Rosas

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sábado, 26 de junio de 2021

Angel Pacheco según Ernesto Quesada....

 Ernesto Quesada

Pacheco era el primer oficial de la confederación, y Rosas lo sabía muy bien: era el único tal vez a quien este manda­tario respetaba.  Pacheco era, ante todo, un oficial de escuela y de una dis­ciplina férrea; procedía según su conciencia y estaba convencido de que, en esas circunstancias, su deber era sostener la autoridad y la patria; era soldado hasta la médula de los huesos, y de una de esas lealtades rayanas en lo quijotesco; conocedor pro­fundo del país, anatematizó el crimen de los decembristas y la hoguera que encendiera el sacrificio inaudito de Dorrego; Rosas representaba a sus ojos el gobierno legal y constituido, aspiraba a la organización de la nación y veía que los continuos esfuerzos del bando unitario tendían a arruinar al país y que cometían actos de barbarie, fomentando represalias peores a su turno: sobre todo, a sus ojos tenían la mancha indeleble de la traición a la patria, por estar aliados a los franceses en su intervención militar al Río de la Plata y el bloqueo de sus puertos, aceptando su dinero y sus armas para combatir a los gobiernos argentinos existentes. Cuando la campaña de Cuyo, tenía el general Pacheco 49 años : se encontraba en todo el vigor de la edad. Era una figura singu­larmente severa, de estatura mediana, tieso el cuerpo, erguida la cabeza: siempre irreprochablemente vestido de uniforme, parecía como si éste hubiese sido cosido por el sastre sobre su persona mis­ma, tal era la absoluta corrección y la ideal falta del más mínimo pliegue. Educado en la rígida disciplina de los famosos grana­deros a caballo, oficial favorito de San Martín, había cimentado no tengo intervención alguna en las tropas del ejército ni en sus distri­buciones, me ha parecido oportuno hacerlo presente a V. E.”.  

Luchó en cien combates, en el Alto Perú, en Chile, en la inmortal jornada de Ituzaingó, en las márgenes del Río Negro, su pasión ferviente, dominante, absoluta, por la carrera militar; era la antítesis del caudillo y del jefe de milicianos: jamás habría descendido a la triste condición del desgraciado Lavalle, quien, habiendo sido un brillante oficial de línea, cometió el lastimoso' error de transformarse en cabecilla de montoneras de ciudadanos, como se lo reprocha con una amargura singular aquel severo general Paz, que presenta tantas analogías con el general Pacheco, por su acendrado amor a la carrera militar y por su austero culto por la disciplina. Pacheco con nadie ni por nada transigía en ese punto delicado: toda su vida, en los campamentos como en su retiro privado, se conservó cuadrado, de una pieza, como digno discípulo del gran capitán argentino. “Fué clarísimo e infatiga­ble en formar y mantener todas las clases del ejército fieles y es­crupulosas observadoras de las ordenanzas, castigando inflexible­mente toda contravención, sin que entibiasen su celo jamás ni la amistad, ni los respetos humanos, ni los demás secretos que debilitan la justicia, menos recta e imparcial que la suya. Este era el loable objeto de su vigilancia, de sus afanes y desvelos, y en virtud de él se le vió siempre incansable en el bufete, expi­diendo las órdenes concernientes, las más veces de su propio puño, para dar a los negocios el mayor impulso; corría como el relámpago a toda hora por los cuarteles, por el campo de ins­trucción, por los hospitales, por los laboratorios y por las demás oficinas del ejército, hasta mirar por sus ojos el rancho y comida de los soldados; en una palabra, trató y consiguió con su ejemplo y doctrina formar de todo su ejército un modelo de subordi­nación, disciplina militar, honor, valor y amor al orden, que le eternizarán en la memoria de los pueblos respeto y gratitud”  De una educación esmerada, era cultísimo en su trato, y es pro­verbial su galantería para con las damas: siendo conocido su profundo respeto por la mujer en general, calidad no muy común en aquellas épocas de campañas continuadas. Hombre de mundo en toda la acepción de la palabra, tenía el raro dón de que todos se sintieran bien con él, desde el más humilde hasta el más enco­petado personaje. Con Rosas, en sus mocedades, había estrechado una íntima y cordialísima amistad, tuteándose recíprocamente; pero así que Rosas subió al poder, Pacheco jamás volvió a tu­tearlo, ni en su correspondencia ni en su trato, y siempre lo lla­maba “señor gobernador”; era en esto de una exigencia tiránica — exageraba el respeto de los demás, para tener el derecho de ser a su vez respetado, — lo que explica el raro fenómeno de que, durante la época de Rosas, la personalidad de Pacheco haya sido quizá la única que no fuera manoseada. Tenía el general Pacheco una fisonomía simpática, si bien severa; jamás empleaba circun­loquios, iba recto a su objeto, mandaba para ser obedecido sin réplica y al instante, pero su espíritu era abierto y su corazón noble; Esclavo de su deber, entendió que no debía escusar sus servicios al gobierno de la patria; fué casi el único oficial superior de la independencia que puso en la balanza de las luchas civiles su espada, su lealtad y su saber, del lado de la confederación.  Siendo siempre el soldado caballe­resco y honrado como lo fuera en los tiempos de la independencia, a cuyos grandes y gloriosos recuerdos asoció su nombre. Esa es la característica de Pacheco; de ahí que fuera respetado por adversarios y correligionarios.  .. .Tal era el adversario con quien iba a medirse Lamadrid, y de cuyo encuentro dependía la suerte de la confederación, deci­diendo finalmente si nuestro país sería unitario o federal.

Pacheco se dió perfecta cuenta de la importancia de su mi­sión. “El general en jefe — le escribía a Rosas — me ha auto­rizado para obrar con absoluta libertad, atendiendo a la distancia que debe separarnos y a los peligros que corren las comunica­ciones ; por primera vez me encuentro en esta campaña en actitud de responder a la confianza con que me honró Y. E.”.  Llevaba a sus órdenes jefes prácticos : bastará citar, entre ellos, a Costa, Flores, Lasala, Granada, Rincón, Sosa y otros. En la división predominaba un pronunciado espíritu marcial, y las mismas canciones que se oían en el campamento, así lo demues­tran. La marcha del ejército fué verdaderamente heroica.  El camino de la provincia de Córdoba a la Rioja lo obligaba a cruzar serranías y esos característicos eriales llamados “tra­vesías”. Era el desierto y los mil peligros de un país montañoso. Si hoy día son allí mismo desconocidas las carreteras, fácil es imaginarse lo que sería entonces, cuando no había caminos, sino senderos casi impracticables, que requerían “rastreadores” para no extraviarse y perecer por la falta absoluta de agua. “La celeridad de mis marchas—dice Pacheco a Rosas — está en razón de seis cuadras por hora, por las dificultades de los des­filaderos montuosos y escabrosos de este país, que es preciso allanar y abrir a hacha con trabajadores, para facilitar el paso a las carretas y artillería”. Y agrega: “Mi caballería, en su ma­yor parte, va tirando los caballos, habiéndose dado otra dirección por el general Oribe a los 800 caballos gordos con que contaba, de las remesas de Buenos Aires”.

Pacheco no se arredró ante tantos inconvenientes: la intui­ción de que Oribe deseaba íntimamente su fracaso, le estimuló aun más. Los medios de conducción eran inadecuados, malos e insuficientes los de movilidad, los caminos eran desconocidos y resultaban impracticables por lo fragosos: la “impedimenta” del ejército era grande. En una palabra, la marcha era lentí­sima y, para un oficial como Pacheco, aquello era cometer una falta militar grave. Se decide entonces a sacrificar todo a la, rapidez de su marcha, pues en acelerar ésta estribaba él la condición fundamental de la victoria: era sensible dejar a la tropa casi sin bagajes, pero las dificultades insuperables del transporte, por carretas de bueyes y arrias de mulas, imposibilitaban resol­ver el problema de otro modo, sobre todo en regiones que carecían en absoluto de caminos y, aun, de simples senderos... Esa actitud de Pacheco era diametralmente opuesta a la de Lamadrid en esos mismos días y, contra su costumbre, mientras Pacheco aligeraba su marcha, abandonando sin titubear lo pesado y llevando sólo lo indispensable, Lamadrid marchaba con una lentitud increíble, arreando a toda la población por de­lante y sin querer abandonar la carretas, los bagajes y mil cosas inútiles. El error de Lamadrid era evidente.

Aldao y Benavides, cerrando el paso de San Juan y Mendoza, al frente del ejército combinado de Cuyo ; Lagos y Maza, con una división, impedían el regreso por Catamarca y, por lo tanto, la salida al norte; Pacheco avanzaba a su encuentro en plena Rioja 

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