Por Julio Irazusta (1977)
Hace cien años moría en Southampton, Inglaterra, don Juan Manuel
de Rosas, derrocado un cuarto de siglo antes, luego de una larga dictadura, más
corta sin embargo que su prolongado destierro en el extranjero. Este primer
hecho que salta a la vista, en el momento de recordar un centenario que sin
duda será tan controvertido como con todo lo que se refiere al personaje, es un
primer indicio acerca del hombre. Raros son los gobernantes despuestos del más
alto rango temporal que hayan solvevivido tan largo tiempo a la pérdida del poder,
con sus tremendas dificultades y sus indudables granjerías. Entre sus
contemporáneos, Luis Felipe —su adversario— y Napoleón III —su imitador— no
soportaron más de dos años la pérdida de sus coronas. Cierto, ambos murieron
septuagenarios, y alguno de los dos, como Napoleón el Pequeño, bastante enfermo
desde antes de su caída. Pero el gran Napoleón cayó joven, a los 46 años; y si
tuvo desde temprano una enfermedad al hígado, mucho más grave fue la
repugnancia por la especie humana que le causaron dos abdicaciones. ¡Qué
diferencia con la actitud de Rosas en circunstancias similares! En vez del odio
y la execración a sus vencedores, a sus parientes, a sus más fieles seguidores
y al mundo entero, demostró una benevolencia pocas veces vista en un vencido,
respecto de quienes le habían sucedido en el poder.
Constante preocupación por
la suerte de la humanidad, por la necesidad de organizar una sociedad de
naciones. Utopía. Sin duda. Pero cuán superior esa actitud a la del gran corso,
dedicado exclusivamente, durante los seis años de prisión en Santa Elena, a
transformar el sentido de su experiencia, a sublimar su figura de Dios de la
guerra en el arcángel de la paz, a persuadir —como lo pudo— que el mayor
déspota de todos los tiempos merecía ser el paradigma de la libertad. Pero en
esta oportunidad, más que esos fuegos turnantes de la opinión acerca de los
personajes históricos, nos interesa apreciar la obra positiva del que nos ocupa
en este momento. Ella fue, según
consenso casi universal de panegiristas y detractores, la unidad del país.
Tal resultado pudo ser el fruto de la resistencia obstinada opuesta a las
agresiones externas e internas —por lo general combinadas unas con otras—, por
un hombre dotado del más elemental sentido de responsabilidad para conservar
intacta la carga que un pueblo le había confiado. Pero en Rosas hubo algo más
que ese empirismo del gobernante más mediocre. Desde muy temprano, al verse
enredado en los compromisos de la política, mostró un sentido del Estado,
rarísimo entre sus contemporáneos, y más aún en sus próximos y remotos
sucesores. La carta del 10 de agosto de 1831 a Vicente González, sobre las
facultades extraordinarias, revela neta superioridad, en la materia específica
a que se refiere, sobre los pseudo intelectuales de la época. Pero más valioso que eso fue la temprana
comprensión de los intereses fundamentales de la nación en el concierto del
mundo. En el arreo de las vacas a Santa Fe para compensar a la provincia
hermana las pérdidas que le habían ocasionado los atracos de los directoriales,
el joven Rosas asiste a las
negociaciones de Estanislao López con los representantes del Cabildo de
Montevideo, que pedían ayuda argentina para sacudirse el yugo portugués. Su
comprensión del problema es inmediata. Desde entonces se ocupa en preparar la
liberación de la Banda Oriental, ayudando a los patriotas uruguayos que, pese a
las negativas de los rivadavianos y a las vacilaciones del caudillo
santafesino, preparan la insurrección que había de estallar triunfante en 1825
con los famosos 33 Orientales. No
se ha investigado debidamente cómo encaraba la clase dirigente rioplatense, que
había tenido fija la mirada en la frontera del Atlántico, que había recuperado
varias veces la Colonia del Sacramento —para perderla otras tantas por culpa de
la Corona—, que arrancó a ésta la fundación del virreinato, las renuncias de
los porteños netos a los territorios de las provincias que no se les sometían
incondicionalmente. Pero es de suponer que no toda esa clase que había
acaudillado la revolución por el gobierno propio y la independencia estaba
conforme con_ las desmembraciones territoriales. La abdicación ante Bolívar en
el Alto Perú después de Ayacucho había dejado estupefacto al propio Libertador
del Norte. La renuncia a la Banda Oriental amenazaba repetir los garrafales
errores de los comisionados Alvear y Díaz Vélez en el Altiplano. Las voluntades
particulares, en el caso de los 33 Orientales, se impusieron a la apatía de los
poderes públicos y provocaron la guerra con el Brasil, que por lo menos evitó
la incorporación de lo que los portugueses llamaban provincia cisplatina al
flamante imperio fundado en Río de Janeiro. La amistad que Rosas trabó con
Lavalleja desde aquella época fue entrañable, y no habrá ejercido poca influencia
en la que luego de varias dificultades había de ligarlo con Manuel Oribe.
Aunque en ninguno de los dos casos, el caudillo porteño dejó que sus
sentimientos personales se sobrepusieran a las exigencias de sus deberes
públicos. En los conflictos iniciales del Estado oriental, no influyó a favor
de don Juan Antonio en contra de Rivera. Al producirse la ruptura entre Rivera
y Oribe en 1837 tampoco se dejó guiar por sus inclinaciones personales en favor
de uno u otro de los dos rivales. Pero al intervenir Francia en el Uruguay,
para asegurarse una base contra Rosas en su conflicto de 1838, el encargado de
las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina reconoció a Oribe,
derrocado por los marinos galos, como presidente legal del Uruguay. No sólo por
el atentado a la justicia internacional sino además —como lo dijo en su
declaración oficial— porque dicho atentado afectaba la soberanía argentina.
Sobrevino la guerra grande del Plata, provocada por el extranjero; los partidos
los partidos internos de ambos estados
del Plata se volvieron internacionales. Y derrotados los unitarios en nuestro
país, la guerra va a pasar al Uruguay. Se interponen esta vez, no únicamente
los franceses, sino también los ingleses. La reacción de la fuerza argentina no
era consentida por las potencias marítimas europeas. Rosas hace caso omiso de
la intimación que le formulan los agentes anglofranceses. Y el conflicto se
encamina a la intervención anglo-francesa conjunta contra la República
Argentina. Esa intervención no había sido resistida por ningún Estado. en ninguna
parte del mundo. Ocurrió aquí lo único, lo insólito. Las fuerzas
anglo-francesas que se repartieron el globo en el siglo XIX, y crearon dos de
los mayores imperios conocidos, fracasaron ante Rosas. Vencedores argentinos y orientales en Arroyo
Grande, en 1842, pasaron al Uruguay, contra la voluntad europea; y desde
entonces Oribe se reinstaló en su presidencia legal, al frente del ejército
oriental, auxiliado por 10 mil soldados argentinos.
Imposible seguir en poco espacio
las interminables negociaciones de los Estados rio-platenses con los poderes
europeos, y el afán de éstos porque dichos auxiliares argentina; se retirasen
de la Banda Oriental. Nada lograron, hasta el pronunciamiento de Urquiza. Sin duda, la agresión exterior es el mejor
aglutinante para un país en trance de unificación nacional. Pero Rosas agregó a ese factor que debió
enfrentar, luego de hacer lo imposible por evitarlo, una habilidad política que
ya había mostrado desde el comienzo de su carrera en el manejo del partido que
le tocó acaudillar, y de la empresa que le permitió crear la Confederación Argentina.
La recomposición del poder central, por medio de precedentes consentidos por
las provincias, es una obra maestra práctica. La letra de los decretos por los cuales recreó las facultades de un
Poder Ejecutivo nacional, deshecho en la guerra civil, se puede rastrear en la
constitución de 1853. Algunos de sus detractores suponen que debió vivir
sus últimos años atormentado por los remordimientos que debieron causarle las
tremendas responsabilidades que asumió. Pero es porque olvidan que ellas le
fueron impuestas, y no buscadas por él. Otros de sus contemporáneos, como
Cavour o Bismarck, se hallaron en casos peores: el primero no tuvo tiempo de
sufrir remordimientos, porque murió apenas logrado el éxito, pero estuvo a
punto de suicidarse, cuando no lograba que Austria le declarase la guerra; el
segundo, sí —según su propio testimonio—, pues perdía el sueño al recordar que
con sus procedimientos arteros había mandado centenares de miles de jóvenes a
la muerte. Su tranquilidad de espíritu
en la vejez queda explicada en la entrevista con los Quesada, padre e hijo, en
1873. Esa visión de sí mismo, como un condenado a galeras, que el anciano
Dictador les dio a los dos porteños adversarios suyos, será siempre aceptable
para todo investigador que haya compulsado en los repositorios documentales del
país la masa de papeles manuscritos que Rosas dejó en los archivos públicos, como
prueba de que ningún otro primer mandatario dedicó tanto de su tiempo como él
al examen de los asuntos que le tocó dirigir. El Estado argentino está aún en
deuda con el gobernante que desarrolló esa extraordinaria labor. La derogación
de la ley que lo había condenado como traidor y ladrón, no basta. Todavía no se
ha producido un hecho equivalente al que produjo Luis XVIII a poco de
restaurarse en el trono, cuando ordenó a uno de sus ministros, el señor De
Serre, declarar en el Parlamento que la convención que había decretado la
muerte de su hermano había salvado a la nación en Valmy. El combate de Obligado y el rechazo de la
intervención anglo-francesa conjunta no desmerecen en nada, en comparación con
aquel hecho que Goethe dijo trascendente en la historia universal, la noche en
que ocurrió. Ningún otro país del mundo aceptó con éxito semejante desafío. El país ganaría mucho agredeciéndoselo a
quien tuvo la osadía de tomar aquella decisión. ¿Podría volver a encontrar
el camino de las grandes empresas, que no se halla tanto en lo material como en
lo espiritual y, en política, en la voluntad esclarecida? Cuando en 1916
Zeballos dijo en el Congreso que al resistir la intervención anglo-francesa
toda la fuerza del país residía en la voluntad, no ignoraba la fuerza argentina
de entonces. Quiso decir que la mayor
fuerza mundial, mal manejada, nada significa, pero que, en cambio, bien
manejada, puede aspirar a lo más alto.
Sin desmerecer en absoluto la resistencia del pueblo de Buenos Aires a las invasiones inglesas de 1806 y 1807, no existe en la historia de este país una situación similar a la sabia, valiente y patriótica resistencia de Don Juan Manuel de Rosas a los bloqueos e intentos de invasión de Francia e Inglaterra. Rosas fue, sin lugar a dudas, el mejor gobernante argentino de todos los tiempos. El no reconocimiento de esta verdad, es una injusticia que coloca a este pueblo en un vil pedestal de despreciable traición.
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