Teodoro Boot
El
21 de febrero de 1976 fallecía en Montevideo el coronel Domingo Alfredo
Mercante, a quien Evita llamara “El Corazón de Perón”. El otro, el
músculo cardíaco propiamente dicho del General, había dejado de latir
menos de dos años antes, el 1 de julio de 1974. Fue entonces, en el Hall
de Honor del Palacio del Congreso que tuvo lugar la despedida de esos
dos viejos amigos devenidos en amargos desconocidos. Se
habían comenzado a tratar 40 años antes, durante un curso en la escuela
de suboficiales en la que ambos eran profesores y desde su reencuentro
en la Inspección de Tropas de Montaña que dirigía el general Farrell,
fueron inseparables, hasta el distanciamiento que no pocos analistas
posteriores considerarán uno de los dos hechos más trágicos de la
historia del peronismo. Ambos participaron en la creación del GOU
–Mercante con el número 1; Perón con el 19–, la logia militar que
impulsará a Edelmiro J. Farrell a la presidencia y catapultará a Perón a
los primeros planos de la política nacional. Dadme
un punto de apoyo y moveré el mundo, supo decir Arquímedes explicando
la potencia y posibilidades de la palanca. Para Perón, esa palanca fue
primero el GOU e, inmediatamente después, el anodino Departamento del
Trabajo que convirtió en Secretaría de Trabajo y Previsión, donde fue
secundado por Mercante desde la Dirección General de Trabajo y Acción
Social. Esta, y la trayectoria sindical de su padre en el gremio
ferroviario, serán a su vez las palancas de Mercante, quien
laboriosamente tejerá la red de relaciones del grupo de coroneles
revolucionarios con un sector muy significativo del movimiento obrero,
encabezado por el dirigente mercantil socialista Ángel Borlenghi y el
abogado de la Unión Ferroviaria Juan Atilio Bramuglia. Y, a despecho de
uno de los más caros hitos de la mitología peronista, será justamente
Mercante el verdadero promotor y articulador de la reacción obrera ante
el encarcelamiento de ese arremetedor coronel, ya por entonces tenido
por ser “el primer trabajador”.
Es
también Mercante el autor de la “salida política” que permite destrabar
la situación, salvando así al gobierno de Farrell y, en consecuencia,
la experiencia nacionalista y regeneradora iniciada por el ejército en
1943: liberación de Perón, seguida de su renuncia a todos los cargos,
llamada a elecciones para febrero del año siguiente y candidatura de
Perón a la presidencia. A cambio, Farrell se comprometía a sancionar las
medidas centrales propuestas por el Consejo Nacional de Posguerra, que
Perón había creado el año anterior, sin las cuales y llegado el caso, no
estaba dispuesto a asumir la presidencia: estatización del Banco
Central, nacionalización de los depósitos bancarios y creación del
Instituto Argentino de Promoción e Intercambio, IAPI, que daba al Estado
el monopolio del comercio exterior. Todas ellas, en efecto, sancionadas
entre el 24 febrero (cuando contra todas los previsiones, Perón se
impuso en las primeras elecciones limpias desde los tiempos Yrigoyen,
hará en estos días nada menos que 70 años) y el 4 de junio de 1946,
fecha fijada para la asunción del nuevo presidente. Entretanto,
tan sólo una semana después del 17 de octubre, los sindicalistas afines
a Perón habían creado el Partido Laborista, que sería presidido por el
telefónico Luis Gay, secundado por Cipriano Reyes y dirigentes de casi
todos los gremios. Los
primeros crujidos se sintieron cuando Luis Gay, que había sido lanzado
como candidato a senador por la capital, fue reemplazado por el marino
conservador Alberto Teisaire, mientras Mercante, a quien Perón pretendía
en la Secretaría General de la Presidencia, propuesto por los
laboristas para la vicepresidencia, debía dejar lugar al radical
Hortensio Quijano. Los
partidos que apoyaban al candidato a presidente eran tres: el Laborista
(que finalmente le aportaría el 80% de los votos), la Junta Renovadora
(una escisión del radicalismo) y el Partido Independiente, una fracción
de los conservadores. Desde la Junta Nacional de Coordinación Política,
Atilio Bramuglia cerró esa primera brecha provocada por las nominaciones
de Teisaire y Quijano: los laboristas tendrían en 50% de los cargos
electivos mientras el otro 50 % se repartiría, por mitades, entre ex
radicales y conservadores. Mientras
Perón promovía para la gobernación bonaerense al radical renovador
Alejandro Leloir, tras sucesivos regateos, los laboristas obtenían de
Mercante la aceptación de la candidatura a gobernador de la provincia de
Buenos Aires.
Un gobernador que dejará huella Sólo
en forma relativamente reciente la gestión de Mercante al frente de la
mayor de las provincias argentinas comenzó a ser estudiada y, en suma,
revindicada, tanto en el aspecto político (con inusual capacidad fue
deshaciéndose de los condicionamientos que le imponían los laboristas
fortaleciendo el nuevo Partido Único de la Revolución Nacional, pronto
denominado Peronista) como en la reorganización del Estado provincial, y
una gestión de gran eficiencia, particularmente centrada en la reforma
agraria –distribuyendo 130 mil hectáreas expropiadas a grandes
terratenientes–, el desarrollo industrial, el crédito generoso, la
creación de obra pública, la construcción de un gran cantidad de
escuelas y hospitales, las viviendas obreras y el desarrollo del turismo
social (el tradicional “chalecito peronista” fue, hasta su
defenestración, conocido como “chalet Mercante” y, contrariando otros de
los más preciados mitos del peronismo, se debe al gobierno de Mercante
la creación de la República de los Niños, la expropiación del actual
Parque Pereyra Iraola y la construcción del complejo turístico de
Chapadmalal, inaugurado en 1948 y poco después cedido a la Fundación Eva
Perón, creada ese mismo año). Mercante
supo reorganizar el Estado y revolucionar la obra de gobierno basándose
en un gabinete en el que convivían conspicuos integrantes del grupo
Forja, como el ministro de Hacienda Miguel López Francés y el de
Educación Julio César Avanza, radicales renovadores y personas de su
íntima confianza, secundados por funcionarios aún más jóvenes (los
ministros de Mercante oscilaban entre los 30 y los 35 años) ya no
venidos de ninguna formación política anterior sino surgidos del propio
Partido Peronista. Contó además con dos incorporaciones de enorme
significación y trascendencia: las del fundador de FORJA Arturo
Jauretche al frente del Banco Provincia y, como fiscal de Estado, la del
joven y brillante abogado Arturo Sampay, proveniente de los núcleos
socialcristianos.
Los
frutos de la obra de Perón al frente del ejecutivo nacional y de
Mercante en la provincia de Buenos Aires se verán tan sólo dos años
después cuando, encabezando la lista de diputados constituyentes, el
gobernador obtenga un aplastante 65% contra el 28 % de los votos
cosechados por la UCR. Naturalmente, Domingo Mercante fue elegido para
presidir la convención que sancionaría una las constituciones más
progresistas de la época. Ese sería el momento culminante de su carrera
política, que se opacaría muy poco después.
II. La Constitución de 1949 Domingo
Mercante, testigo de casamiento, estrecho amigo y colaborador de Juan
Perón, artífice de la reacción obrera del 17 de octubre y cada vez más
popular gobernador de la provincia de Buenos Aires, presidió la
convención constituyente que, tras celebrar su reunión preparatoria el
24 de enero de 1949, sesionó durante todo el mes de febrero y aprobó un
nuevo texto el 11 de marzo, jurándolo cinco días después.
Si
bien la voz cantante la llevó su fiscal de Estado Arturo Sampay,
considerado el padre del constitucionalismo social argentino, el rol de
Mercante no fue decorativo. Por el contrario, no sólo se entrevistó
numerosas veces con Perón, en una ocasión al menos para convencerlo de
las virtudes del artículo 40, sino que en el domicilio del periodista
nacionalista José Luis Torres había conformado su propio “brain storm”
integrado, entre otros, por Jorge Del Río, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo
Jauretche, Sampay y el propio Torres. Fue ese grupo el que dio origen
al célebre artículo que sancionaba el monopolio estatal del comercio
exterior, la propiedad inalienable de la nación sobre el subsuelo y las
fuentes energéticas, la obligación del Estado de prestar los servicios
de forma directa, estableciendo un cálculo indemnizatorio por
expropiación de empresas de servicios públicos que, inspirado en la
doctrina social de la Iglesia, computaba como amortización los
excedentes obtenidos por sobre una ganancia razonable. Perón
nunca quedó convencido de los beneficios que reportaría ese incómodo
artículo: por un lado, si en el futuro podría crear complicaciones –de
ser necesario, como el presidente ya preveía, recurrir a la inversión
extranjera para lograr el autoabastecimiento energético–, un artículo en
una Constitución –y hasta una Constitución misma– difícilmente eran
garantía de nada, al menos en un país donde la regla parece ser la de
arrasar con la obra del gobierno anterior, empezando todos los días todo
de nuevo, como suelen hacen los orates. Si
tales eran los temores de Perón, el tiempo demostraría que no le
faltaba razón: el artículo 40 complicó las negociaciones con la
California Oil Company para la exploración de yacimientos petroleros y
fue usado como argumento por aquellos que justamente no lo habían
votado, como el inveterado oportunista Arturo Frondizi y la entera
oposición radical. Por otra parte, la Constitución más moderna y más
votada de la historia argentina fue anulada mediante un bando militar
por el golpe de estado que había comenzado por anunciar que no habría
vencedores y vencidos, siguió con la persecución ideológica, los
despidos de empleados públicos, el encarcelamiento de dirigentes
políticos, artistas y líderes sindicales, ató al país a las políticas
del FMI y reinició un proceso de endeudamiento, comenzando así la lenta y
sistemática destrucción de la industria nacional, la extranjerización
de la economía y un ciclo de violencia política que ensangrentaría al
país durante los siguientes 25 años. El artículo 40 y la propia
Constitución nacional no consiguieron impedir nada.
Si non e vero...El
historiador Norberto Galasso, en su muy documentada historia de Perón,
da cuenta de una versión según la cual, al día siguiente de una última
reunión con Sampay y Mercante, Perón envía al Congreso a su secretario
Juan Duarte con la orden de suspender el tratamiento del artículo 40.
Casual o intencionadamente, Duarte es demorado en la entrada del
edificio y Sampay, advertido, apura el tratamiento del proyecto, para lo
cual habría contado con la aquiescencia de Mercante. Es
posible que esto haya ocurrido y que algunos círculos lo calificaran de
un acto de deslealtad, pero es dudoso que Perón adhiriera a esa
sospecha: en el punto que mayores roces creó con la oposición –la
reelección presidencial– y que, en los hechos, podía disgustar más al
gobernador bonaerense, en tanto era ampliamente considerado como el
seguro sucesor de Perón en la Presidencia de la República, Mercante se
comportó con indudable lealtad, tanto a su amigo como a sus ideas: de
hecho, fue el promotor del artículo 78 que autorizaba la reelección
presidencial. La
prueba de que la amistad seguía incólume se vería un año después,
cuando Mercante se presentara a elecciones para completar el período de
seis años de gobierno que establecía la nueva Constitución, Eva Perón en
persona participaría muy activamente en su campaña y junto a Perón
presidirían el acto de cierre realizado en Avellaneda. Debe
observarse, además, que Perón y su viejo amigo y colaborador habían
tenido anteriormente algunas serias diferencias. De acuerdo a ley de
estatización del Banco Central y la nacionalización de los depósitos
bancarios en que los bancos privados y provinciales quedaban bajo el
control del Central, en su carácter de empresa mixta (integrada por
capitales privados y del estado provincial) el Banco provincia sería una
sociedad anónima sujeta a las mismas limitaciones que el resto de la
banca, a lo que Mercante se opuso: si la provincia de Buenos Aires no
podía decidir sobre su propio banco, no existía ninguna posibilidad de
autonomía provincial. Era, de alguna manera, la invocación de los
fundamentos para la estatización del Banco Central, pero aplicados ahora
a la soberanía del estado provincial. El
Estado nacional retrocedió ante la firmeza y los argumentos de la
provincia y mediante un decreto el Poder Ejecutivo reconoció que el
banco no era mixto sino que pertenecía a la provincia de Buenos Aires,
tras lo cual el gobernador designó a Arturo Jauretche en la presidencia
del directorio.
El “mercantismo” Al
frente del gobierno bonaerense, Mercante fue ganando un progresivo
reconocimiento, tanto por su labor administrativa, la amplitud y
extensión de las obras públicas, su política agraria, y la eficiencia y
transparencia en el manejo de los fondos, como de sus permanentes
acuerdos con los sectores progresistas y nacionalistas de la oposición
radical. Y mientras dentro del Partido Peronista cobraba influencia y
poder un grupo de dirigentes autoidentificado como “mercantista”, que ya
controlaba el distrito bonaerense, en las elecciones de 1950 Mercante
duplicaba la cantidad de votos obtenidos por su principal contrincante,
el radical Ricardo Balbín, obteniendo el 63% de los votos y, por primera
vez, una amplísima mayoría en las cámaras. Tras
la sanción de la nueva Constitución nacional y su reelección al frente
de la provincia de Buenos Aires, Domingo Mercante había dejado de ser el
sucesor de Perón para convertirse en el seguro candidato a la
vicepresidencia, pero seguía siendo El Corazón de Perón. ¿Cómo
fue que, menos de dos años después, su estrella dejaría de brillar casi
con la instantaneidad con que se extingue la luz de una lamparita
eléctrica?
III. Piedras en el zapato La
década del 50 comenzaba plagada de negros presagios. En el plano
político, una oposición cada día más cerril desconocía la validez de la
nueva Constitución y se volcaba a una conspiración con los sectores más
reaccionarios del ejército. Mientras comenzaban los preparativos de los
primeros actos terroristas, los encuentros secretos entre el radical
Arturo Frondizi, el socialista Américo Ghioldi, el demócrata progresista
Horacio Thedy y los conservadores representados por Reynaldo Pastor con
militares de triste memoria como Julio Alsogaray, Tomás Sánchez de
Bustamante y Alejandro Agustín Lanusse darían sus frutos en septiembre
de 1951, con el frustrado alzamiento del general Benjamín Menéndez. En
1950, además, comenzaría una prolongada huelga ferroviaria, que a su
masividad y alto acatamiento sumaba un carácter “salvaje”: convocada por
ignotas comisiones de enlace al margen de los dirigentes de la Unión
Ferroviaria, sólo pudo ser dominada un año y medio después al disponerse
la militarización de los trabajadores del sector. Si
bien el gobierno había sobrellevado anteriormente y padecería después
numerosos conflictos gremiales, uno tan serio y prolongado con un gremio
de vieja tradición de lucha, cuya “lealtad peronista” no estaba en
cuestión, revelaba con claridad que la consolidación del peronismo de
ningún modo implicaba la desmovilización de los trabajadores, empeñados
en materializar en el plano económico las indudables conquistas
políticas obtenidas en esos años. Ese
conflicto en particular, en que los aguerridos ferroviarios desbordaron
por completo a su organización gremial, revelaba las fisuras y
debilidades de un sistema de organización y conducción fundado en la
cristalización de una burocracia interna más en sintonía con los deseos
de la cúspide que con las exigencias de la base.
La caída de los precios El
caldo de cultivo de esta conflictividad política y social será la
crisis económica en ciernes, provocada por la concurrencia de dos
factores: la brutal caída del precio internacional de cereales y
oleaginosas y una muy prolongada sequía, con la consiguiente disminución
de las cosechas, que hubiera arruinado a miles de productores, de no
ser por el siempre tan denostado IAPI: al monopolizar el comercio de
importación y exportación, a través del Instituto, el Estado se había
apropiado de la renta extraordinaria generada fundamentalmente por la
producción agrícola de la pampa húmeda, volcándola al fomento de la
industria. Por otra parte, al concentrar la comercialización de granos,
Perón había tenido la esperanza de influir decisivamente en el precio
internacional, tal como décadas después, harían los países petroleros
con la creación de la OPEP. A
partir de la caída de los precios y los estragos provocados por la
sequía, sumados a una creciente inflación, que en algún momento llegaría
hasta el 35% anual y que amenazaba con malquistar con el gobierno a
sectores que habían sido los principales beneficiarios de sus políticas,
el Instituto pasó a subsidiar a los productores rurales, evitando su
quiebra. La concurrencia de estos factores agudizó un problema
estructural de la economía argentina, originado en el desigual
desarrollo entre el agro y la industria: la recurrente restricción de
divisas en cada oportunidad en que el país pretende desarrollarse
industrialmente. Nuestra
industria es víctima de cuatro subdesarrollos: el tecnológico, el de un
mercado de escala relativamente pequeña, el de inversión, y el
ideológico-cultural debido al cual no ha surgido jamás en la historia
argentina una clase verdaderamente comprometida con el desarrollo
industrial. De ahí el rol preponderante que, en cada período
industrializador, ha tenido el Estado (ya fuera por medio de
Fabricaciones Militares o de IAME, ya en forma directa) en la
investigación tecnológica, la protección económica a la pequeña
industria y la gran inversión, por lo general dilapidada por gobiernos
posteriores, como fue el caso de Somisa y Altos Hornos Zapla antes y,
más recientemente, de las centrales nucleares y de Arsat, por dar un par
de ejemplos al paso.
Los dos caminos El
subdesarrollo de la escala y el mercado necesarios para la creación de
una industria competitiva, obliga a la protección arancelaria, al
subsidio de insumos (por ejemplo, los energéticos) a créditos a tasas
muy bajas, a la creación de vastas obras de infraestructura y al
fomento de las exportaciones, debiéndose tomar en cuenta que, debido al
atraso tecnológico, el incremento de la actividad industrial supone un
acusado aumento de las importaciones, sin que las exportaciones
industriales alcancen todavía a compensar esa sangría de divisas. De ahí
que el Estado deba apropiarse de la renta extraordinaria de la
producción agraria para volcar esos fondos al fomento del desarrollo
industrial, cuyo principal pivote es el consumo interno basado en el
pleno empleo y los altos salarios. Se
trata de una compleja arquitectura que cruje y empieza a hacer agua
cada vez que se desploma el precio de los commodities. Y que se agrava
cuando esa caída coincide con una crisis económica internacional, que
cierra aun más los mercados, provocando, también, altos excedentes en la
producción de las economías más desarrolladas. Este excedente, a bajo
precio, supone un enorme peligro que se cierne sobre la producción
industrial nacional.
Las
opciones en esta disyuntiva son dos: persistir en el proceso
industrializador acentuando las medidas proteccionistas y fomentando el
mantenimiento de empleos y salarios, o abandonarlo, con el consiguiente
descalabro social, recurriendo al endeudamiento externo para financiar
la restricción de divisas, lo que históricamente ha significado el
inicio de un círculo vicioso de difícil salida. Perón,
que al frente del Consejo Nacional de Posguerra había estudiado
detenidamente las falencias y errores del yrigoyenismo, así como de las
opciones elegidas para sobrellevar la crisis del 30, se decidió por
proseguir el ensayo industrialista. Sus estrategias fueron el desarrollo
y la investigación tecnológica, el autoabastecimiento energético, la
protección industrial, la búsqueda de un mercado interno de mayor
envergadura mediante la integración continental, el control de precios,
el aumento de la productividad, la reducción de la conflictividad social
y el silenciamiento de la oposición.
Las
consecuencias políticas serían la acentuación de los rasgos
autoritarios del gobierno, la verticalización de las fuerzas propias, la
exacerbación del personalismo y, consecuentemente, la cristalización
alrededor de la figura de Perón de una elite parasitaria, adulona y
administradora del poder del “jefe”, autoerigida en custodia de la
ortodoxia de un proyecto del cual era ajena, que no hizo más que
acentuar las consecuencias negativas de la construcción política a la
que Perón se vio --o se creyó-- obligado. Domingo
Mercante sería una de las más emblemáticas víctimas propiciatorias de
esa corte y de la profundización de esa estrategia política. Pero no la
única.
IV La era del hielo El
endurecimiento de las relaciones con la oposición, el disciplinamiento y
verticalización de las fuerzas propias, la acentuación de las
tendencias autocráticas y personalistas y la conformación de un séquito
servil, administrador del poder de Perón y, a la manera de una casta
sacerdotal, intérprete de su voluntad y su palabra, fueron las
consecuencias del recrudecimiento de las acciones de la oposición
política, las dificultades provocadas por la crisis externa y la
agresión y bloqueo al que el país era sometido por parte del gobierno
estadounidense. Como
siempre, todo problema se puede agravar o atenuar de acuerdo al
contexto que, en este caso, era la sucesión presidencial. El primer
escollo había sido removido por la nueva Constitución en la que, como
hemos visto, el gobernador bonaerense Domingo Mercante había tenido
destacada actuación: gracias al artículo 78 Perón podía ser reelecto al
frente del Poder Ejecutivo, alejando así los fantasmas de una segura
crisis política al interior del movimiento peronista. Sin embargo, sin
llegar a la profundidad que esta habría tenido, la nominación de su
compañero de fórmula –en la que hasta poco antes el popular gobernador
bonaerense había sido “número puesto”– provocaría un auténtico
tembladeral dentro del oficialismo.
Nos sobran los motivos
Existen
varias teorías que intentan explicar el distanciamiento entre tan
estrechos amigos, como lo habían sido Perón y Mercante. Hay quienes
sostienen que la autonomía exhibida por Mercante tenía que despertar los
recelos de un presidente cada vez más autocrático, lo mismo que su
popularidad, tanto entre las bases peronistas como entre una oposición
que, sincera o calculadamente, no cesaba de elogiarlo al tiempo que se
enfrentaba más y más al presidente. En tanto, otros culpan del
desencuentro a la sanción, contrariando los deseos de Perón, del
artículo 40 de la nueva constitución, y no faltaron quienes –muy
interesadamente a fin de librarse de un rival interno tan peligroso–,
atribuyeran a oscuros manejos de Mercante –ex interventor del gremio,
con el que además estaba históricamente muy relacionado– la continuidad,
extensión y profundidad de las huelgas de la Unión Ferroviaria que
habían tenido en vilo al gobierno durante 1950 y 1951. El
motivo, sin embargo, podría también buscarse en la creciente inquina
que le iba tomando Eva Perón a medida que se afirmaban las posibilidades
del gobernador de ocupar el segundo lugar en la fórmula presidencial.
El Renunciamiento y sus consecuencias Los
sindicalistas José Espejo, Armando Cabo, Isaías Santín, Florencio Soto
–conocidos como “Los Mosqueteros de Evita”– y la propia Abanderada de
los Humildes querían que la vicepresidencia fuera ocupada por la
Abanderada de los Humildes, a la sazón, luego del presidente, la
personalidad más influyente del momento. Evita
se ocupó de descalificar al gobernador bonaerense ante el presidente
del bloque peronista de diputados Ángel Miel Asquía y el subsecretario
de Prensa y Difusión Raúl Alejandro Apold, acusándolo de querer ocupar
el lugar de Perón en las inminentes elecciones, según revelaría Miel
Asquía una década después. Y mientras Apold eliminaba de los medios de
prensa el nombre y la imagen de Mercante, la propia Abanderada de los
Humildes promovía la candidatura a gobernador bonaerense de Carlos
Vicente Aloé, un hombre por completo ajeno a los círculos mercantistas.
El 22 de agosto de 1951, la CGT proclamaba la candidatura de Evita a la
vicepresidencia, inquietando a los círculos militares. Pero
no se trató tan sólo de la oposición militar. Al colocar a Eva Perón en
primer lugar de la línea sucesoria, la nominación tenía un alto valor
simbólico, pero escasa utilidad práctica y hasta resultaba
contraproducente: el poder y la libertad de acción de Evita al frente de
la Fundación era sensiblemente mayor al que tendría en la presidencia
del senado, para peor, sometida a diversas obligaciones burocráticas. Es
decir, la ganancia sería escasa y los costos, demasiado altos. Perón
cortó por lo sano y decidió no cambiar de caballo en medio del río. El
matungo en cuestión era el anciano político correntino Hortensio
Quijano, su anterior compañero de fórmula, que falleció muy poco
después. Las
razones que llevaron al renunciamiento de Evita pueden ser muchas y
siguen siendo, en realidad, tan misteriosas como las que provocaron el
distanciamiento entre Perón y Mercante, pero resultó un contundente
mensaje hacia el interior del movimiento peronista: si nada menos que la
Abanderada de los Humildes había debido dar un paso al costado, quedaba
claro que ya no había lugar para el disenso y las construcciones
independientes de la voluntad de la conducción y su círculo más íntimo.
Disparen contra Mercante El
disciplinamiento tiene lugar en forma acelerada y, en el caso de
Mercante, el nuevo gobernador Aloé dispone el desplazamiento de la
administración del último mercantista, intenta a toda costa borrar de la
memoria la obra de su predecesor, censura su imagen y su nombre de la
prensa oficial y hace arrancar de más de 1600 escuelas la fechas de
inauguración y toda referencia al gobierno durante el cual se habían
construido. A la vez, el ex ministro de hacienda Miguel López Francés, y
el de Educación, el poeta Julio César Avanza, eran detenidos y
procesados por malversación de fondos. Que las acusaciones eran
infundadas quedaría en claro cuando a principios de 1955 fueran
declarados libres de culpa y liberados por el Poder Judicial. En
una suerte de amarga “justicia poética” el propio Carlos Vicente Aloé,
“El Peroncito”, “El burro bonaerense” “El que no sabía dibujar una O con
un vaso”, se convertiría, en breve, en uno de los funcionarios más
difamados de la época, víctima de las más injustas y crueles
descalificaciones, repetidas alegremente por la oposición, pero nacidas
de las entrañas de la poderosa subsecretaría de Prensa y Difusión en la
que campeaba Raúl Alejandro Apold. En
1953, un tribunal presidido por el almirante Alberto Teisaire decidió
la expulsión de Mercante del propio partido que con tanto tesón había
contribuido a crear.
V. Un nuevo comienzo El
desplazamiento y posterior expulsión en 1953 del partido peronista de
Domingo Mercante, sin ser su causa, constituyó un símbolo del proceso de
declinación que sufriría el gobierno de Perón durante su segunda
presidencia. Con
Mercante salían del gobierno y hasta de la actividad política misma –al
tiempo que otros acentuarían su ostracismo–, viejos y nuevos
luchadores, íntimamente comprometidos con la causa nacional, como Arturo
Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, José Luis Torres, Arturo Sampay,
Francisco José Capelli, Juan José Hernández Arregui, “Los mosqueteros de
Evita” José Espejo, Isaías Santín, Armando Cabo y Florencio Soto, y,
junto a la persecución judicial sobre Miguel López Francés y Julio César
Avanza, comenzarían a ser víctimas de asombrosos casos de sectarismo y
autoritarismo intelectuales tan emblemáticos como José María Rosa,
raleado de la Universidad por negarse a afiliar al Partido Peronista, o
Leopoldo Marechal, debido a su irregular situación matrimonial,
llegándose al desplazamiento y salida del país, aun contra la voluntad
del presidente, del más notable de los ministros de Perón, el
neurocirujano Carrillo. En tanto, el artífice de la
constitución Arturo Sampay había debido escapar del país disfrazado de
sacerdote católico. Al
igual que los arriba mencionados, Mercante guardó silencio y se recluyó
en la actividad privada, rehusándose a hacer el caldo gordo a una
contrarrevolución que mostraba los dientes y afilaba sus cuchillos. Que
la restauración conservadora no tendría lugar por vías pacíficas o
electorales lo daría cuenta el resultado de la elección del
vicepresidente que debía reemplazar al fallecido Hortensio Quijano: con
un 63% de los votos resultaría electo para el cargo el melifluo y poco
conocido Alberto Teisaire. Nadie podía imaginar cuántos votos habría
sacado Perón de haberse presentado como candidato a vicepresidente de sí
mismo.
Factor de unidad nacional Si
la expulsión de Mercante fue un símbolo de la declinación del gobierno
peronista, no menos simbólico resultó el encumbramiento de un personaje
tan sinuoso como Alberto Teisaire. Luego de producido el golpe de
septiembre de 1955, Mercante, que no necesitaba darle tiempo al nuevo
gobierno para reconocer su catadura y que no había ocupado cargo alguno
en los tres años anteriores, salió del país buscando refugio en Uruguay,
en tanto Teisaire se presentaba espontáneamente ante las nuevas
autoridades para acusar a Perón de los mayores crímenes y abusos. A
diferencia de la actual, aquella sociedad argentina todavía conservaba
cierta capacidad de repugnancia, y el súbito travestismo político de uno
de los jerarcas del gobierno depuesto provocó la repulsa general.
Alberto Teisaire se convirtió, sin quererlo, en un factor de unidad
entre peronistas y antiperonistas, que no podían ponerse de acuerdo en
nada, excepto en repudiar a tan ruin personaje. Con
el exilio de Perón, la anulación de la Constitución, el arrasamiento de
las conquistas sociales, la persecución política y la prisión de miles
de activistas, comenzó un lento proceso de resistencia y reconstrucción
del movimiento peronista en el que tuvieron especial papel nuevos
cuadros y activistas políticos y sindicales y, no casualmente, los
viejos militantes desplazados por los muchos Teisaires que habían
medrado y seguirían medrando entre los pliegues de un movimiento de
tamaña envergadura. Mientras
los Teisares se travestían y las bases peronistas se “autoconvocaban”
para la resistencia, recuperando el espíritu libertario de los primeros
años del peronismo, tenían lugar varios intentos de dialogar con las
nuevas autoridades –tal el encabezado desde la cárcel por el Presidente
del Consejo Superior del Peronista Alejandro Leloir, rechazado por los
sectores intransigentes y fulminantemente desautorizado por Perón–, o
los esfuerzos por construir un peronismo sin Perón.
La culpa era de Perón Junto
a la convicción de que el “ciclo de Perón” había llegado a su fin,
había general consenso entre los núcleos dirigentes en que las
tendencias personalistas del conductor junto al desacierto que había
mostrado en la elección de sus últimos colaboradores, por lo general
reclutados entre los adulones, hacían necesaria la organización e
institucionalidad del movimiento. Nacía así el “peronismo sin Perón”,
representado en un primer ensayo por el ex canciller Juan Atilio
Bramuglia (creador del partido Unión Popular), un neoperonismo que
pronto se revelaría funcional, pero ya no a la institucionalización del
peronismo, sino a la del régimen de la restauración conservadora. Por
su parte, por iniciativa de Francisco José Capelli, los antiguos
militantes de Forja –que habían formado parte del círculo “mercantista” y
habían sido expulsados durante las grotescas “purgas” de Teisaire–,
sumamente críticos a lo que consideraban la megalomanía del ex
presidente, planeaban la reorganización partidaria en base a la figura
de Perón. Pero, en las brutales palabras del agobiado embajador Carlos
Pascalli, a la sazón exiliado en Panamá, “evitando que su intervención
revuelva el picadero de la inferioridad, repitiendo los errores
anteriores”, para lo que proponía “usarlo con una envoltura de seguridad
o caja de bloqueo formada por hombres bienintencionados, enérgicos y
con antecedentes”. Carlos
Pascalli, exasperado tras una incómoda convivencia con el General en un
pequeño departamento de dos ambientes, sin duda expresaba un extremo
rayano en la demencia de ese sector que puso en marcha el llamado
“Congreso Postal de Exiliados” a partir del cual se proponían
institucionalizar un “peronismo con Perón”. El
General, que había optado por apoyarse en los sectores más
intransigentes, bendijo el intento, pero a la vez se ocupó muy
cuidadosamente de que no tuviera éxito. “No hay que olvidarse –explicó
en una carta al comando de Santiago de Chile– que este es un juego de
vivos en el que gana el que puede pasar por tonto, sin serlo”. Más
allá de su astucia y su innegable capacidad, la tremenda fortaleza de
Perón para imponer su voluntad tanto sobre sus enemigos como sobre sus
amigos, radicaba en su popularidad y la certeza de que la acción de
gobierno de sus sucesores no haría más que acrecentar la estima de la
suya en la memoria de los argentinos. Mercante,
por su parte, se mantendría en silencio y alejado de cualquier
tejemaneje político, limitándose a prestar un último servicio a Perón,
quien le pedirá, desde Caracas, que sondee la opinión de los dirigentes
peronistas en relación a un eventual acuerdo electoral con Frondizi.
Pero nunca más volvieron a verse, hasta esa lluviosa tarde de julio de
1974 en que un anciano Domingo Mercante se presentaba en el Hall de
Honor del Congreso para despedir a su viejo amigo y compañero. Siempre,
en todo proceso, habrá personas de la integridad de Mercante,
despreciables oportunistas como Teisare y líderes que, como Perón, más
allá de sus errores, miserias y pequeñeces, harán de la lealtad a su
pueblo una vocación y una conducta, granjeándose la gratitud y simpatía
de los sectores populares. En cualquier caso, en todos los tiempos se cuecen, se han cocido y se seguirán cociendo casi las mismas habas.
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