Rosas

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sábado, 28 de septiembre de 2019

La Paz de Obligado

Por José Luis Muñoz Azpiri
Triunfante en París, la revolución de febrero de 1848, que da por tierra la monarquía orleanista y el ministerio de Guizot, Manuel de Sarratea, enviado argentino en Francia y amigo personal del nuevo Ministro de relaciones Exteriores, Alphonse de Lamartine, comunica a Buenos Aires que luego de una entrevista con el flamante Canciller, ha arribado al convencimiento de que toca a su fin la aventura en el Plata.  El gobierno provisional lo ha recibido oficialmente, dice, y, al despedirse la guardia del Ayuntamiento lo ha aclamado con un estentóreo “¡Vive la Republique Argentine!”. El vitor representa una expresión de solidaridad y simpatía con una victima triunfante de la prepotencia orleanista, unida con los republicanos en su victoria contra el enemigo común. Los libres del mundo responden: ¡Al gran pueblo argentino, salud! Así como en la revolución liberal de 1830, se coreó, en París, el nombre de Bolívar, recordábanse ahora los de la Argentina y Rosas, como llamas que ardían jubilosas junto al “feu sacré des republiques” encendidos entre las barricadas de Francia.
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Sarratea extrae de los sucesos revolucionarios el mayor caudal de ventajas convencido de que la intervención platense es una aventura impopular en Francia – denomínase así a todo acto de gobierno que no triunfa – la cual a sido promovida y sustentada por el gabinete de Londres y la resignada complicidad del Rey Burgués y Guizot. París ha sido arrastrada al conflicto por la política de intimidación del “Foreing Office” cometiendo lo que el lúcido Tomás Guido, confidente de San Martín, definiría desde la corte del emperador brasileño como “el extravío más insensato y la afrenta más necia a la voluntad de su rival”. Toda abdicación es gravosa, tanto más si resulta improductiva, como ésta realizada por Guizot, quien ha visto agitarse contra su política claudicante la bandera subversiva del nombre y la causa del general Rosas, junto con los símbolos de la revolución republicana.
La táctica de Sarratea consiste en explotar los sentimientos populares contra Londres y tratar de provocar una fisura en la coalición, a ejemplo de lo sucedido en Buenos Aires, donde se ha abrumado a la inversa a los negociadores ingleses con el espectáculo de los “execrables” designios de Francia, opuestos a las intenciones de su aliado, con la conciencia de que todo el integrante de una gavilla recela de los movimientos de su colega. El enviado argentino se pone de acuerdo con Manuel Moreno, ministro de la Confederación en Londres y hermano del prócer de Mayo, para encontrarse en Aquisgrán y preparar un plan conjunto de acción destinado a separar a los aliados. La técnica del “divide ut imperam” permite tanto que reine el fuerte como que pueda defenderse mejor el débil.
El clima era propicio y Sarratea, viejo y venerable artista de combinaciones insospechadas, resulta un experto en beber los vientos. El “acuerdo cordial” que regía las relaciones de Inglaterra y Francia había comenzado a resquebrajarse desde tiempo antes., cuando manifestaciones y actos internacionales de Guizot relativos a Italia, Polonia y Suiza empezaron a ilustrar la contramarcha de Francia hacia el autoritarismo y la represión política. Lamartine había declarado en el Parlamento que la nación se había hecho “gibelina en Roma, clerical en Berna, austríaca en el Piamonte y rusa en Cracovia, pero en ninguna parte francesa y, en todas, contrarrevolucionaria”. Los errores denunciados por la oposición no se enmendaban y sólo habrían de desaparecer con la destrucción del régimen.
La política interna tampoco contribuían a reforzar el fondo liberal del “acuerdo” Francois Guizot, más empeñado en perdurar en el poder que en hacer buen uso de él y más cuidadosote la paz de su administración que la del país, gobernaba mediante la corrupción, acaso porque, en su tiempo, tal como aseguró Macaulay del primer Walpole, no existiese otra manera de gobernar. Se sostenía merced al apoyo que alcanzaba en las cámaras, formadas por parlamentarios cuyas actas representaban un sistema de compromiso culpable entre el dinero y el gobierno. Los personajes activos y egoístas, intrigantes y serviles de Balzac, obsesionados por la sed de oro y el escalamiento de posiciones públicas personificaban los ideales de esa sociedad que prosperaba en un clima de vicios y abusos. Acaudalados comerciantes, financieros y ricos industriales, decidían en toda cuestión de índole nacional a través de sus personeros burocráticos. Los principios de la representación política estaban cercenados y los campeones del derecho – así se presentaban en el Río de la Plata – no reconocían libertad de reunión ni de asociación, ni siquiera opción al trabajo, a sus propios compatriotas. Como las manos de los Cresos no eran ociosas, solían a veces perder sentido del tacto y .aparecían sus dedos untuosos mezclados en clamorosos casos de cohecho, peculado y venalidad.
¿Qué sucedía mientras tanto en la otra orilla respecto de la política con Sudamérica? Henry Palmerston, un heredero de la vieja familia de los Temple, ocupaba ahora el gobierno. Sus sentimientos eran contrarios a Guizot y a la prosecución de la alianza. En marzo de 1846 había censurado acremente en la Cámara de lo Pares ante Robert Peel, presidente del consejo de ministros, la intervención en América, demostrando que los hechos de los marinos ingleses eran actos bélicos, aún cuando el gobierno se empeñase en demostrar lo contario. Había existido un bloqueo, desembarco de tropas y asalto de baterías, captura de buques de guerra y oferta de venta de dichas naves, tal como si se tratase de presas de guerra; la oposición gubernativa no podía imaginar por cuales razones toda esta virulencia y actividad combativa debía interpretarse solamente como un experimento de persuasión diplomática.
A dicha interpelación había respondido Peel candorosamente que no existía guerra, por cuanto no se la había declarado, y que las naves debieron venderse por no existir personal apto para mantenerlas o cuidarlas; ninguna operación bélica había sido prevista, autorizada o aprobada por el gobierno de S.M., el cual confiaba galantemente en que los opositores no se asieran de esta oportunidad para provocar una discusión que “en la actualidad mucho lastimaría”.
John Russell, otro parlamentario, se sumó a los ataques de Palmerston, quién resultaba con este acto, sorpresivo amigo de un país que se oponía a la expansión imperial de la Corona, sin meditar aún en el proyecto que acariciaría con posterioridad, de despojar a dicha nación de la parte austral de su territorio, es decir, de la Patagonia. Sir John alegó que la venta de los barcos era una medida de guerra que no podía verificarse sin la previa reunión y autorización del consejo, noción elemental del derecho de naciones y medida administrativa que el presidente no podía menos que conocer y respetar. El primer ministro, acosado, optó por eludir la respuesta y formuló un elogio hacia la conducta de los soldados ingleses “cualesquiera hayan sido las instrucciones de su gobierno”, sin ver que no se trataba precisamente de los soldados, sino por el contrario, de las instrucciones y del gobierno.
Más tarde el diputado Cobden aportó leños a la hoguera y lo mismo hizo un sector de la prensa británica. El “Daily News” publicó un artículo importante sobre las negociaciones del Río de la Plata y la falsa política de Lord Aberdeen, origen del conflicto, a través del cual venía a luz todo el revés del tapiz diplomático. Manuel Moreno remitió el recorte a Arana recomendándolo por la justicia de sus ideas y la perfecta exactitud con que exponía la engañosa política de la intervención con el pretexto de la presunta garantía de independencia del Uruguay, por parte de Inglaterra y la menos presunta que se arrogaba, sin ningún derecho, Francia.
Desde que el “Morning Chronicle” donde se publicara una carta de San Martín sobre el conflicto, hacía más de dos años que no había aparecido en la prensa de Europa un artículo sobre nuestros problemas tan importante y oportuno que el que publicaba el “Daily” del 9 de agosto de 1849, por cuanto el medio usado por los agentes montevideanos en Londres para confundir la cuestión y desvirtuar los tratados propuestos, era el argumento de garantía de dicha independencia por los interventores y quedar la misma, sujeta a grave peligro. Aberdeen, al ver que el asunto no adelantaba, había pretendido dar marcha atrás con la misión Hood, pero luego, estimulado por la oposición a Palmerston e influido por los agentes orientales, pretendió desde las cámaras, dar a la intervención un peso que no podía tener en la balanza pública ni en los arreglos territoriales de Europa, tal como lo denunciaba, con precisión y firmeza, el “Daily News”.
En una palabra, el “acuerdo” incomodaba a Francia, tanto en su aspecto europeo como en la aparcería americana, y, en Inglaterra, desde Palmerston a un sector de la opinión pública y periodística, sin citar el comercio y las finanzas – los cariacontecidos accionistas del empréstito de los Baring –deseaban poner punto final al incidente. Una expedición “colonial”, equipada con los cañones y las banderas de Trafalgar, que no logra imponer la victoria después de tres años, compromete la política, el erario y el propio prestigio. Palmerston, sabiamente, ordenó la retirada y, un año más tarde, el 29 de noviembre de 1849 se firma la Convención Arana-Southern o Paz de Obligado que puso fin a la guerra.
El repliegue británico no alteraba, de cualquier modo, principios fundamentales de convivencia internacional o de política, por cuanto los motivos de la intervención no se relacionaban con la defensa de tratados y derechos humanos y, si, con algunas menudencias, como las que supo enumerar Guido en una carta que escribió a San Martín, desde Río de Janeiro, en 1846:
“La aduana de Montevideo. Las adquisiciones de una compañía inglesa. El tratado de comercio y navegación celebrado por Inglaterra con el gobiernillo de aquella plaza. El interés mercantil y político de aquella nación es que gobierne en la Banda Oriental una gavilla de hombres prostituidos miserablemente al extranjero. Si Oribe (presidente constitucional) triunfa, no será tan ancho el campo para los especuladores ingleses, ni habrá la docilidad de sus adversarios a la política de Inglaterra. Cualquier otro pretexto es historia de viejas, o, como decían nuestros padres, engañabobos…”.
Y como anticipándose a los argumentos de Sir Robert Peel en Londres y a los de sus prosélitos porteños del siglo XXI, embobados con los beneficios de una supuesta globalización, desautorizaba las intenciones pacíficas de “tales misioneros”, cuando encendían la guerra en la Banda Oriental, “cuando transportan expediciones militares a ocupar los puntos principales, cuando entran a sangre y fuego en nuestros ríos interiores, cuando se demuelen a cañonazos nuestras baterías y nos matan por cientos nuestros soldados y cuando saquean y queman nuestros buques neutrales y nacionales dentro de nuestros puertos; cuando se nos apresan y destruyen nuestras embarcaciones, cuando bloquean nuestras costas; por último, cuando habilitan al caudillo Rivera y le conducen de un punto al otro con una columna de extranjeros para invadir su propio país. ¿Si todo esto hacen en paz, qué se reservan estos caballeros para tiempos de guerra?"
Por lo visto, nada

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