POR MANUEL GÁLVEZ La revolución está en la calle. Se la espera de un día para otro. La gente adquiere provisiones. Un comerciante vende canastas que llama “Revolución”. Se ha visto a adolescentes transportar fusiles. Crítica y otros diarios predican a cara descubierta la revuelta. Se organizan legiones. En Entre Ríos, un senador pronuncia estas palabras que corren por todo el país: “Estamos al borde de la revolución. Falta la chispa engendradora. Que se atrevan a asaltar a Entre Ríos, y la bandera de Urquiza volverá victoriosa a flamear en los campos de Caseros”.
El nueve
de agosto, el gobierno acuartela todas las tropas de la guarnición. ¿Quiénes
organizan el movimiento? Puede afirmarse que, hasta ahora, y salvo
excepciones, no son los hombres del Régimen los revolucionarios. Tampoco
los socialistas, que contemplan sin pasión esta novedad en la “política
criolla”. Sabemos que el general Uriburu, a quien la policía vigila,
dirige la sublevación militar. En Crítica se incuba una de las
direcciones de la revolución civil. Cuando después de los sucesos de
septiembre Crítica afirme que la revolución “se gestó” en su casa, dirá
la verdad. Con sus trescientos mil ejemplares diarios, sus títulos
sensacionales, sus verdades y sus mentiras, su animación, su colorido,
constituye una fuerza formidable. Cada día hace varios millares de
revolucionarios.
Y en su edificio de avenida de Mayo se reúnen a
conspirar los diputados socialistas, algunos conservadores, diversas
personas apolíticas y el general Justo y otros militares. Crítica es, en
aquellos días de agosto, el principal foco de subversión
Detengámonos
un momento, antes que los acontecimientos se desboquen. Meditemos con
serenidad, colocándonos al margen de las pasiones políticas y de los
intereses en juego. Como todos, yo también creí en la necesidad de la
revolución. Me alegré de su triunfo y asistí al juramento de Uriburu.
Ahora me pregunto: ¿era necesaria y justa?
Entre las
causas del movimiento, algunas eran falsas y otras insuficientes. Ni la
baja del peso, que posteriormente bajará mucho más; ni los incidentes
sangrientos, que siempre los hubo y los habrá;
Ha amanecido
el 6 de septiembre. (…) Se espera algo sensacional. Los empleados van a
su trabajo. Las calles están llenas de gente. En cada balcón hay dos o
tres cabezas que miran hacia abajo. En las puertas y en las esquinas los
hombres conversan. Hay cierto temor. Y a las nueve, Crítica publica en
sus pizarras: “Se han sublevado las tropas del Campo de Mayo al mando
del general Uriburu”. Estallan las bombas que anuncian el boletín.
Suenan las sirenas de otros diarios. ¡Revolución! Cuarenta años hemos
vivido en paz. La noticia produce escalofríos de emoción. Las gentes se
abrazan y se felicitan sin conocerse. Hay lágrimas en millares de ojos.
Los estudiantes abandonan las aulas.
La entrada
de las dos columnas revolucionarias, que en la proximidad del centro se
unen en una sola, constituye un espectáculo jamás visto entre nosotros.
En algunos trechos van las tropas entre dos filas de automóviles,
ocupados por estudiantes. Flores desde las ventanas y desde las aceras.
Hombres y mujeres se rompen las manos aplaudiendo y se enronquecen
vitoreando a Uriburu, a la revolución y a la Patria. Toda la ciudad se
ha echado a la calle para ver el paso de las tropas. En un automóvil
abierto, en pie, rodeado de fieles que ocupan hasta los guardabarros, va
el general Uriburu. Le siguen otros automóviles, atestados de muchachos
con sus fusiles.
Y ahora,
mientras las turbas revolucionarias saquean e incendian el diario en
donde tantas alabanzas se le dijeron a él, y surge en ellas la idea de
incendiar y saquear su modesta casa, lo que sucederá horas después, allá
va Hipólito Yrigoyen, en aquel atardecer doloroso, hacia la ciudad de
La Plata. Uno de sus fieles, que lo ha encontrado casi solo, lo arranca,
en un automóvil, de los tremendos peligros que allí corre su vida, sin
esperar la respuesta de la Embajada de Chile. En dos automóviles se
reparte la escasa comitiva. Una hora y media dura el triste viaje. Al
principio, el automóvil corre casi todo lo que puede, pero es preciso
aminorar la marcha porque los barquinazos hacen daño al enfermo. Los dos
fieles que lo acompañan están consternados. Apenas se atreven a hablar,
a comentar esos sucesos increíbles. Temen, con razón, hacer sufrir al
pobre viejo. Y él tampoco habla casi nada.
Porque es su
amor a la Libertad lo que le ha arrancado del poder. Él permitió que
los diarios formaran la conciencia revolucionaria. No hubiera habido
revolución si él, menos respetuoso de la Libertad, menos demócrata,
hubiera clausurado los diarios adversos, enviado a Ushuaia –como lo
harán después los triunfadores de hoy- a los conspiradores, y
encarcelado a doscientas personas. O si, menos respetuoso de la vida
humana –“¡los hombres deben ser sagrados para los hombres!”- hubiera
ordenado al ejército, que casi íntegramente le era fiel, defender al
gobierno. Pero él no ha querido que sea violado ni uno solo de sus
principios. Él no ha querido, como en cien ocasiones de su vida
rectilínea, que se derrame una sola gota de sangre.
Y allá va,
enfermo, con peligro de morir en el camino, como lo ha dicho uno de sus
médicos, silencioso, pensativo, el pobre viejo vencido, más grande en el
dolor y en la derrota que en el gobierno. Allá va, en su soledad
espiritual, rumiando su tragedia, este Rey Lear de América. Allá va,
expulsado por el pueblo, él, que dedicó a su liberación cuarenta años de
su vida; expulsado por los proletarios, él, el único presidente que
hizo obra para el pobre; expulsado por los patriotas, él, que defendió
como nadie la independencia espiritual de la patria; expulsado por los
católicos, él, el único presidente que invocó sin cesar a Dios y a la
Divina Providencia y colocó a la Iglesia en el lugar de respeto y de
jerarquía que nunca tuvo;
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