Rosas

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domingo, 27 de noviembre de 2016

Las revoluciones de fines del siglo XX


por Eric Hobsbawm
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Tenían, por tanto, dos características. La atrofia de la tradición revolucionaría establecida, por un lado, y el despertar de las masas, por otro. A partir de 1917-1918 pocas revoluciones se han hecho desde abajo.  
La mayoría las llevaron a cabo minorías de activistas organizados, o fueron impuestas desde arriba, mediante golpes militares o conquistas armadas; lo que no quiere decir que, en determinadas circunstancias, no hayan sido genuinamente populares.  Difícilmente hubieran podido consolidarse de otro modo, excepto en los casos en que fueron traídas por conquistadores extranjeros. Pero a fines del siglo XX las masas volvieron a escena asumiendo un papel protagonista. El activismo minoritario, en forma de guerrillas urbanas o rurales y de terrorismo, continuó y se convirtió en endémico en el mundo desarrollado, y en partes importantes del sur de Asia y de la zona islámica. El número de incidentes terroristas en el mundo, según las cuentas del Departamento de Estado de los Estados Unidos, no dejó de aumentar: de 125 en 1968 a 831 en 1987, así como el número de sus víctimas, de 241 a 2.905 (UN World Social Sitúation, 1989, p. 165).La lista de asesinatos políticos se hizo más larga: los presidentes Anwar el Sadat de Egipto (1981); Indira Gandhi (1984) y Rajiv Gandhi de la India (1991), por señalar algunos. Las actividades del Ejército Republicano Irlandés Provisional en el Reino Unido y de los vascos de ETA en España eran características de este tipo de violencia de pequeños grupos, que tenían la ventaja de que podían ser realizadas por unos pocos centenares —o incluso por unas pocas docenas— de activistas, con la ayuda de explosivos y de armas potentes, baratas y manejables que un floreciente tráfico internacional distribuía al por mayor en el mundo entero. Eran un síntoma de la creciente «barbarización» de los tres mundos, añadida a la contaminación por la violencia generalizada y la inseguridad de la atmósfera que la población urbana de final del milenio aprendió a respirar. Aunque su aportación a la causa de la revolución política fue escasa.     Todo lo contrario de la facilidad con que millones de personas se lanzaban a la calle, como lo demostró la revolución iraní. O la forma en que, diez años después, los ciudadanos de la República Democrática Alemana, espontáneamente, aunque estimulados por la decisión húngara de abrir sus fronteras, optaron por votar con sus pies (y sus coches) contra el régimen, emigrando a la Alemania Occidental. En menos de dos meses lo habían hecho unos 130.000 alemanes (Umbruch, 1990, pp. 7-10), antes de que cayera el muro de Berlín. O, como en Rumania, donde la televisión captó, por vez primera, el momento de la revolución en el rostro desmoralizado del dictador cuando la multitud convocada por el régimen comenzó a abuchearle en lugar de vitorearle. O en las partes de la Palestina ocupada, cuando el movimiento de masas de la intifada, que comenzó en 1987, demostró que a partir de entonces sólo la represión activa, y no la pasividad o la aceptación tácita, mantenía la ocupación israelí. Fuera lo que fuese lo que estimulaba a las masas inertes a la acción (medios de comunicación modernos como la televisión y las cintas magnetofónicas hacían difícil mantener aislados de los acontecimientos mundiales incluso a los habitantes de las zonas más remotas) era la facilidad con que las masas salían a la calle lo que decidió las cuestiones.     Estas acciones de masas no derrocaron ni podían derrocar regímenes por sí mismas. Podían incluso ser contenidas por la coerción y por las armas, como lo fue la gran movilización por la democracia en China, en 1989, con la matanza de la plaza de Tiananmen en Pekín. (Pese a sus grandes dimensiones, este movimiento urbano y estudiantil representaba sólo a una modesta minoría en China y, aun así, fue lo bastante grande como para provocar serias dudas en el régimen. ) Lo que esta movilización de masas consiguió fue demostrar la pérdida de legitimidad del régimen. En Irán, al igual que en Petrogrado en 1917, la pérdida de legitimidad se demostró del modo más clásico con el rechazo a obedecer las órdenes por parte del ejército y la policía. En la Europa oriental, convenció a los viejos regímenes, desmoralizados ya por la retirada de la ayuda soviética, de que su tiempo se había acabado. Era una demostración de manual de la máxima leninista según la cual el voto de los ciudadanos con los pies podía ser más eficaz que el depositado en las elecciones. Claro que el simple estrépito de los pies de las masas ciudadanas no podía, por sí mismo, hacer revoluciones. No eran ejércitos, sino multitudes, o sea, agregados estadísticos de individuos. Para ser eficaces necesitaban líderes, estructuras políticas o programas. Lo que las movilizó en Irán fue una campaña de protesta política realizada por adversarios del régimen; pero lo que convirtió esa campaña en una revolución fue la prontitud con que millones de personas se sumaron a ella. Otros ejemplos anteriores de estas intervenciones directas de las masas respondían a una llamada política desde arriba —ya fuese el Congreso Nacional de la India llamando a no cooperar con los británicos en los años veinte y treinta (véase el capítulo VII) o los seguidores del presidente Perón que pedían la liberación de su héroe en el famoso «Día de la lealtad» en la plaza de Mayo de Buenos Aires (1945). Es más, lo que importaba no era lo numerosa que fuese la multitud, sino el hecho de que actuase en una situación que la hacía operativamente eficaz.     No entendemos todavía por qué el voto con los pies de las masas adquirió tanta importancia en la política de las últimas décadas del siglo. Una razón debe ser que la distancia entre gobernantes y gobernados se ensanchó en casi todas partes, si bien en los estados dotados con mecanismos políticos para averiguar qué pensaban sus ciudadanos, y de formas para que expresaran periódicamente sus preferencias políticas, era poco probable que esto produjera una revolución o una completa pérdida de contacto. Era más comprensible que se produjesen manifestaciones de desconfianza casi unánime en regímenes que hubieran perdido legitimidad o (como Israel en los territorios ocupados) nunca la hubieran tenido, en especial cuando sus dirigentes no querían reconocerlo.   De todas maneras, incluso en sistemas democráticos parlamentarios consolidados y estables, las manifestaciones en masa de rechazo al existente sistema político o de partidos se convirtieron en algo común, como lo muestra la crisis política italiana de 1992-1993, así como la aparición en distintos países de nuevas y poderosas fuerzas electorales, cuyo común denominador era simplemente que no se identificaban con ninguno de los antiguos partidos.     Hay otra razón, además, para este resurgimiento de las masas: la urbanización del planeta y, en especial, del tercer mundo. En la era clásica de las revoluciones, de 1789 a 1917, los antiguos regímenes eran derrocados en las grandes ciudades, pero los nuevos se consolidaban mediante plebiscitos informales en el campo. La novedad en la fase de revoluciones posterior a 1930 estriba en que fueron realizadas en el campo y, una vez alcanzada la victoria, importadas a las ciudades. A fines del siglo XX, si dejamos aparte unas pocas regiones retrógradas, las revoluciones surgieron de nuevo en la ciudad, incluso en el tercer mundo. No podía ser de otro modo, tanto porque la mayoría de los habitantes de cualquier gran país vivía en ellas, o lo parecía, como porque la gran ciudad, sede del poder, podía sobrevivir y defenderse del desafío rural, gracias en parte a las modernas tecnologías, con tal que sus autoridades no hubiesen perdido la lealtad de sus habitantes. La guerra en Afganistán (1979-1988) demostró que un régimen asentado en las ciudades podía sostenerse en un país clásico de guerrilla, resistiendo a insurrectos rurales, apoyados, financiados y equipados con moderno armamento de alta tecnología, incluso tras la retirada del ejército extranjero en que se apoyaba. Para sorpresa general, el gobierno del presidente Najibullah sobrevivió varios años después de la retirada del ejército soviético; y cuando cayó, no fue porque Kabul no pudiera resistir los ejércitos rurales, sino porque una parte de sus propios guerreros profesionales decidió cambiar de bando.     ¿Seguirán ocurriendo? ¿Las cuatro grandes oleadas del siglo XX —1917-1920, 1944-1962, 1974-1978 y 1989— serán seguidas por más momentos de ruptura y subversión?  Nadie que considere la historia de este siglo en que sólo un puñado de los estados que existen hoy han surgido o sobrevivido sin experimentar revoluciones, contrarrevoluciones, golpes militares o conflictos civiles armados, apostaría por el triunfo universal del cambio pacífico y constitucional, como predijeron en 1989 algunos eufóricos creyentes de la democracia liberal. El mundo que entra en el tercer milenio no es un mundo de estados o de sociedades estables.      No obstante, si bien parece seguro que el mundo, o al menos gran parte de él, estará lleno de cambios violentos, la naturaleza de estos cambios resulta oscura. El mundo al final del siglo XX se halla en una situación de ruptura social más que de crisis revolucionaria, aunque contiene países en los que, como en el Irán en los años setenta, se dan las condiciones para el derrocamiento de regímenes odiados que han perdido su legitimidad, a través de un levantamiento popular dirigido por fuerzas capaces de reemplazarlos; por ejemplo: en el momento de escribir esto, Argelia y, antes de la renuncia al régimen del apartheid, Suráfrica. (De ello no se deduce que las situaciones revolucionarias, reales o potenciales, deban producir revoluciones triunfadoras. ) Sin embargo, esta suerte de descontento contra el statu quo es hoy menos común que un rechazo indefinido del presente, una ausencia de organización política (o una desconfianza hacia ella), o simplemente un proceso de desintegración al que la política interior e internacional de los estados trata de ajustarse lo mejor que puede.    También está lleno de violencia —más violencia que en el pasado— y, lo que es más importante, de armas. En los años previos a la toma del poder de Hitler en Alemania y Austria, por agudas que fueran las tensiones y los odios raciales, era difícil pensar que llegasen al punto de que adolescentes neonazis de cabeza rapada quemasen una casa habitada por inmigrantes, matando a seis miembros de una familia turca. Mientras que en 1993 tal incidente ha podido conmover —pero no sorprender— cuando se ha producido en el corazón de la tranquila Alemania, y precisamente en una ciudad (Solingen) con una de las más antiguas tradiciones de socialismo obrero del país.    Además, la facilidad de obtener explosivos y armas de gran capacidad de destrucción es hoy tal, que ya no se puede dar por seguro el monopolio estatal del armamento en las sociedades desarrolladas. En la anarquía de la pobreza y la codicia que reemplazó al antiguo bloque soviético, no era ya inconcebible que las armas nucleares o los medios para fabricarlas pudieran caer en otras manos que las de los gobiernos.     El mundo del tercer milenio seguirá siendo, muy probablemente, un mundo de violencia política y de cambios políticos violentos. Lo único que resulta inseguro es hacia dónde llevarán

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