El Golpe de Onganía
Por Mario Rapoport
El
28 junio de 1966, un golpe militar, con la anuencia de sectores
civiles, políticos y sindicales y una fuerte campaña previa de los
medios de información –como la que soportaron Yrigoyen en 1930 y Perón
en 1945 con resultados distintos–, depuso al presidente radical Arturo
Illia. Las Fuerzas Armadas abandonaban así el rol tutelar que venían
ejerciendo desde la caída de Perón, en 1955, sobre gobiernos emergentes
de un régimen deslegitimado por la proscripción del peronismo. Al igual
que en golpes anteriores, la desestabilización empezó mucho antes y los
medios de la época tuvieron mucho que ver en ello, en especial los
periodistas Mariano Grondona, Bernardo Neustadt y Mariano Montemayor,
como señala Miguel Angel Taroncher en su libro sobre la caída de Illia.
Esos periodistas contribuyeron “como parte integrante del poder
mediático, a la campaña de prensa sobre la base de coincidentes mensajes
críticos contra el gobierno” radical. A través de ellos jugaban
sofisticadas revistas de opinión un rol que en golpes anteriores habían
desempeñado periódicos de lectura masiva. Las
principales instituciones empresarias, por su parte, estaban también
disconformes con lo que consideraban una excesiva intervención del
Estado en la economía. Un documento inédito de la UIA hablaba de “la
burocratización total de la vida económica [...] que conduce gradual
pero persistentemente a la absorción de la empresa privada por el Estado
[...]”. La misma “toma varias formas pero, para las actividades más
importantes, casi siempre se resuelve en la obligada transferencia de la
propiedad del empresario privado al Estado”. Estos conceptos parecían
dejar traslucir que el gobierno de Illia era una antesala del de Fidel
Castro. (Ponencia de la UIA para la XXII Asamblea de Aciel a realizarse
del 4 al 6 de junio de 1966.) Mariano
Grondona, gestor del golpe en numerosos artículos, señalaba dos días
después de haberse producido, las razones del mismo: “Arturo Illia no
[había comprendido] el hondo fenómeno que acompañaba a su
encumbramiento: que las Fuerzas Armadas, dándole el Gobierno, retenían
el poder. El poder seguía allí, en torno de un hombre solitario y
silencioso [el general Onganía]. [...]. Siempre ha ocurrido así: con el
poder de Urquiza o de Roca, de Justo o de Perón. Alguien, por alguna
razón que escapa a los observadores, queda a cargo del destino nacional.
Y hasta que el sistema político no se reconcilia con esa primacía, no
encuentra sosiego”. El gobierno había cometido el error de creer que
gobernaba cuando en realidad los votos de la elección de Illia seguían
siendo botas. Pero
la incógnita principal fue el rol que Estados Unidos jugó en el golpe.
Dos años antes, en 1964, el gobierno de Washington había tenido una
influencia decisiva en la caída del presidente brasileño Joao Goulart, a
quien consideraban un “extremista”. Existe la transcripción de un
diálogo entre el presidente Johnson y el secretario de Estado adjunto
para Asuntos Interamericanos Thomas Mann, el viernes 3 de abril de 1964,
tres días después de ese golpe. “Mann: Espero que Ud. esté tan feliz
respecto al Brasil como lo estoy yo. LBJ: Lo estoy. Mann: Pienso que es
lo más importante que ocurrió en el hemisferio en tres años” (tapes de
la Casa Blanca, 1963-1964). En cambio, no surge de los documentos
secretos que el Departamento de Estado hubiera intervenido directamente
en la caída del primer mandatario argentino –en verdad no lo
necesitaba–, pero estaba perfectamente informado de la existencia de
sectores militares y civiles opuestos a los lineamientos programáticos
de Illia y en procura de una oportunidad para provocar una
“intervención” militar desde muy temprano, incluso desde antes de su
asunción, en octubre de 1963. La carrera de Illia hacia los comicios de
julio de 1963 se había desarrollado en un clima político interno signado
por la proscripción del peronismo y de su líder, por lo que la UCR del
Pueblo obtuvo la primera minoría y la nominación de su candidato en el
Colegio Electoral con apenas el 25 por ciento de los votos. Este hecho
cuestionaba la legitimidad de la victoria electoral; una “marca de
origen” que constituiría el “caballito de batalla” permanente de la
oposición política y, especialmente, de los sectores internos y externos
que ya desde el inicio de la nueva administración comenzaron a tejer la
trama conspirativa. El nuevo presidente accedería a la Casa Rosada con
una minoría parlamentaria, hostilizado por la sistemática oposición de
la dirigencia sindical y patronal y conviviendo con contradictorias
tendencias conservadoras y populistas dentro del propio radicalismo. Las
políticas desplegadas, sin agitar demasiado las aguas, rescataban
lineamientos básicos heredados de la intransigencia radical y del primer
peronismo, con un trasfondo internacional marcado por propuestas
económicas nacionalistas en boga en muchos países del Tercer Mundo. Esas
orientaciones se manifestaron a través de cierta resistencia a las
imposiciones del FMI, la concepción de un Estado inclinado al control y
la planificación de la economía –como en caso de los productos
farmacéuticos–, así como a la atención prioritaria al mercado interno.
Se tomó también la decisión de denunciar y anular los contratos
petroleros firmados por el presidente Frondizi. Por
supuesto, los servicios de inteligencia norteamericanos estaban bien
informados sobre los planteos golpistas y sus principales protagonistas.
Así lo testimonia un cable de la CIA al presidente norteamericano
Lyndon Johnson, que se encuentra en los archivos de su presidencia,
localizados en Austin, Texas. Allí se daba cuenta de la decisión de los
altos mandos militares argentinos de promover el golpe para el mes de
julio, aunque la acción podía adelantarse si la “crisis económica” se
acentuaba. El informe reseñaba la “responsabilidad” y “seriedad” de los
objetivos del futuro gobierno militar y enumeraba entre los involucrados
a los generales Juan Carlos Onganía, Julio Alsogaray, Alejandro Lanusse
y Osiris Villegas (CIA, 2/6/66, Country Files, Argentine Memos, Vol.
II, Box 6). Finalmente,
el levantamiento militar tuvo lugar el 28 de junio y el gobierno
surgido de la decisión golpista se autodenominó “Revolución Argentina”.
El “caudillo” soñado por Grondona fue nombrado presidente con el
objetivo primordial de mantenerse mucho tiempo en el poder: “un dictador
es un funcionario para tiempos difíciles”, afirmaba el inefable
periodista. El nuevo régimen pretendía imponer un proyecto de largo
alcance, dotando al Estado de una organización tecno-burocrática, que
Guillermo O’Donnell denominó “Estado Burocrático Autoritario”, capaz de
poner fin a las pujas intersectoriales y políticas locales en el marco
de la Doctrina de la Seguridad Nacional, que privilegiaba el accionar en
el orden interno por parte de las Fuerzas Armadas contra los peligros
del “extremismo” y la “disociación social”. Pero los tiempos económicos,
sociales y políticos que proponía no pudieron llevarse a cabo. A través
del Cordobazo la sociedad puso fin a esa forma criolla de
“pseudomonarquía”. Grondona debió postergar por un tiempo sus sueños
“caudillescos”, las Fuerzas Armadas se retiraron después de dos intentos
frustrados de continuar en el mando y Perón volvió finalmente a la
Argentina. Se abría una etapa vertiginosa cuyo desenlace dio paso al
período más doloroso de nuestra historia, que comienza en 1976. El golpe
militar que lo precedió diez años antes fue, sin duda, un primer
ensayo.
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