por Eric Hobsbawm
Tenían, por
tanto, dos características. La atrofia
de la tradición revolucionaría establecida, por un lado, y el despertar de las
masas, por otro. A partir de 1917-1918 pocas revoluciones se han hecho
desde abajo.
La mayoría las llevaron a cabo minorías de activistas organizados, o fueron impuestas desde arriba,
mediante golpes militares o conquistas armadas; lo que no quiere decir que,
en determinadas circunstancias, no hayan
sido genuinamente populares. Difícilmente hubieran podido consolidarse de
otro modo, excepto en los casos en que fueron traídas por conquistadores
extranjeros. Pero a fines del siglo XX las masas volvieron a escena asumiendo
un papel protagonista. El activismo minoritario, en forma de guerrillas urbanas
o rurales y de terrorismo, continuó y se convirtió en endémico en el mundo
desarrollado, y en partes importantes del sur de Asia y de la zona islámica. El
número de incidentes terroristas en el mundo, según las cuentas del
Departamento de Estado de los Estados Unidos, no dejó de aumentar: de 125 en
1968 a 831 en 1987, así como el número de sus víctimas, de 241 a 2.905 (UN
World Social Sitúation, 1989, p. 165).La
lista de asesinatos políticos se hizo más larga: los presidentes Anwar el Sadat
de Egipto (1981); Indira Gandhi (1984) y Rajiv Gandhi de la India (1991),
por señalar algunos. Las actividades del Ejército Republicano Irlandés
Provisional en el Reino Unido y de los vascos de ETA en España eran características
de este tipo de violencia de pequeños grupos, que tenían la ventaja de que
podían ser realizadas por unos pocos centenares —o incluso por unas pocas
docenas— de activistas, con la ayuda de explosivos y de armas potentes, baratas
y manejables que un floreciente tráfico internacional distribuía al por mayor
en el mundo entero. Eran un síntoma de
la creciente «barbarización» de los tres mundos, añadida a la contaminación por
la violencia generalizada y la inseguridad de la atmósfera que la población
urbana de final del milenio aprendió a respirar. Aunque su aportación a la
causa de la revolución política fue escasa.
Todo lo contrario de la
facilidad con que millones de personas se lanzaban a la calle, como lo demostró
la revolución iraní. O la forma en que, diez años después, los ciudadanos de la
República Democrática Alemana, espontáneamente, aunque estimulados por la
decisión húngara de abrir sus fronteras, optaron por votar con sus pies (y sus
coches) contra el régimen, emigrando a la Alemania Occidental. En menos de dos
meses lo habían hecho unos 130.000 alemanes (Umbruch, 1990, pp. 7-10), antes de
que cayera el muro de Berlín. O, como en Rumania, donde la televisión captó,
por vez primera, el momento de la
revolución en el rostro desmoralizado del dictador cuando la multitud convocada
por el régimen comenzó a abuchearle en lugar de vitorearle. O en las partes
de la Palestina ocupada, cuando el movimiento de masas de la intifada, que
comenzó en 1987, demostró que a partir de entonces sólo la represión activa, y
no la pasividad o la aceptación tácita, mantenía la ocupación israelí. Fuera lo
que fuese lo que estimulaba a las masas inertes a la acción (medios de
comunicación modernos como la televisión y las cintas magnetofónicas hacían
difícil mantener aislados de los acontecimientos mundiales incluso a los
habitantes de las zonas más remotas) era la facilidad con que las masas salían
a la calle lo que decidió las cuestiones.
Estas acciones de masas no
derrocaron ni podían derrocar regímenes por sí mismas. Podían incluso ser contenidas por la coerción y por las armas, como lo
fue la gran movilización por la democracia en China, en 1989, con la matanza de
la plaza de Tiananmen en Pekín. (Pese a sus grandes dimensiones, este
movimiento urbano y estudiantil representaba sólo a una modesta minoría en
China y, aun así, fue lo bastante grande como para provocar serias dudas en el
régimen. ) Lo que esta movilización de masas consiguió fue demostrar la pérdida
de legitimidad del régimen. En Irán, al igual que en Petrogrado en 1917, la pérdida de legitimidad se demostró del
modo más clásico con el rechazo a obedecer las órdenes por parte del ejército y
la policía. En la Europa oriental, convenció a los viejos regímenes,
desmoralizados ya por la retirada de la ayuda soviética, de que su tiempo se
había acabado. Era una demostración de manual de la máxima leninista según la
cual el voto de los ciudadanos con los pies podía ser más eficaz que el
depositado en las elecciones. Claro que el simple estrépito de los pies de las
masas ciudadanas no podía, por sí mismo, hacer revoluciones. No eran ejércitos,
sino multitudes, o sea, agregados estadísticos de individuos. Para ser eficaces
necesitaban líderes, estructuras políticas o programas. Lo que las movilizó en
Irán fue una campaña de protesta política realizada por adversarios del
régimen; pero lo que convirtió esa
campaña en una revolución fue la prontitud con que millones de personas se
sumaron a ella. Otros ejemplos anteriores de estas intervenciones directas
de las masas respondían a una llamada política desde arriba —ya fuese el
Congreso Nacional de la India llamando a no cooperar con los británicos en los
años veinte y treinta (véase el capítulo VII) o los seguidores del presidente Perón que pedían la liberación de su
héroe en el famoso «Día de la lealtad» en la plaza de Mayo de Buenos Aires
(1945). Es más, lo que importaba no era lo numerosa que fuese la multitud, sino
el hecho de que actuase en una situación que la hacía operativamente eficaz. No entendemos todavía por qué el voto con
los pies de las masas adquirió tanta importancia en la política de las últimas
décadas del siglo. Una razón debe ser que la distancia entre gobernantes y
gobernados se ensanchó en casi todas partes, si bien en los estados dotados con
mecanismos políticos para averiguar qué pensaban sus ciudadanos, y de formas
para que expresaran periódicamente sus preferencias políticas, era poco
probable que esto produjera una revolución o una completa pérdida de contacto.
Era más comprensible que se produjesen manifestaciones de desconfianza casi
unánime en regímenes que hubieran perdido legitimidad o (como Israel en los
territorios ocupados) nunca la hubieran tenido, en especial cuando sus
dirigentes no querían reconocerlo. De todas maneras, incluso en sistemas
democráticos parlamentarios consolidados y estables, las manifestaciones en
masa de rechazo al existente sistema político o de partidos se convirtieron en
algo común, como lo muestra la crisis política italiana de 1992-1993, así como
la aparición en distintos países de nuevas y poderosas fuerzas electorales,
cuyo común denominador era simplemente que no se identificaban con ninguno de
los antiguos partidos. Hay
otra razón, además, para este resurgimiento de las masas: la urbanización del
planeta y, en especial, del tercer mundo. En la era clásica de las
revoluciones, de 1789 a 1917, los antiguos regímenes
eran derrocados en las grandes ciudades, pero los nuevos se consolidaban
mediante plebiscitos informales en el campo. La novedad en la fase de
revoluciones posterior a 1930 estriba en que fueron realizadas en el campo y,
una vez alcanzada la victoria, importadas a las ciudades. A fines del siglo XX,
si dejamos aparte unas pocas regiones retrógradas, las revoluciones surgieron
de nuevo en la ciudad, incluso en el tercer mundo. No podía ser de otro modo,
tanto porque la mayoría de los habitantes de cualquier gran país vivía en
ellas, o lo parecía, como porque la gran ciudad, sede del poder, podía
sobrevivir y defenderse del desafío rural, gracias en parte a las modernas
tecnologías, con tal que sus autoridades no hubiesen perdido la lealtad de sus
habitantes. La guerra en Afganistán
(1979-1988) demostró que un régimen asentado en las ciudades podía sostenerse
en un país clásico de guerrilla, resistiendo a insurrectos rurales, apoyados,
financiados y equipados con moderno armamento de alta tecnología, incluso tras
la retirada del ejército extranjero en que se apoyaba. Para sorpresa
general, el gobierno del presidente Najibullah sobrevivió varios años después
de la retirada del ejército soviético; y cuando cayó, no fue porque Kabul no
pudiera resistir los ejércitos rurales, sino porque una parte de sus propios
guerreros profesionales decidió cambiar de bando. ¿Seguirán ocurriendo? ¿Las cuatro grandes
oleadas del siglo XX —1917-1920, 1944-1962, 1974-1978 y 1989— serán seguidas
por más momentos de ruptura y subversión? Nadie que considere la historia de este siglo
en que sólo un puñado de los estados que existen hoy han surgido o sobrevivido
sin experimentar revoluciones, contrarrevoluciones, golpes militares o
conflictos civiles armados, apostaría
por el triunfo universal del cambio pacífico y constitucional, como predijeron
en 1989 algunos eufóricos creyentes de la democracia liberal. El mundo que
entra en el tercer milenio no es un mundo de estados o de sociedades estables. No obstante, si bien parece seguro que el
mundo, o al menos gran parte de él, estará lleno de cambios violentos, la
naturaleza de estos cambios resulta oscura. El mundo al final del siglo XX se
halla en una situación de ruptura social más que de crisis revolucionaria, aunque contiene países en los que, como en
el Irán en los años setenta, se dan las condiciones para el derrocamiento de
regímenes odiados que han perdido su legitimidad, a través de un levantamiento
popular dirigido por fuerzas capaces de reemplazarlos; por ejemplo: en el
momento de escribir esto, Argelia y, antes de la renuncia al régimen del
apartheid, Suráfrica. (De ello no se deduce que las situaciones
revolucionarias, reales o potenciales, deban producir revoluciones
triunfadoras. ) Sin embargo, esta suerte de descontento contra el statu quo es
hoy menos común que un rechazo indefinido del presente, una ausencia de
organización política (o una desconfianza hacia ella), o simplemente un proceso
de desintegración al que la política interior e internacional de los estados
trata de ajustarse lo mejor que puede. También está lleno de violencia —más
violencia que en el pasado— y, lo que es más importante, de armas. En los años
previos a la toma del poder de Hitler en Alemania y Austria, por agudas que
fueran las tensiones y los odios raciales, era difícil pensar que llegasen al
punto de que adolescentes neonazis de cabeza rapada quemasen una casa habitada
por inmigrantes, matando a seis miembros de una familia turca. Mientras que
en 1993 tal incidente ha podido conmover —pero no sorprender— cuando se ha
producido en el corazón de la tranquila Alemania, y precisamente en una ciudad
(Solingen) con una de las más antiguas tradiciones de socialismo obrero del
país. Además,
la facilidad de obtener explosivos y armas de gran capacidad de destrucción es
hoy tal, que ya no se puede dar por seguro el monopolio estatal del armamento
en las sociedades desarrolladas. En la anarquía de la pobreza y la codicia que
reemplazó al antiguo bloque soviético, no era ya inconcebible que las armas
nucleares o los medios para fabricarlas pudieran caer en otras manos que las de
los gobiernos. El mundo del tercer milenio seguirá siendo,
muy probablemente, un mundo de violencia política y de cambios políticos
violentos. Lo único que resulta inseguro es hacia dónde llevarán
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