Ernesto Quesada
Pacheco era el primer oficial de la confederación, y Rosas lo sabía muy bien: era el único tal vez a quien este mandatario respetaba. Pacheco era, ante todo, un oficial de escuela y de una disciplina férrea; procedía según su conciencia y estaba convencido de que, en esas circunstancias, su deber era sostener la autoridad y la patria; era soldado hasta la médula de los huesos, y de una de esas lealtades rayanas en lo quijotesco; conocedor profundo del país, anatematizó el crimen de los decembristas y la hoguera que encendiera el sacrificio inaudito de Dorrego; Rosas representaba a sus ojos el gobierno legal y constituido, aspiraba a la organización de la nación y veía que los continuos esfuerzos del bando unitario tendían a arruinar al país y que cometían actos de barbarie, fomentando represalias peores a su turno: sobre todo, a sus ojos tenían la mancha indeleble de la traición a la patria, por estar aliados a los franceses en su intervención militar al Río de la Plata y el bloqueo de sus puertos, aceptando su dinero y sus armas para combatir a los gobiernos argentinos existentes. Cuando la campaña de Cuyo, tenía el general Pacheco 49 años : se encontraba en todo el vigor de la edad. Era una figura singularmente severa, de estatura mediana, tieso el cuerpo, erguida la cabeza: siempre irreprochablemente vestido de uniforme, parecía como si éste hubiese sido cosido por el sastre sobre su persona misma, tal era la absoluta corrección y la ideal falta del más mínimo pliegue. Educado en la rígida disciplina de los famosos granaderos a caballo, oficial favorito de San Martín, había cimentado no tengo intervención alguna en las tropas del ejército ni en sus distribuciones, me ha parecido oportuno hacerlo presente a V. E.”.
Pacheco se dió perfecta cuenta de la importancia de su misión. “El general en jefe — le escribía a Rosas — me ha autorizado para obrar con absoluta libertad, atendiendo a la distancia que debe separarnos y a los peligros que corren las comunicaciones ; por primera vez me encuentro en esta campaña en actitud de responder a la confianza con que me honró Y. E.”. Llevaba a sus órdenes jefes prácticos : bastará citar, entre ellos, a Costa, Flores, Lasala, Granada, Rincón, Sosa y otros. En la división predominaba un pronunciado espíritu marcial, y las mismas canciones que se oían en el campamento, así lo demuestran. La marcha del ejército fué verdaderamente heroica. El camino de la provincia de Córdoba a la Rioja lo obligaba a cruzar serranías y esos característicos eriales llamados “travesías”. Era el desierto y los mil peligros de un país montañoso. Si hoy día son allí mismo desconocidas las carreteras, fácil es imaginarse lo que sería entonces, cuando no había caminos, sino senderos casi impracticables, que requerían “rastreadores” para no extraviarse y perecer por la falta absoluta de agua. “La celeridad de mis marchas—dice Pacheco a Rosas — está en razón de seis cuadras por hora, por las dificultades de los desfiladeros montuosos y escabrosos de este país, que es preciso allanar y abrir a hacha con trabajadores, para facilitar el paso a las carretas y artillería”. Y agrega: “Mi caballería, en su mayor parte, va tirando los caballos, habiéndose dado otra dirección por el general Oribe a los 800 caballos gordos con que contaba, de las remesas de Buenos Aires”.
Pacheco no se arredró ante tantos inconvenientes: la intuición de que Oribe deseaba íntimamente su fracaso, le estimuló aun más. Los medios de conducción eran inadecuados, malos e insuficientes los de movilidad, los caminos eran desconocidos y resultaban impracticables por lo fragosos: la “impedimenta” del ejército era grande. En una palabra, la marcha era lentísima y, para un oficial como Pacheco, aquello era cometer una falta militar grave. Se decide entonces a sacrificar todo a la, rapidez de su marcha, pues en acelerar ésta estribaba él la condición fundamental de la victoria: era sensible dejar a la tropa casi sin bagajes, pero las dificultades insuperables del transporte, por carretas de bueyes y arrias de mulas, imposibilitaban resolver el problema de otro modo, sobre todo en regiones que carecían en absoluto de caminos y, aun, de simples senderos... Esa actitud de Pacheco era diametralmente opuesta a la de Lamadrid en esos mismos días y, contra su costumbre, mientras Pacheco aligeraba su marcha, abandonando sin titubear lo pesado y llevando sólo lo indispensable, Lamadrid marchaba con una lentitud increíble, arreando a toda la población por delante y sin querer abandonar la carretas, los bagajes y mil cosas inútiles. El error de Lamadrid era evidente.
Aldao y Benavides, cerrando el paso de San Juan y Mendoza, al frente del ejército combinado de Cuyo ; Lagos y Maza, con una división, impedían el regreso por Catamarca y, por lo tanto, la salida al norte; Pacheco avanzaba a su encuentro en plena Rioja
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