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domingo, 27 de febrero de 2022

Don Emilio Ravignani: intuiciones y apriorismos ideológicos - Perón y el revisionismo (1946-1955)

 Por Antonio Caponnetto

Instalado de algún modo en el panorama historiográfico argentino bien que precaria e imprecisamente al principio el revisionismo comenzó a ser objeto de previsibles críticas. Mesuradas las menos, solapadas algunas (pues sus autores no querían concederle siquiera la entidad de materia discutible), y directas y frontales otras, surgieron en primer lugar del liberalismo, por ser el sector más visiblemente afectado.  Las razones del rechazo variaban en la intensidad y en el estilo, pero convergían y aún hoy convergen en el plano de los presupuestos filosóficos y políticos. Variaban asimismo los recursos y los medios opositores, pero volvían a coincidir en la necesidad de acabar con el naciente y amenazante enemigo.  Todo fue dicho así en contra del revisionismo: patología o pesadilla; rebeldía, improvisación e ignorancia; conspiración fascista encubierta al servicio de oscuras internacionales; movimiento a-científico e indocto, y hasta movilización del resentimiento inmigratorio enfrentado a la tradición nacional. Podríamos constatar aquí cada una de estas opiniones, sin olvidarnos de las más mitigadas que, con el tiempo, consistieron en aceptar la licitud del revisionismo a condición de que lo practicaran los mismos liberales. Bien estaba entonces revisar la historia, pero que otros, es decirlos mismos de siempre, fueran los cuidadosos responsables de tan riesgosa tarea. En manos “ajenas” ya estaba probada la “peligrosidad” del empeño. Si todo se dijo también todo se intentó. Desde la rígida e implacable conspiración de silencio de la que tanto se quejaba Julio Irazusta hasta la discriminación capciosa que impidió a hombres valiosos el acceso a cátedras e instituciones científicas; desde la omisión sistemática de sus obras y de sus autores en todo los niveles de la enseñanza, hasta el hábil montaje de reiteradas sospechas sobre la cordura de sus principales representantes; y en fin, desde la uniformización obligatoria de textos escolares, hasta la sanción de curiosas leyes que castigaban a los “insultadores de próceres”. 
   
Y tamaño despropósito del que el imponente liberalismo de nuestros días no quiere acordarse, y del que ni noticia tienen sus jóvenes y exitistas adherentes está minuciosamente documentado y ocurrió bajo gobiernos formalmente democráticos. El revisionismo parecía ser así la frontera de sus declamados principios, en él terminaba la vigencia de las libertades irrestrictas.  Pese a estos rasgos comunes en el decir y en el obrar, es necesario deslindar matices y posiciones. Pues así como caben distingos entre las corrientes  revisionistas sin que todas ellas nos parezcan atinadas hay también, como se verá, una distancia muy grande entre aquellos liberales, que siéndolo inevitablemente en política, columbraron no obstante la necesidad de rescatarla vera historia patria mirando con respeto a quienes se atrevían a ello, y los vulgares impugnadores movidos exclusivamente por un destemplado paroxismo. En unos, el liberalismo con el que se habían formado ideológicamente y por el que optaban en su praxis política personal lograba separarse relativamente de sus análisis históricos, o guardar una prudente distancia a la hora de escudriñar el pasado; en otros era una interferencia enceguecedora y condicionante. Algunos de los primeros llegaron incluso a posiciones similares o análogas a la de los mejores revisionistas; los segundos en cambio, sólo alimentaron su propia cerrilidad y suscitaron una réplica forzadamente sarcástica o panfletaria. Los nombres de José Luis Busaniche y José P. Barreiro bien podrían ilustrar sendas posturas.  Hacia 1927 ya había dictado don Carlos Ibarguren su célebre curso sobre Las Dictaduras Trascendentales, y superado Lugones su extravío socialista, y organizado el Nacionalismo, en gran parte bajo el influjo de aquella notable conversión, sus primeros grupos. Emilio Ravignani publica un breve y armonioso artículo sobre Los estudios históricos en la Argentina. Se queja allí, siguiendo a Orgaz, de la excesiva influencia de las escuelas extranjeras en nuestra propia historiografía, especialmente del “neoidealismo croceano”, de la adhesión casi nobista que tales posiciones han arrancado en cierta intelectualidad vernácula y de “la floración de librejos sobre la época de Rosas, que nada aportan [...] y sólo traducen audacia e ignorancia”.(1) Y pasa a justificar después, ampliamente, “la acción rosista que va de 1829 a 1852” sobre la cual “la pasión partidaria ha impuesto un salto” en el análisis histórico y un “exagerado estigma de barbarie”.(2) Su queja llega al fin a la vigencia de Mitre y de López, aún “no sustituídos”, y se trueca en un reclamo esperanzado de que nuevos rumbos hagan “madurar la obra general y comprensiva de la historia americana y argentina futura”.(3) Ravignani no abandonaba su liberalismo. Cree además erróneamente y lo dice de un modo expreso en el precitado artículo que Rosas había sido un mal necesario, una tesis engendradora de su antítesis, al modo hegeliano, un momento inevitable del devenir histórico.(4) No adhirió tampoco en años posteriores a ninguna iniciativa del revisionismo. Su transfondo político le inspiraba un profundo rechazo y sus manifestaciones más combativas violentaban su sentido de la equidad; y sensibilizado al final en la lucha partidaria contra el peronismo, lo asoció a él equivocadamente, como tantos otros, y le endilgó las acusaciones más duras, más injustas y más imprudentes. Expresión de “la antihistoria”, dio en llamarlo; de “un estudiado ocultamiento de la verdad” y de “una supina ignorancia”, que “signaba un momento aciago de la vida Argentina”, y que era preciso por lo tanto combatir airosamente, “encarrilando nuevamente a la juventud en la senda de la libertad”.(5) El maestro de tantas lecciones sobre la mesura se desjerarquizaba así mismo con tamaña simpleza; el predicador de la equidistancia y de la abstención de toda diatriba y de todo elogio inapropiado, se dejaba ganar por los lugares comunes de cierto periodismo; el académico acostumbrado a los discernimientos sutiles, no hacía aquí el más elemental de ellos, a saber, que de la circunstancial adhesión política de algunos revisionistas al gobierno peronista, no se seguía necesariamente que los principios y los fines de aquella escuela coincidieran con  él y fueran corresponsables de sus desaciertos. También dieron su adhesión Levene y Molinari y alguien supo recordar indiscretamente la de Enrique de Gandía sin que por ello se pueda involucrar a las corrientes historiográficas que representaban. De suyo, en el discutido interregno político que cubre la década 1945-1955, el revisionismo no integró la cultura oficial; no aparece exigido como criterio escolar en las resoluciones ministeriales pertinentes, y hasta se rechazó en n o pocas ocasiones a sus propagandistas y a sus campañas con la entonces frecuente acusación de “piantavotos”. Los diarios del 15 de diciembre de 1945 daban cuenta de unas declaraciones de Perón en contra de aquellos “sujetos irresponsables” que “al grito de ¡Viva Rosas! escudan su indignidad para sembrar la alarma y la confusión en distintos actos cívicos que se desarrollan normalmente”; para rematar sentenciando a continuación que quienes así proceden viven al margen de toda norma democrática “y no pueden integrar las filas de ninguna fuerza política Argentina”.  Estaba claro que el jefe del Movimiento que habría de regir desde entonces y por una década los destinos del país no asumía públicamente ni al revisionismo ni al rosismo; como quedaba igualmente en claro que no secundara sus iniciativas reivindicatorias, cuando ningún espaldarazo oficial se le dió a la Comisión Pro Repatriación de los Restos de Rosas que, presidida por don Carlos Ibarguren, inició una importante recolección de firmas durante 1953. Es que Perón que había sido alumno de Levene en la Escuela Superior de Guerra admiraba la historia mitrista, a la que consideraba una “obra maestra”, y de cuyo autor llegó a decir: “sólo ahora comprendo lo que importa tener un Mitre, capaz de darnos en los episodios medulares de nuestra historia, algo que puede ser norma y pauta para los investigadores del futuro”.(6)  Consecuentemente, Levene ponderaba tanto el punto de vista historiográfico de su antiguo alumno que le solicitó su colaboración para la redacción de varios capítulos en la historia de la Academia, la cual ya le había publicado en 1938 un ensayo sobre La idea estratégica y la idea operativa de San Martín en la Campaña de los Andes. Así, mientras los revisionistas fundaban sus institutos en Santa Fe y en Buenos Aires para oponerse al liberalismo histórico que tenía justamente en la Academia a su principal bastión, Perón colaboraba con la misma y era requerido intelectualmente por su Presidente; y según Pavón Pereyra su biógrafo y apologista, y ligado además a la escuela revisionista solía decir que “le cautivaba la idea de ser el Mitre del presente siglo”.(7) La relación de Perón con los revisionistas consistió en negarlos públicamente en tanto tales, en permitirles que se aproximaran calladamente en la medida que podían sumarse también ellos a la clientela electoral, y cuando muy tardíamente el vínculo se fundó en algunas afinidades intelectuales, sus preferencias inocultables se orientaron hacia el ala socialista y filomarxista de aquella escuela, ya por entonces alejada de sus orígenes fundacionales. Pero en los años de sus primeros gobiernos, no sólo ningún apoyo oficial recibió el revisionismo, sino “todo lo contrario”, según declara el mismo José M. Rosa. Es más, agrega el historiador, “el que después fue vicepresidente Tessaire, que era liberal y antirosista, prohibió a los afiliados peronistas inscribirse en institutos rosistas”, y “también nos perseguía el Ministro del Interior; Borlenghi”.(8) De hecho, en aquellos años, tanto los cargos en la Academia Nacional de Historia como los premios y apoyos oficiales a las producciones historiográficas, no recayeron nunca en destinatarios revisionistas, conservándose cuidadosamente todo el ritual de la efemeridografía liberal. La edición y difusión bibliográfica del revisionismo no contó con sostenimientos de organismo gubernamental alguno, pues Vicente Sierra, Julio Irazusta, Atilio García Mellid, Mario César Gras, Carlos Ibarguren, José María Rosa, Alberto Ezcurra Medrano y Pedro de Paoli, entre otros, publicaron sus obras por sus propios y respectivos medios, mientras con pie e imprenta de Universidades e Institutos Nacionales verían la luz en cambio, trabajos de Barba, Piccirilli y del precitado Levene.(9) Vicente Sierra tal vez uno de los pocos e ilustres revisionistas, de auténtica valía, que quiso confiar en el peronismo pronuncia una conferencia hacia 1949, en la que hace un esfuerzo denodado por convencer al gobierno de que debe asumir los postulados de la escuela revisionista, porque “no creo” dice “que se pueda ser peronista y tener como próceres a los representantes del liberalismo".  Pero toda su disertación, incluyendo la frase precitada, no es sino una sutil queja y un reproche entrelíneas al ver que está ocurriendo exactamente lo contrario. “La Revolución”, advierte, “no puede apoyarse en los mismos juicios históricos en que se apoyaba el régimen derribado [...] el revisionismo es un hecho implícito con la Revolución, aún cuando los propios revolucionarios [...] quieren postergarla [...] por razones de táctica política [...] pero mucho más malas que la de los adversarios”.(10)   Si nuestro movimiento” sigue presionando Sierra “responde a un sentido cristiano y social, no vemos cómo no comprende la importancia que para su futuro tiene el revisar los juicios [...de] la mentalidad histórica individualista de la escuela liberal”; “los requerimientos del presente momento argentino no están satisfechos, no pueden estarlo, con una historiografía en que los hechos vibran satisfaciendo requerimientos de un pasado que este presente repudia”.(11) Pero sus razones y sus pedidos no fueron escuchados. No podían serlo, pues el peronismo no venía a abolirla tradición liberal sino a completarla. Pero el n o advertirlo fue el gran error de Vicente Sierra, por lo demás, preclaro maestro. Al mismo tiempo, si algo surge explícitamente entre las irregulares páginas de los escasos números de la Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas aparecidos entonces, es la precariedad extrema de recursos, el constante pedido de auxilio, y la protesta bien que atemperada a veces por la actitud neutra del Régimen, cuando no contrario y hostil a las banderas revisionistas. Es que no podía aceptarse que aquel gobierno, al que querían juzgar popular y nacional, festejase el Centenario del Pronunciamiento de Urquiza y el de la batalla de Caseros, prohibiese a través del Consejo Nacional de Educación que se enseñase el apoyo de San Martín a la política interna de Rosas, desatendiese sus reclamos y sus rectificaciones, y permaneciera ajeno, por ejemplo, a la ridícula campaña oficiosa del Instituto Nacional Sanmartiniano que, en 1950, con ocasión del Año del Libertador, decretara solemnemente la inexistencia de toda amistad entre San Martín y Rosas.(12) “Los hombres de la escuela revisionista” se lee en el Editorial del número correspondiente al año 1948, de aquella publicación que era la encarnación misma de la susodicha escuela “no han tenido en este último tiempo donde exponer sus ideas [...]. Cercados por una inaudita conspiración periodística [...] las actividades de nuestro Instituto fueron cuidadosamente silenciadas [...]. No faltaron zopencos que infiltrados en el partido gobernante y hasta ocupando altas posiciones rentadas, les hicieron el juego, introduciendo un confusionismo pernicioso”; y aunque algunos especulan con la analogía rosismo y peronismo para negar expresión al primero o apoyo al segundo, lo cierto es que tales “similitudes [...] con el pasado régimen rosista [...] son más aparentes que reales”.(13) Lo que prevalece en cambio y es otro lamento constante de los hombres de esta corriente es “la vigencia de un espíritu timorato, que so pretexto de permanecer neutral ante la polémica de revisionistas y antirevisionistas, en rigor, cierra las puertas a las verdades de los primeros para hacerse vehículo y cómplice de las falsedades y los errores sustanciales de los segundos”.(14) “El mundo de funcionarios y de historiadores [liberales] suele ser uno mismo”, sostenía con dureza Roberto de Laferrere en su discurso del 31 de agosto de 1950 pronunciado en una cena de camaradería del instituto Juan  Manuel de Rosas.(15) 
Resultan así completamente falaces, y digámoslo de paso, aquellas palabras del periodista Ginzo que, precisamente hacia la misma fecha sostenía que el revisionismo “se jacta de contar con entusiastas adeptos en el gobierno”, especificando para acentuar todavía más su error que “todo cuanto es, cuanto busca, cuanto dice y cuanto calla” el revisionismo histórico, “está en la actividad del denominado Instituto de Estudios Históricos Juan Manuel de Rosas”.(16) Falacia que repite también Dana Montaño cuando escribe que el antiliberalismo del revisionismo y su “justificación de la primera tiranía”, “explican el apoyo de Perón al mismo”.(17) Una simple información fidedigna sino una mirada más veraz y más limpia les hubiera demostrado exactamente lo contrario, a ellos y a tantísimos otros que repitieron hasta el cansancio semejante lugar común.(18) Se equivocaba, pues, y fieramente, don Emilio Ravignani. Como a casi todos sus pares, la hipótesis de “las dos tiranías” impuesta más tarde con carácter dogmático le obturaría la inteligibilidad del pasado y la severidad interpretativa, resultando además un penoso agravante la analogía rosismo-peronismo que con criterio afirmativo pero igualmente falaz, sostuvieron ya no los liberales sino los mismos partidarios del gobierno justicialista. El paralelo se difundió con más fuerza emocional y proselitista que de índole racional, y como desde Aristóteles se sabe que en toda comparación entre lo bueno y lo malo sufre lo bueno, los hombres como Ravignani no podían deducir la bondad del gobierno cuyo deterioro y caída habían presenciado, sino la perversidad de aquel con que se lo asemejaba y a la vez la de sus fervorosos panegiristas. El revisionismo era, pues, la antihistoria y el encubrimiento de la verdad. Pero volvía a equivocarse. Y si la historia se hubiera impuesto no ya sobre la política que, como se sabe, suele ir legítimamente adjunta sino sobre las pasiones del momento, hubiera advertido que no había una juventud por rescatar de las manos del revisionismo sino de la confusión impuesta por sus oponentes. Y que si la claridad que aquella escuela historiográfica echaba, a través de sus más distinguidos expositores, se hubiese extendido al cuerpo social y al poder político, podrían haberse evitado asimismo todo “momento aciago” y toda pérdida de la libertad. Más allá de estas limitaciones y de estas contradicciones graves, le cabe a Ravignani el mérito de una crítica que, aunque hecha desde el liberalismo, proponía acabar a la vez con esa concepción de la historia como “bien de familia” (de la cual hablaría después alguien tan lejano a él como Jauretche) y “quebrar los moldes hasta ahora establecidos”, para fundar una ciencia del pasado más objetiva y más nacional. No todos los de su condición supieron tener la misma enjundia y el mismo celo”.
NOTAS

1. Emilio Ravignani, Los estudios históricos en la Argentina, en Síntesis, nº 1,

Buenos Aires, 1927, p. 52, 55 y 59.

2. Ibidem, p. 61-62.

3. Ibidem, p. 67.

4. Véase también Emilio Ravignani, Rosas, interpretación real y moderna,

Buenos Aires, Plenamar, 1970.

5. Emilio Ravignani a José P. Barreiro, en José P. Barreiro, El espíritu de Mayo

y el revisionismo histórico, 2º ed., Buenos Aires, Antonio Zamora, 1955, p.

475.

6. Carta de Juan Domingo Perón, Santiago de Chile, 21-08-1936. cit. por

Enrique Pavón Pereyra, Perón (1895-1942), Buenos Aires, Espiño, 1953, p.

153-154. El calificativo de “obra maestra” aplicado a la de Mitre aparece en

otra carta, fechada el 18 de enero de 1950, y que Pavón Pereyra cita en la

obra mencionada, p. 156.

7. Así dice textualmente Pavón Pereyra en su obra precitada, p. 171. Este

autor aporta también los detalles sobre la relación Levene-Perón en su

Perón (1895-1942), cap. VII, Perón y la enseñanza de la historia y cap. VIII,

Perón historiador.

8. Pablo J. Hernández, Conversaciones con José M. Rosa, Buenos Aires,

Colihue-Hachette, 1978, p. 127. Rosa, volcado después a la activa

militancia peronista, cuenta sus propias peripecias de revisionista en esta

época y cómo “fui más bien perjudicado”. Pero con una ubicuidad

desconcertante, disculpa y justifica la marginación en que tuvo Perón a los

nacionalistas, pues “el gobierno del cual era la figura central en esos

momentos, tenía que acercarse a los vencedores de la guerra” (p. 114). Si

este fuera el criterio ético-político adecuado, debería haber visto una grave

improcedencia en Rosas, pues no sólo no proscribió a los patriotas federales

para acercarse a los poderosos imperios vencedores de entonces, sino que

se rodeó de ellos, a contracorriente de los aires ideológicos dominantes en

el resto del mundo.

9. Está pendiente aún una catalogación exhaustiva con los consiguientes

análisis que de ella se sucederían de la bibliografía histórica argentina

correspondiente al período 1945-1955. No obstante, hemos consultado con

provecho el excelente Handbook of Latin American Studies, vol. 12 a 20,

correspondientes a los años 1946-1955, del que se infiere ampliamente la

afirmación que apuntábamos arriba sobre la dirección ideológico-

historiográfica de los apoyos oficiales.

10. Vicente Sierra, Revisionismo Histórico. Conferencia pronunciada en la Liga

de los Derechos del Trabajador el 19 de octubre de 1949, Buenos Aires,

1949, p. 19.

11. Ibidem, p. 19-20.

12. Cfr. La declaración del Consejo Superior del Instituto Nacional

Sanmartiniano, la adhesión de la Academia de la Historia y un Editorial de

La Nación, artículo firmado por La Redacción en la Revista del Instituto

Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, nº 14, Buenos Aires,

1949, p. 11-20. El sectarismo y la religiosidad laical de los liberales

llegaban aquí a tal extremo que el Director del Instituto Nacional

Sanmartiniano, Julio César Raffo de la Reta, consideraba que todo intento

demostrativo de la amistad San Martín-Rosas debía reprobarse por

perjudicar al procerato del primero y ser un modo de “tomar su santo

nombre en vano”.

13. De nuevo en la lid, en Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de

Investigaciones Históricas, nº 13, Buenos Aires, 1948, p. 3-4.

14. La Información periodística, en Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas

de Investigaciones Históricas, nº 15-16, Buenos Aires, 1951, p. 2O1. Los

subrayados son propios en todos los casos que venimos citando.

15. Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas, nº

15-16, Buenos Aires, 1951, p. 211-212.

16. José Antonio (Tristán) Ginzo, Qué es, qué pretende, qué oculta el llamado

revisionismo histórico. Conferencia pronunciada el 9 de agosto de 1951 bajo

el patrocinio de la Comisión de Cultura del Partido Socialista, y publicada

bajo el mismo título en Buenos Aires, Publicaciones Socialistas nº 4. Editada

también posteriormente con el nombre de En torno a Rosas y el

revisionismo, Buenos Aires, Bases, 1954. Los párrafos aquí citados

corresponden a la primera de las ediciones mencionadas, p. 10 y 23

respectivamente.

17. Salvador Dana Montaño, Tres ensayos de historia de las ideas políticas,

Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1967, p. 89.

18. Ya en un trabajo anterior, Dana Montaño repetía el argumento sin

fundamentación alguna; y acusaba entonces a los revisionistas en

complicidad con “el régimen depuesto” (según el obligado neologismo ad

usum para referirse al peronismo), de “una maquiavélica maniobra [...] de

descrédito de nuestra ley fundamental [...] sin detenerse siquiera ante la

figura prócer de los constituyentes”, etc., etc. Salvador Dana Montaño, La

crisis argentina y la educación común superior, Buenos Aires, Emecé, 1963,

p. 35 y 45.

19. Emilio Ravignani, Ni con Rosas ni contra Rosas, en 32 escritores con Rosas o

contra Rosas, Buenos Aires, Ediciones Federales, 1989, p. 101-106.



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