Por las calles adoquinadas del barrio Sur, donde el sol es más punzó, la luna más serenatera y refalosa, cabalga el orden de la mazorca, por si algún mal entretenido hace de las suyas.
El viento rosín alza el poncho del gauchón.
Lo descubre moreno por el poco de tez que la pelambre facial permite entrever.
Morocho, por lo bien montado.
Vigilan sus ojos severos y melancólicos, porque la llana llanura -por dentro- encréspasele de cordillera. Ha nacido en Mendoza don Ciríaco Cuitiño.
Duerme el barrio y los faroleros repican la hora y la tranquilidad. Puede ocurrir lo contrario, y entonces se abruman las pupilas del mazorquero; hay que apaciguar. La mazorca es mano dura porque duros son los tiempos.
Don Juan Manuel anda en otra aventura mucho mayor.
La de don Ciríaco es una hormiga comparada con la del Gobernador Brigadier General. De ahí tal vez la nostalgiosa expresión de Cuitiño.
“En 1845 la alianza de los ingleses y los franceses contra nosotros, se fue al demonio; el señor Restaurador no andaba con chiquitas... los reventó a los gringos”.
Pero él...¿qué hizo en 1826?
Una balandra extranjera chapoteaba las aguas de la costa. La guerra con el Brasil tornaba desconfiado al hombre. Y ¿a quién no?
Corrió a la balandra a tiros. La balandra huyó con sus posibles pretensiones de apoyatura en estos lugares.
Ahora la cosa era más complicada.
Y cuánto...
Don Ciríaco Cuitiño recuerda que por más de una década vivió en la campaña bonaerense, cerca del Riachuelo. Antes de la política.
Se ajusta el poncho a la altura del cuello, ¿una molestia?; ¿o una premonición?
Su casa se le viene a la memoria nostalgiosa.
En 1818 era teniente de milicias del Partido de Quilmes. También alcalde.
Edificó la casa, la que se le viene a la memoria en alas de nostalgia.
Fue en 1832.
Perseguía a los ociosos merodeadores y malvivientes y los erradicaba del Partido.
Su reelección de alcalde fue premio por lo de la balandra fugitiva.
Pero no aceptó porque prefería la milicia, y así, desde el 21 de enero de 1830, va a la cabeza de las partidas celadoras.
Orgullo de varón bravo, ligero de mano y pronto de acción, el moreno-morocho don Ciriaco, está al servicio de la Policía de Buenos Aires.
Y desde entonces es miembro de la Sociedad Popular Restauradora, Coronel, desde el primero de octubre de 1838.
Conoció y acompañó a don Juan Manuel siempre y desde siempre.
Desde su puesto de acción, es decir, de lejos.
Masculla: "La Santa Federación, es santa"
Va convencido hasta los huesos y espía a diestra y siniestra. Desconfiado.
Mano dura. Duros son los tiempos que comparte con Pancho Troncoso, Arbolito Parra, Badía, Bárcena, Moreyra y otros decididos.
Supo habitar en la calle Luján, después en Defensa, cerca del cuartel de la mazorca.
Violín y violón... y bueno... la situación es tensa como cuerda de esos instrumentos. Los “de enfrente” no son mansitos. Nada de eso.
Mejor para la conciencia de ambos bandos: donde las dan, las toman.
Por las calles adoquinadas del barrio Sur, cabalga Ciriaco Cuitiño.
Es silencioso como lo son los criollos comprometidos con una causa difícil que, lo más seguro, en ella quedará la vida, guiñapo de muerte violenta.
Todos son violentos, los rojos y los celestes. Muy violentos.
Casi nunca sonríe el mazorquero. Pero cuando el fantasma de una mujer le sale al paso del cabalgar, lo hace: “Doña Encarnación... qué admirable señora”; ella traía, cuando la conoció, arenas del desierto, y él se puso a sus órdenes.
Parece que el barrio está tranquilo.
Rebobina el gauchón: “Propuse la escolta de honor de caballería a don Juan
Manuel, junto con Joaquín María Ramiro, Julián González Salomón, Andrés Parra,
Nicolás Marino, Juan Manuel Larrazábal, José María Boneo y Juan Merlo”.
Chacabuco y Carlos Calvo. Descabalga porque va enfermo de tanto trajín y viejo
ya.
Hizo lo que pudo y creyó justo hacer, aquello que su capacidad matrera.
Ahora tiene una mano inservible y le duelen los huesos.
Vuelve a ajustarse el poncho a la garganta. Ahí algo aprieta.
Ya don Juan Manuel es un recuerdo.
La segunda mitad de 1853 y se procesará a los hombres de la mazorca. Ciríaco Cuitiño, detenido en el Cabildo, acusado de atrocidades, igual que Leandro Alén. Serán fusilados.
La mano seca de Cuitiño cobra vitalidad. No tiene miedo y sabe que lo van a fusilar ante seis mil personas, contra el paredón de la Concepción. Los llevan en una carreta hasta ese lugar. Son asistidos cristianamente. Los mazorqueros.
Emite con voz resuelta y firme su última voluntad: “Hilo de coser y una aguja; como después de fusilados nos van a colgar, no quiero que a un federal, ni de muerto, se le caigan los pantalones”.
Empezó la tarea con dificultad de una mano seca, algo revitalizada a fuerza de orgullo y machismo.
Rechazó la venda que cubre los ojos de los condenados.
Abrió su camisa: “Tiren”.
¡Qué lindo viejo!
Cuyano había de ser.
Penduleó cuatro horas suspendido de la soga.
Después fue un poco verdad y demasiado fábula.
Se ajusta el poncho a la altura del cuello, ¿una molestia?; ¿o una premonición?
Su casa se le viene a la memoria nostalgiosa.
En 1818 era teniente de milicias del Partido de Quilmes. También alcalde.
Edificó la casa, la que se le viene a la memoria en alas de nostalgia.
Fue en 1832.
Perseguía a los ociosos merodeadores y malvivientes y los erradicaba del Partido.
Su reelección de alcalde fue premio por lo de la balandra fugitiva.
Pero no aceptó porque prefería la milicia, y así, desde el 21 de enero de 1830, va a la cabeza de las partidas celadoras.
Orgullo de varón bravo, ligero de mano y pronto de acción, el moreno-morocho don Ciriaco, está al servicio de la Policía de Buenos Aires.
Y desde entonces es miembro de la Sociedad Popular Restauradora, Coronel, desde el primero de octubre de 1838.
Conoció y acompañó a don Juan Manuel siempre y desde siempre.
Desde su puesto de acción, es decir, de lejos.
Masculla: "La Santa Federación, es santa"
Va convencido hasta los huesos y espía a diestra y siniestra. Desconfiado.
Mano dura. Duros son los tiempos que comparte con Pancho Troncoso, Arbolito Parra, Badía, Bárcena, Moreyra y otros decididos.
Supo habitar en la calle Luján, después en Defensa, cerca del cuartel de la mazorca.
Violín y violón... y bueno... la situación es tensa como cuerda de esos instrumentos. Los “de enfrente” no son mansitos. Nada de eso.
Mejor para la conciencia de ambos bandos: donde las dan, las toman.
Por las calles adoquinadas del barrio Sur, cabalga Ciriaco Cuitiño.
Es silencioso como lo son los criollos comprometidos con una causa difícil que, lo más seguro, en ella quedará la vida, guiñapo de muerte violenta.
Todos son violentos, los rojos y los celestes. Muy violentos.
Casi nunca sonríe el mazorquero. Pero cuando el fantasma de una mujer le sale al paso del cabalgar, lo hace: “Doña Encarnación... qué admirable señora”; ella traía, cuando la conoció, arenas del desierto, y él se puso a sus órdenes.
Parece que el barrio está tranquilo.
Rebobina el gauchón: “Propuse la escolta de honor de caballería a don Juan
Manuel, junto con Joaquín María Ramiro, Julián González Salomón, Andrés Parra,
Nicolás Marino, Juan Manuel Larrazábal, José María Boneo y Juan Merlo”.
Chacabuco y Carlos Calvo. Descabalga porque va enfermo de tanto trajín y viejo
ya.
Hizo lo que pudo y creyó justo hacer, aquello que su capacidad matrera.
Ahora tiene una mano inservible y le duelen los huesos.
Vuelve a ajustarse el poncho a la garganta. Ahí algo aprieta.
Ya don Juan Manuel es un recuerdo.
La segunda mitad de 1853 y se procesará a los hombres de la mazorca. Ciríaco Cuitiño, detenido en el Cabildo, acusado de atrocidades, igual que Leandro Alén. Serán fusilados.
La mano seca de Cuitiño cobra vitalidad. No tiene miedo y sabe que lo van a fusilar ante seis mil personas, contra el paredón de la Concepción. Los llevan en una carreta hasta ese lugar. Son asistidos cristianamente. Los mazorqueros.
Emite con voz resuelta y firme su última voluntad: “Hilo de coser y una aguja; como después de fusilados nos van a colgar, no quiero que a un federal, ni de muerto, se le caigan los pantalones”.
Empezó la tarea con dificultad de una mano seca, algo revitalizada a fuerza de orgullo y machismo.
Rechazó la venda que cubre los ojos de los condenados.
Abrió su camisa: “Tiren”.
¡Qué lindo viejo!
Cuyano había de ser.
Penduleó cuatro horas suspendido de la soga.
Después fue un poco verdad y demasiado fábula.
Nombra entre los mazorqueros fusilados a Leanro Alén. Sería acaso el padre de Leandro Alem?
ResponderEliminarAsí mismo..el padre de Leandro Alem
EliminarAlem se cambia el apellido avergonzado de su padre
EliminarAlgo de verdad debe haber en esas historias. Parece q fue compinche del padre de Juan Moreira
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