Por Vicente D. Sierra
El Rivadavia que retorna en 1822 de Europa no es el mismo que partiera años antes. Le había tocado vivir la caída de Napoleón y la política de las potencias en el Congreso de Viena, Inglaterra, Rusia, Prusia y Austria constituyen los factores más importantes de este congreso, cuya tendencia se marcó por un neto espíritu de reacción, encaminado a dividir entre los vencedores los despojos del vencido, desterrando las doctrinas que afirmaban la soberanía popular y el nuevo espíritu que alentaba a las naciones. La “Santa Alianza” de Rusia, Prusia y Austria, se formaban para evitar el desarrollo de las ideas revolucionarias y, en todas partes, como reacción al fracaso de la república francesa, cunde un sentimiento monarquista apenas contenido en algunos por la convicción de la necesidad de frenar a los Reyes con una constitución. Inglaterra mantiene un espíritu tan reaccionario como el de sus antiguas aliadas, nada más que éstas quieren resucitar las normas del mercantilismo en economía, lo que se opone a la política inglesa de libre cambio, razón más que suficiente para que los británicos no se adhieran a la “Santa Alianza” y, por el contrario, se aíslen, para dedicarse al desarrollo de su comercio exterior que se liga, de manera directa con el fomento de la independencia de las provincias españolas de América, siempre que éstas no resuelvan entregarse a las concepciones republicanas. Entre las panaceas de la hora, la más difundida gira alrededor de la idea de la necesidad de una construcción escrita, que significaba, en el fondo, concesiones del monarca, que el elemento reaccionario pretendía desconocer, y a las cuales buscaban reemplazar por otras más amplias los grupos liberales. Ninguna de las constituciones se fundaba en la teoría de la soberanía popular, de manera que la imitación en que habían caído los dirigentes argentinos les hacía ver como imprescindible un sistema que sólo tenía explicaciones en los estados monárquicos, que salían del absolutismo, o en un país como los Estados Unidos, surgido de un acuerdo jurídico entre las partes contratantes, integradas por grupos ideológica y hasta racialmente distintos.
En esta encrucijada de opiniones florece la literatura política. Es así como la escuela histórica, en la que se destaca Savigny, se opone a la idea de que el Estado sea una creación artificial y deliberada, para verlo como consecuencia de un proceso histórico, que hace imposible sus modificaciones por el solo imperio de la voluntad. El grupo de los idealistas trascendentales explica al Estado como fruto de la necesidad moral, lo que los conduce a una deificación del mismo que provoca la aniquilación de los derechos individuales. Es una tendencia marcadamente alemana, cuyos representantes son Kant, Fichte y Hegel; mientras otro grupo, que considera al estado como resultado de la voluntad y la personalidad del mismo, recibe un fuerte impulso después de Darwin, con las doctrinas biológicas de la evolución, destacándose en esta corriente Comte, Spencer, Bluntschli y Shaffle. La reacción contra las doctrinas antireligiosas de la revolución alcanzan un vigoroso empuje de parte de los que afirman que el Estado tiene su origen en Dios y no se deriva de ningún contrato humano. De Maistre, Bonald, Lammenais, en Francia y Stahl, en Alemania, son las figuras más representativas de esta tendencia. Como dice Gettell, todas estas doctrinas confluyen en una orientación conservadora del Estado. Se preocupan del sostenimiento de la autoridad, se oponen a toda reforma, y realzan la importancia de la estabilidad y el orden social. En realidad, sólo Inglaterra ofrece una tendencia intelectual, en desacuerdo con la tradición del país, integrada por escritores racionalistas en diversos grados, que va desde Hobbes, seguido por Locke, Payne, Hume, Bentham y Mill hasta Bagehot, lo que no quiere decir que su puntos de vista coincidan, aunque todos están de acuerdo en que no basta la permanencia de las formas tradicionales, y en que el gobierno necesita ser justificado en relación a las necesidades humanas que llenan, pues lo contrario equivale a amparar intereses o privilegios siniestros. Pero se da el caso de que en el único país donde los escritores políticos no tienen ninguna influencia es Inglaterra. En efecto todos predican el individualismo en un país unido, como dice J.P. Meyer, “por lazos, STATUS y sentimientos”; todos dijeron que la religión es un mito, en un pueblo que necesitó dar carácter religioso a su actividad comercial para dedicarse a ella; todos afirmaron que la monarquía es una ficción, en un pueblo de profundo y arraigado sentimiento de fidelidad a la realeza; todos se refirieron al contrato social o al interés común como bases de la sociedad, en una dotada de un poderoso sentido nacional de la unidad, “así, agrega Mayer, la pintura del “HOMBRE, ANIMAL POLITICO”, que ofrecen los mismos teóricos políticos británicos, contradice en todos los puntos el animal político británico”, y dice: “El pensamiento democrático de nuestro país ha sido ferozmente semejante al de los negocios, precisamente porque luchaba contra el peso muerto de la tradición y contra un caos de instituciones anacrónicas”. En cambio, influyeron sobre los hombres desprevenidos, sin gran cultura filosófica, como el caso de nuestro Rivadavia, por la sencilla razón de que éste, a semejanza de tantos de ayer como de hoy, no comprendió nunca el contenido efectivo de las instituciones inglesas y creyó que las mismas son representativas de la voluntad popular. El hecho de que Bentham siguiera con interés la actuación gubernamental de Rivadavia en Argentina, se explica perfectamente: era el único discípulo “en serio” que había logrado. Por otra parte, Bentham, que no fue un filósofo ni un hombre de ciencia, sino un publicista que atacaba los males sociales, tarea que lo condujo a formular una teoría del Estado, “como subproducto de su actividad política”, dice Mayer, se hizo demócrata al fracasar sus propuestas de reforma legal; pero no elaboró doctrina alguna fuera del desarrollo de un punto de vista unilateral, lo cual se acomodaba perfectamente a la paupérrima cultura de Rivadavia y explica el favor que prestara a semejante maestro. Para Bentham el Estado obedece, en sus orígenes, a motivos de necesidad. Promover la felicidad es un fin fundamental. Cuando las leyes no realizan ese fin, deben ser substituidas por otras. Para Bentham la humanidad fluctúa entre el placer y el dolor, y siguiendo a Helvecio y Beccaria, dice que la esencia de la felicidad radica en el predominio del placer y en la ausencia del sufrimiento. Se deben crear de tal modo las instituciones, que la actividad social conduzca directamente a la difusión de la más grande felicidad entre los hombres. El “principio de utilidad” rige esa búsqueda de la felicidad. Bentham es contrario a la idea del derecho natural; la ley, según expresa, es una manifestación de la voluntad común en forma de mandato. Frente a la voluntad soberana de la comunidad política en forma de mandato, lo que constituye la autoridad, los derechos naturales de los individuos carecen de validez, pues no poseen derecho alguna legal para oponerse o resistir sus decisiones. Sostiene que la mejor forma de gobierno es la republica con un cuerpo legislativo solamente. El hombre no tiene más derechos que los que le concede la ley y el valor del contenido de ésta en relación con el grado de felicidad a que conduzca a mayor número de hombres. Rivadavia se deja guiar por estas ideas, y a fuerza de leyes trata de lograr la felicidad de su país, leyes que, por lo mismo deben ser obedecidas sin protestas admisibles. No en balde San Martín dijo que había querido hacer la felicidad del pueblo llenando de leyes el Registro Oficial; de leyes que, por cierto, se destacan por su buena intención tanto como por su fracaso, lo que ha servido a los panegiristas del prócer para agitar el mito de su videncia: “no fue un hombre de su época” afirman, sin comprender que no serlo es, en un político, una falta grave, aunque en un filósofo puede ser un timbre de jerarquía.
¿Dónde fue a buscar Rivadavia el texto de sus leyes? Indiscutiblemente al grupo liberal español surgido de las Cortes de Cádiz, que había hecho el pronunciamiento de 1820 y a determinadas influencias francesas. Entre estas cabe señalar al abate de De Pradt. Si se tiene en cuenta que De Pradt, que había publicado en 1802 su obra “LAS TRES EDADES DE LAS COLONIAS”, donde se planteaba la cuestión de la independencia americana, recién fue conocido en Buenos Aires, por intermedio de Rivadavia, en 1817, agregamos otra prueba demostrativa de lo poco que interesó el problema de la emancipación antes de ese año. Si sumamos que Rivadavia había pertenecido a la corriente del “absolutismo ilustrado”, de lo que le quedan rastros en su autoritarismo -al que fortificó con Bentham- y en su concepción del poder civil, que lo conducen a hacer de la Iglesia un organismo estatal, nos encontramos con el cuadro completo de las ideas políticas de un hombre que no tuvo ninguna, a fuerza de haber resuelto seguir las de los demás. Lo único que no se le ocurre a Rivadavia, y no es un cargo que le corresponda a él solo, pues constituye una desgraciada circunstancia, común a los políticos argentinos hasta nuestros días, es estudiar la realidad argentina en sus fuentes históricas y en su realidad presente, a fin de dotarla de las instituciones propias, requeridas por sus cuestiones y pedidas por los hechos efectivos de sus problemas sociales, económicos, morales y espirituales. Es notorio que el gobierno de Rodríguez fue un intervalo de paz en la agitada existencia del país desde 1810, y en él vemos a Rivadavia copiar la Magdalena en Paris, al dar fachada a la catedral porteña; imitar con la Sociedad de Beneficencia una institución española conocida; fomentar las sociedades literarias, mientras los indios llegaban a las puertas de Buenos Aires, de manera que si los hombres del interior no salían a luchar contra el malón toda aquella “felicidad” estaba amenazada de ir a terminar en la toldería de algún pampa. Pero Rivadavia nada sabía de eso, pues en Europa… no había encontrado libros sobre el problema del indio.
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