanticismo echeverriano después, y por último el positivismo
spenceriano, clavaron lujuriosamente sus garras en la evangelizadora España. La
influencia poderosísima de esas corrientes en toda América concurrió a
generalizar el desdén hacia la obra civilizadora de los españoles, e incluso a
ridiculizar las formas de vida impuestas en las Indias. Y si alguna ponderación
se hacía a las reformas impuestas por Carlos III —déspota ilustrado que
curiosamente tiene patente de liberal—, se dejaba constancia expresa de que
éstas estaban inspiradas en instituciones francesas y en ideologías sajonas.
Lo español tenía que ser opaco, necio, malo, y todos los
defectos de los hispanoamericanos llevaban necesaria e indefectiblemente los
estigmas heredados del indio salvaje y del español inculto. De esa nefasta
simbiosis no podía salir otra cosa que una raza bárbara, cuyo reemplazo era
imperativo fundamental de la civilización... “Desaparecido el indio con la
técnica del rémington —apunta Gabriel del Mazo—, negado lo español, despreciado
el criollo y el gaucho, quedaba rota la tradición y sofisticada nuestra
autonomía”. Y es claro que si Yrigoyen llamaba regeneradora a la causa que
acaudillaba, tenía que revisar esos valores que el régimen había oficializado.
En sus días la reivindicación de lo hispanoamericano era anhelo generalizado en
la joven burguesía intelectual en ascenso, ansiosa por romper los viejos
esquemas. Bien prueba este aserto el manifiesto liminar de la reforma
universitaria, que dice: “La juventud argentina de Córdoba a los hombres de Sud
América: creemos no equivocarnos; las resonancias del corazón lo advierten;
estamos pisando una revolución; estamos viviendo una hora americana”.
Ahora se entenderá mejor por qué el presidente Hipólito
Yrigoyen, que asumió el poder el 12 de octubre de 1916 —424 aniversario del
arribo de Colón— quiso dar a esa fecha coincidente un contenido tradicionalista
de profunda raigambre indo-hispánica, y el 4 de octubre de 1917 expidió un
decreto por el que declaró fiesta nacional el 12 de Octubre, imprimiéndole el
carácter de Día de la Raza.
Las expresiones del presidente, en ese documento, carecen
del matiz esotérico propio de su rebuscado estilo; tanto, que se puso en duda
si la declaración fue obra suya o de algún comedido amanuense. Cupo a Enrique
Larreta despejar la duda mediante la consulta directa a Yrigoyen en presencia
del ingeniero Manuel J. Claps; y así pudo afirmar, cuando inauguró en Sevilla
el Pabellón Argentino (1929) que el decreto de referencia fue escrito de su
puño y letra por Yrigoyen. Años más tarde, Claps ratificó esa certidumbre a
Luis C. Alen Lascano. Tanto España
como los países de estirpe hispánica aceptaron con indecible júbilo el
establecimiento del Día de la Raza y la resolución de festejarlo con fiesta
nacional el 12 de octubre. Sin duda, el enigmático caudillo quiso dejar, esta
vez, claramente expuesto su pensamiento sobre la hermandad hispanoamericana, y
su convicción de que esos pueblos habrán de afirmarse y sostenerse en el
destino común heredado por la sangre y la historia.
FIESTA NACIONAL HISPAN0-AMERICANA
“El descubrimiento de América es el acontecimiento de más
trascendencia que haya realizado la humanidad a través de los tiempos, pues
todas las renovaciones posteriores se derivan de este asombroso suceso, que
al par que amplió los lindes de la tierra abrió insospechados horizontes al
espíritu. “Se debió al genio hispano —al
identificarse con la visión sublime
del genio de Colón— efemérides tan portentosa, cuya obra no quedó
circunscripta al prodigio del descubrimiento, sino que la consolidó con la
conquista, empresa ésta tan ardua y ciclópea que no tiene términos posibles
de comparación en los anales de todos los pueblos.
“La España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente
enigmático y magnífico, el valor de sus guerreros, el denuedo de sus
exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, las
labores de sus menestrales; y con la aleación de todos estos factores, obró
el milagro de conquistar para la civilización la inmensa heredad en que hoy
florecen las naciones a las cuales ha dado, con la levadura de su sangre y
con la armonía de su lengua, una herencia inmortal que debemos afirmar y mantener
con jubiloso reconocimiento".
Hipólito Yrigoyen
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