Por Victor Almagro
Si algún organismo oficial fue condenado por la oposición en nombre de la «moralidad» o la «ética», fue sin duda el célebre IAPI. La literatura periodística de la época está cargada de las venenosas críticas que todos los sectores le dirigían. Dicha crítica difamatoria debía medir la importancia de los intereses afectados. Estos eran, simplemente, los monopolios cerealistas, algunos de ellos de eterna fama: Bunge y Born, De Ridder, Louis Dreyfus. En la década del 60 todavía estaba en pie el Palacio de la familia De Ridder, en la Avenida Alvear, de inocultable belleza, construido al cabo de décadas de esquilar a la Argentina, verbo ovino que viene de perilla al tema. Pero los monopolios cerealistas no estaban solos. Eran las dinastías de un vasto reino integrado por explotadores menores de diversa importancia y que en su conjunto integraban el sistema de comercialización y financiación de las cosechas. La estructura comenzaba con el acopiador de pueblo rural, seguía con los propietarios de almacenes de ramos generales, comisionistas, especuladores y llegaba a los exportadores de granos, el nivel más alto en el mecanismo del despojo al productor. Era frecuente que el acopiador fuera al mismo tiempo dueño del almacén de ramos generales. El colono entregaba a aquél su producción. El dueño del almacén ya le había adelantado algún dinero para «ir tirando», más semilla y arreglo de útiles de labranza, combustible, etc.
La relación era tan patriarcal que el propio almacenero hacía todas las cuentas y liquidaciones. A veces le cobraba al chacarero intereses por tenerle en depósito su propio trigo. El fraude en las «pesadas» y liquidaciones era legendario. Se le pagaba parte en «especie» y se llevaban las libretas contabilizadas por los propios comerciantes. Cuenta Manuel Ortiz Pereira que a los chacareros en un pueblo del sur de la Provincia de Buenos Aires un almacenero italiano les anotaba en su libreta, entre otros muchos artículos comprados, la venta de tantos pesos en concepto de «Persicola». Uno de ellos preguntó a Ortiz Pereira, al cabo de años de pagar la Persicola, qué producto podía ser ése. El interrogado hizo su averiguación y ante su asombro el comerciante dijo: «Ma, eso va per si cola. Si non cola, no va». En la Academia Nacional de Agronomía y Veterinaria, Don Julio César Urien citó en una conferencia de 1945 Un episodio que le relató un comerciante de Ramos Generales, ilustrativo de la ignorancia del chacarero y la malicia de sus explotadores. Al terminar una jornada, el dueño del almacén observó que le faltaba una montura en un caballete. Ningún empleado recordó qué cliente podía haberla llevado sin pagarla. Entonces el comerciante encontró la solución. Como habían visitado su negocio ese día 30 chacareros, incluyó en las liquidaciones de cada uno de sus clientes el valor de la montura. Cuando se recolectó la cosecha, adquirida en su totalidad por el comerciante a los productores, todos pagaron sin chistar las 30 monturas. De este modo, el chacarero, de las primeras generaciones, por lo común de origen italiano o español, estaba en manos del acopiador, que era a la vez banquero y proveedor, con lo que obtenía alrededor el 30 % del monto de las operaciones y que era eslabón intermediario de los grandes exportadores internacionales. En resumen, 50.000 chacareros y colonos eran explotados por 3.000 acopiadores que a su vez dependían de 4 grandes firmas exportadoras. De 1936 a 1939, las cuatro firmas monopólicas, sobre un total de 44,5 millones de toneladas de granos exportados, habían comercializado 36,8 millones, o sea, el 82,5 %. Pero aunque la estadística indica que otras 36 firmas exportaron el restante 17,5 %, cabe observar que muchas de éstas, para escapar a las críticas de la opinión pública, eran en realidad simples testaferros de los cuatro grandes exportadores. De ahí que pueda afirmarse sin riesgo de error, que el 90 % de todo lo exportado por el país en ese período corría a cargo de Bunge y Born, Louis Dreyfus y Cía., La Plata Cereal y Luis De Ridder Ltda. Con esas diferencias hacían sus palacios los De Ridder. La conducta observada durante la «década infame» por la Junta Reguladora de Granos, fue fijar los precios de los granos por debajo de los costos de producción, y sólo al nivel necesario para que los arrendatarios pudieran pagar los arrendamientos a los terratenientes. Después de 1943 esa misma Junta cambió de política. Ahora, mediante el decreto Nº 10.107/44, declaró de utilidad pública y sujetó a expropiación el uso de los elevadores de granos y demás dependencias de los puertos, y caducas todas las concesiones, en dichas instalaciones, otorgadas en el pasado a los monopolios a precios ínfimos.
Fue el primer paso contra los monopolios, pero no fue el único. Al terminar la guerra, había gran escasez de productos agrarios en el mundo. Y como resultado de la catástrofe bélica del imperialismo, una gran inflación mundial elevó los precios de los artículos manufacturados. Como a raíz de la guerra los beligerantes habían organizado comités estatales de adquisiciones de granos, la Argentina se vio obligada, para defender su producción agraria ante los grandes Estados Compradores, a constituir por su parte otro organismo estatal, esta vez argentino, y defender los precios de sus productos primarios. Los restantes países trigueros adoptaron el mismo criterio: Australia mediante el «Australian Wheat Boar»; Canadá con el «Canadian Wheat Boar» y los Estados Unidos con la «Commodity Credit Corporation». El IAPI fue la respuesta argentina a la referida estatización de los instrumentos de comercialización.
Con este sistema, el Estado Nacional protegió los precios de los productores; se reservó las ganancias anteriormente absorbidas por los monopolios y las utilizó para financiar otras obras de interés público; finalmente, cuando los precios bajaron en Europa, el IAPI trabajó a pérdida, para defender el ingreso del productor argentino.
Las diversas medidas adoptadas por el Ministro de Comercio Exterior, Dr. Antonio Cafiero, en 1952, restringiendo los abusos monopolistas, desencadenaron la ira de los círculos afectados. Los supuestos economistas clásicos o neoclásicos, pero sobre todo subclásicos, con sus partidos políticos, y la prensa del viejo privilegio, acusaron al IAPI de todo género de anomalías. «La libertad de comercio»
era la primera víctima a defender y la «libre comercialización de las cosechas» la inolvidable consigna de la época, que exhibía cínicamente la defensa de los monopolios imperialistas por parte de las clases medias urbanas y de sus representantes parlamentarios. Pero la lucha por construir una política comercial independiente suponía no sólo quebrar las prerrogativas de Bunge y Born y similares mediante u na nueva legislación, sino construir una red de agentes en Europa y otras regiones del mundo para vender allí. Ya no se trataba de vender como antes en condiciones FOB (franco a bordo), en nuestros propios puertos, sino en vender CIF (costo, seguro y flete) o sea, directamente al consumidor final, en su propia casa. Era la única manera de conquistar la plena independencia comercial, suprimiendo la intermediación extranjera, que se llevaba la crema del negocio. También suponía incorporar a la nueva política de comercialización a las cooperativas argentinas, en la perspectiva de que ellas se hicieran cargo con el tiempo de todo el proceso de producir, transportar y vender la producción nacional en el exterior. Con el raro poder de síntesis que lo distinguía, Perón señaló el papel que le asignaba al extranjero en relación con nuestros cereales: Deseamos que en el orden internacional a ellos les quede solamente el derecho de consumir y que todo lo demás lo tengan nuestros agricultores, es decir, producir y transportar en nuestra marina mercante al exterior de manera que a ellos les quede solamente el derecho de comer el cereal.
El IAPI procedió a adquirir las cosechas directamente de los productores o cooperativas; los acopiadores quedaron relegados a la condición de «simples depositarios por cuenta del IAPI», dice Cafiero. En un plazo promedio de 12 días, el productor cobraba el 100 % del importe de su cosecha en una sucursal bancaria de su zona. Además el IAPI estableció la tipificación, que mejoraba el promedio de ingresos del agricultor y despojaba a los monopolios del papel de
juez y parte en el proceso. Los resultados de esta resuelta política nacionalista y popular en materia agraria no fueron inesperados. La prensa de Rosario informaba en 1954 de la desaparición, cierre o liquidación de numerosos mayoristas de Ramos Generales, cerealistas y comisionistas, ahora marginados de la intermediación. Por su parte, la proporción en que los famosos monopolios cerealistas participan en el comercio interno argentino en 1939 bajaba del 82,5 % de esa época al 39,4 % en 1954. A su vez, en la comercialización interna, las cooperativas llegaban al 50 % en el tráfico comercial. Dichas entidades, que reflejaban la política benéfica del Estado a su respecto, experimentaron una gran mejora. En 1949 el número de entidades llegaba a 258, en 1954, a 696. Los asociados pasaban en el primer año citado de 85.000 a 223.754 en 1954. En estas cifras no sólo había números. La furia oligárquica y el llanto de los poetas cortesanos haría hablar a los cañones de Lonardi. La creación de la Flota Aérea del Estado y el desenvolvimiento gigantesco de la Flota Mercante nacional independizó en gran parte el país del secular transporte marítimo inglés, que proporcionaba a Gran Bretaña parte de sus «ingresos invisibles». Lo mismo puede decirse de la nacionalización de los seguros y reaseguros, que vulneraba directamente la finanza británica y reservaba para el país una de sus suculentas fuentes de ingresos. La construcción de diques y usinas, la construcción del combinado siderúrgico de San Nicolás, el gasoducto de
Comodoro Rivadavia, la expropiación del doloso grupo Bemberg, y la creación de un sistema estatal defensivo en los más variados órdenes, marca con su sello esa época.
Entre 1947 y 1952 la Argentina duplica el tonelaje de su marina mercante, había aumentado su volumen cuatro veces entre 1939 y 1952. Al subir Perón al poder, el país contaba con una flota mercante de 430.000 toneladas. En 1952 llegaba a 1.158.006 toneladas.
En 1952 la flota mercante argentina no sólo era grande, sino que era también una de las más modernas del mundo... Con barcos nuevos y rápidos, la Argentina casi pudo realizar su propósito de
transportar el 50% de su comercio exterior en naves nacionales. Asimismo, se acercó a su meta de hacerse independiente de empresas navieras extranjeras... Antes de la segunda guerra mundial, la
Argentina dependía por completo de barcos refrigerados extranjeros y de compañías navieras también extranjeras. Estas compañías determinaban en parte la cantidad de artículos que había de producir
el país, ya que la producción tenía que ajustarse al tonelaje que aquellos accedían a transportar... Su marina mercante contribuyó al desarrollo de los demás países latinoamericanos y les ayudó
a conseguir su libertad económica. Perón prefirió no tocar a los frigoríficos de capital imperialista ni a la CADE. En cuanto a los primeros, una política revolucionaria no podía llevarse adelante sin tocar a sus proveedores, es decir, a la ganadería privilegiada de los invernadores, el riñón mismo de la oligarquía argentina. La nacionalización de la tierra de la oligarquía ganadera y su transformación en estancias ganaderas del Estado (a la manera exitosa practicada por el Dr. Francia en el Paraguay) no pasó nunca por su cabeza.
Al disiparse el humo del siniestro, se advirtió que la oligarquía detentaba, más fuerte que nunca, las palancas de su colosal poder agrario. La coexistencia exasperada de la Argentina terrateniente y de la Nueva Argentina industrial durante diez años, puso a prueba duramente el programa nacionalista del peronismo. El dilema se resolvió como en el caso de Yrigoyen. La prosperidad tocó su fin con el comienzo de la restauración económica europea y la baja de los precios mundiales de alimentos derivados del Plan Marshall con el «dumping» triguero norteamericano. Los buenos y Despreocupados años quedaban atrás. Se advirtió entonces que la industria liviana había dispuesto, como cabía esperar de ella, de gran parte de las divisas necesarias para la industria pesada. Con enérgica decisión Perón hizo frente a los acontecimientos y no hay duda que afrontó los dos puntos débiles del sistema: el petróleo y la siderurgia. Sólo le faltó el elemento capital, que era el que más despreciaba y que finalmente lo perdió: la ideología política capaz de modelar todo el proceso en las nuevas condiciones de lucha y de ganar el apoyo de una parte de la pequeña burguesía, a la que había horrorizado con sus métodos y sus violencias.
Su inclinación profesional por las soluciones tecnocráticas y el desdén militar por los «políticos», le resultó fatal cuando, al escasear las divisas, lo único que podía sacar al país del atolladero era justamente la política y los políticos, siempre y cuando fueran revolucionarios. Toda su ideología era una síntesis inorgánica de las propensiones totalitarias de su generación, combinada con el «populismo» u «obrerismo» inyectado por los grandes acontecimientos de 1945. Los elementos positivos del «democratismo» pequeño burgués no podían encontrar un lugar en este proceso dirigido por un militar de un país semi colonial, pero capitalista, jaqueado por el imperialismo, aunque con un poderoso proletariado. La obsesiva búsqueda de «lealtad» tendía a impedir la formulación de un programa y el desenvolvimiento ideológico del gran movimiento nacional. Fueron estas limitaciones las que en último análisis lo perdieron
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