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sábado, 26 de febrero de 2022

Huaqui, historia de un brutal desengaño Reportaje a Alejandro Rabinovich

Por Pablo Otero

El 20 junio de 1811, en un lugar inhóspito, cerca el lago Titicaca, en el límite del virreinato del Perú con el virreinato del Río de la Plata, es decir, en el límite entre el actual Perú y Bolivia, tuvo lugar la batalla de Huaqui.  Se enfrentaron las tropas revolucionarias al mando de Balcarce y Castelli contra las fuerzas realistas lideradas por Goyeneche.  Ni bien comenzó el combate se generalizó el pánico y en pocos minutos seis mil hombres revolucionarios se dispersaron, huyeron de sus puestos de combate y dejaron abandonado gran parte del armamento. No sólo se trató de la primera gran derrota militar de la revolución, sino que además, originó importantes cambios políticos.    El historiador argentino Alejandro M. Rabinovich recientemente publicó Anatomía del pánico. La batalla de Huaqui, o la derrota de la Revolución (1811) (Sudamericana, 288 páginas), libro en el cual reconstruye de manera exhaustiva y en base a documentos inéditos, el desarrollo de aquella batalla y las consecuencias que ocasionó.  En diálogo con La Prensa habló no sólo de su investigación sino del método innovador, para nuestro país, que utilizó:

          
-El historiador británico John Keegan con su obra El rostro de la batalla (1976) innovó en cuanto a la manera de investigar los combates. ¿En qué consiste y cuál fue su aporte?

-Keegan cambia completamente la perspectiva. Hasta él, las batallas se estudiaban desde arriba, desde el punto de vista de los generales que las comandaban y que son quienes escribían los partes del combate. Se veía la táctica, la estrategia, la manera en que se utilizaban batallones y escuadrones. En cambio, Keegan estudia la batalla desde abajo, a ras del piso, desde la experiencia de un soldado raso que dispara el fusil o pega un sablazo. Aparece entonces la experiencia del combatiente, que es precisamente lo que me interesa a mí.

-¿Qué lo llevó a priorizar este método para su investigación?

-En nuestro país la historiografía académica (la que se hace en las universidades o en el Conicet) no venía trabajando sobre las batallas. Los militares sí, pero desde una perspectiva táctica tradicional. Considero que estudiar las batallas de nuestra historia desde la perspectiva que propongo en este libro, que combina los aportes de Keegan con los de la sociología, la antropología y la psiquiatría militar, nos va a dar un mayor y mejor conocimiento de las sociedades que las protagonizaron. El problema es contar con una cantidad y calidad adecuadas de fuentes para hacer un análisis en profundidad.

-¿La batalla de Huaqui reúne esas características?

-En ese sentido es excepcional y probablemente única en nuestra historia. Al volver del Alto Perú, el escándalo desatado por la disolución completa del ejército hizo que el gobierno entablara un enorme proceso (el primer gran juicio político de nuestra historia patria) contra los oficiales que participaron de la misma. Así, durante dos años, un grupo de fiscales le tomó declaraciones

puntillosas a decenas de combatientes de aquella jornada, tratando de entender lo que había ocurrido y asignar cuotas de responsabilidad. Dos de los tres libros de esta causa se conservan en el Archivo General de la Nación y es gracias a ellos, principalmente, que se puede escribir un libro como Anatomía del Pánico. Es en esas declaraciones en que se llega a conocer realmente lo que le pasaba por la cabeza a un infante o a un húsar de caballería de aquellas épocas, lo que afrontaban, lo que les tocaba vivir. Algunas historias son conmovedoras, otras terroríficas, otras desopilantes.

-¿Cuál es el contexto histórico en el que se desarrolla el combate?

-Es el momento en que la primera ola expansiva de la revolución llega a su punto máximo y parece que se lleva puesto a todo el sistema virreinal. El ejército que combate en Huaqui había salido de Buenos Aires un año antes, caminando más de 3.000 kilómetros, reclutando y formando nuevos batallones en el camino. Tenía el espíritu de los morenistas, quienes proponían una revolución radical, agresiva, a todo o nada. Si Castelli triunfaba ese 20 de junio probablemente el Perú entraba en revolución, la guerra se hubiera terminado ahí y nuestros países se hubieran ahorrado 15 años de una guerra desoladora que los dejaron desgarrados por medio siglo.

-¿Y el costado político?

-Los revolucionarios, en ese contexto, se encontraban consumidos por una interna feroz entre los saavedristas (que dirigen la Primera Junta) y los morenistas (que se hicieron fuertes en el Ejército Auxiliar del Perú). Esa interna se expresa en la batalla: Viamonte, que comanda una división, es el alfil de Saavedra en el ejército, mientras que Castelli es el jefe de la facción contraria. Los fiscales de aquél entonces intentaron explicar la derrota a partir de esa disputa, pero creo que exageraron. Más allá de la enemistad política, la batalla se perdió por cuestiones estructurales que minaban la capacidad de combate de ese ejército. Por ejemplo, la poca preparación de los jefes para comandar una acción de esa magnitud en un terreno montañoso, o el hecho de que algunas unidades altoperuanas no respondían sino formalmente a la comandancia del ejército.

-Pese a la derrota la revolución sobrevivió. ¿Qué cambios originó?

-Huaqui significa la ruina política tanto de Castelli como de Saavedra, e impone un recambio en la primera elite revolucionaria, esa que había protagonizado el 25 de mayo. La Asamblea del año XIII va a retomar varias de las causas defendidas por los morenistas, pero hay un optimismo radical, jacobino, que a mi entender se pierde para siempre. Para sobrevivir la revolución se vuelve más desconfiada tanto del pueblo como de los cuerpos colegiados, se concentra el poder (primero en un triunvirato, después en un Director Supremo) y se limita la participación política con instituciones como la Logia Lautaro. Creo que la principal consecuencia, sin embargo, es el desmembramiento del Alto Perú, que hace colapsar las bases de la economía rioplatense y genera en los altoperuanos un enorme recelo respecto del liderazgo porteño.

-¿Cuándo y cómo se originó pánico en el campo de batalla?

-Eso no se lo voy a contar porque es el secreto del libro. Pero, generalmente, el pánico es una ola de terror imparable, contagiosa, que hace que un grupo numeroso de gente pierda la cabeza. Lo que yo trato de mostrar es que, incluso a pesar de lo que pensaban algunos militares de aquella época, el pánico no es una fatalidad o un puro azar de la guerra. Hay factores que predisponen a que una tropa pueda entrar en pánico. Su poco tiempo de instrucción es uno, pero también la cohesión que tienen las unidades, la confianza en sus oficiales, sus experiencias previas y cuestiones más inmediatas: ¿ese día tuvieron tiempo de desayunar, sus oficiales los arengaron para calmarles los nervios, caminaron en orden a ocupar su posición de combate? Son todas cosas que los oficiales podían subsanar y que ayudaban a que una tropa estuviera mejor predispuesta. Los británicos, en aquella época, decían que hacían falta tres años de ejercicio continuo para que un batallón de infantería fuera realmente inmune al pánico.

-¿Se trató de un caso único en la historia militar argentina?

-Para nada. Tres años después un pánico bastante similar vuelve a disolver a ese mismo Ejército Auxiliar del Perú, ya bajo el mando de Manuel Belgrano, en Vilcapugio. Y en la campaña de Chile se produce el pánico nocturno de Cancha Rayada en que se pierde buena parte del Ejército de los Andes creado por José de San Martín. Es decir que durante la guerra de independencia el pánico es un límite estructural para el esfuerzo militar de los revolucionarios. La tropa de línea, sencillamente, no está preparada para el tipo de combate al que la están exponiendo. Los jefes lo fueron entendiendo y empezaron a evitar la batalla campal, como en el caso de San Martín en la campaña del Perú, o a experimentar con otro tipo de organización militar, como van a hacer todas las provincias después de 1820.

-¿Qué enseñanzas dejó el combate?

-Hay una generación de hombres jóvenes que para 1810 tenía una visión un tanto idealizada de la guerra. Las grandes historias de las campañas napoleónicas circulaban y a partir de las invasiones inglesas muchos rioplatenses, de distintos niveles sociales, sintieron el llamado de las armas. Por eso hubo tantos voluntarios y en efecto el ejército que salió de Buenos Aires rumbo al norte estaba animado por el entusiasmo. Creían (lo creyeron hasta el último momento) que un ejército de hombres libres como ese era invencible y que seguiría su marcha triunfal hacia Lima, coronado de gloria. En este sentido Huaqui significó un desengaño brutal. La guerra apareció de repente como una desolación absoluta, el combate como un asunto miserable. Se dieron cuenta de que el entusiasmo y la voluntad podían poco frente a tropas mejor disciplinadas y mejor mandadas. Para los cientos y cientos de jóvenes rioplatenses que salieron corriendo de Huaqui, se transformaron en desertores e intentaron volver a pie para sus provincias, la experiencia fue traumática. No les quedaba más que robar para comer, matar para no ser capturado y ajusticiado.

-En definitiva, hay algo que se quiebra en lo estructural...

-Efectivamente, de a poco vemos como los voluntarios desaparecen, los soldados empiezan a ser todos pobres paisanos enrolados por la fuerza y obligados a servir. El Estado renuncia al entusiasmo e impone una disciplina de hierro. Los sectores populares van a vivir esto como una injusticia y una nueva forma de tiranía, se va a cuestionar a la dirección revolucionaria y al Estado central. Van a surgir pues liderazgos nuevos, como los de Güemes o Artigas, que van a expresar esa frustración y van a movilizar a su gente de otra manera. Es el comienzo de nuestras larguísimas guerras civiles, que en cierto sentido son guerras para no hacer la guerra, o al menos para no tener que hacerla de la manera que se imponía desde Buenos Aires.

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