No se habían apagado
los ecos de las celebraciones del Centenario cuando regresó a Buenos Aires, en
agosto de 1910, el presidente electo. Se temía un nuevo levantamiento radical y
Figueroa Alcorta había tomado precauciones para evitarlo. Más que éstas, sin
embargo, contribuyó a disipar los rumores y a aquietar los espíritus la gestión
conciliatoria que realizó Sáenz Peña ante el jefe radical para llegar a
soluciones comunes y que revelaba que no eran vanas palabras sus promesas de
candidato.
Sáenz Peña celebró, a raíz de esa gestión, dos entrevistas
con Hipólito Yrigoyen, en las cuales se definieron los principios y se trazó el
plan de la reforma de los procedimientos electorales, en el sentido auspiciado
por el movimiento popular.
La personalidad de Sáenz Peña justificaba la confianza que
inspiró desde el comienzo. Hijo de don Luis y de estirpe federal, por
consiguiente, había sido compañero de Yrigoyen en las filas del autonomismo,
combatiendo en el 74 contra el alzamiento mitrista. Poco después, siendo teniente
coronel de guardias nacionales, se opuso al primer “acuerdo” y pidió la baja.
En un rapto romántico, se enroló más tarde
en las filas del ejército peruano para resistir la agresión chilena,
combatiendo heroicamente en el Morro de Arica, donde cayó herido y prisionero.
Luego había acompañado a Pellegrini en la redacción de “Sud-América”, había
desempeñado tareas diplomáticas en conferencias panamericanas y un efímero
ministerio con Juárez. Su actuación posterior lo mostró en oposición a Roca y
Pellegrini, como jefe de la fracción llamada “modernista”, que manifestaba
propósitos de renovación de prácticas gubernativas en el sentido del
autonomismo tradicional; y esta actuación lo había prestigiado hasta el punto
de hacerlo candidato serio para la presidencia
en el 92, lo que el “acuerdo” sólo pudo conjurar levantando la candidatura de
su padre.
Estos antecedentes, así como su nueva vinculación estrecha con
Pellegrini cuando éste se convirtió en campeón de la libertad electoral, lo
acercaban espiritualmente al radicalismo. Lo acercaban igualmente la dignidad
moral de su conducta, no comprometida en ios intereses espurios del régimen; su
rechazo de la corrupción y el escepticismo roquista; su tradicionalismo españolista,
que en 1898 lo llevó a fundar un comité Pro-España, cuando la guerra de ésta
con Estados Unidos, y cierto idealismo
fundamental en suma, que reconocido por sus contemporáneos, hizo que alguien
calificara de “quimera de un romántico” sus propósitos reformadores. El
diálogo pudo establecerse sobre una base de entendimiento consistente en el uso
de un idioma común a los dos ilustres interlocutores, que aseguraba la
coincidencia patriótica en los fines.
No se limitó el presidente electo a garantizar el cumplimiento
de sus promesas, sino que pidió al radicalismo su colaboración en el gobierno
para ponerlas en práctica. El 5 de octubre, Yrigoyen llevó al seno del Comité
Nacional del partido la palabra de Sáenz Peña. El Comité Nacional resolvió
rechazar la participación en el gobierno (que, por lo demás, la “carta
orgánica” vedaba), pero aceptó colaborar en la elaboración de la ley de elecciones, que abriría al pueblo la vía del
comicio, sobre la base de los principios ya aceptados en las entrevistas de
Yrigoyen con el presidente: padrón militar, intervención de la justicia
federal, representación de las minorías, voto secreto y obligatorio.
El 12 de octubre asumió el mando Sáenz Peña. En el discurso
que pronunció en la ocasión, declaró que se consideraba “asentido” por la
mayoría de sus conciudadanos (que, por cierto, no lo habían votado), con lo que
aludía a los pactos pendientes con la oposición radical; y después de hacer el
elogio de su predecesor, reiteró su propósito reformista.
Apenas integrado el gobierno, se iniciaron los trabajos preparatorios
de la legislación anunciada, por obra del ministerio del Interior a cargo del
doctor Indalecio Gómez, político salteño de origen autonomista y católico, y
con la prometida colaboración opositora. A mediados de 1911 se dictaron las
primeras leyes: la de padrón militar y la de enrolamiento general, votadas
respectivamente el 4 y 10 de julio.
A continuación se envió al Congreso la ley electoral, con
las características de la lista incompleta, que daba participación en el
gobierno a las oposiciones, y el voto secreto y obligatorio, que aseguraba la
libertad del votante y su concurrencia a los comicios. El trámite de esta ley
fue más largo y engorroso, por la resistencia de los núcleos políticos que
veían en ella el fin de su poder usurpado. La presión de la opinión pública
pudo, no obstante, más que las maniobras obstruccionistas y la ley fue aprobada
el 12 de febrero de 1912.
Se había intervenido la provincia de Santa Fe a raíz de un
conflicto entre la Legislatura y el gobernador Crespo. El interventor, doctor
don Anacleto Gil, anunció el propósito de convocar a elecciones: las primeras
que habrían de realizarse bajo la nueva presidencia y la ocasión esperada del
cumplimiento de las promesas presidenciales. La Unión Cívica se movilizó de
inmediato. La Convención Nacional se reunió en Buenos Aires del 28 al 31 de
mayo, celebrando prolongadas sesiones secretas en las que se resolvió, en
definitiva, autorizar a los radicales de Santa Fe para concurrir a la convocatoria.
El radicalismo de Santa Fe respondía a una vieja tradición
criolla y federal y se había caracterizado por su carácter combativo en 1893 y
1905. La autorización fue recibida con enorme entusiasmo, y no obstante los
obstáculos puestos por el oficialismo local y la circunstancia de celebrarse
las elecciones bajo el imperio de la ley provincial (con el solo recaudo del
padrón militar), triunfó la fórmula del radicalismo Menchaca-Caballero, por
gran mayoría. Sus contendientes se dividían en dos fracciones: la “coalición”
oficialista y la llamada “Liga del Sur”,
partido fundado sobre los intereses comerciales e industriales de la ciudad de
Rosario, cuyo jefe era un disidente de los primeros tiempos del radicalismo, el
doctor Lisandro de la Torre.
El triunfo de Santa Fe provocó un gran entusiasmo en las
filas radicales y la convicción (que en adelante sería una de las notas
características del partido) de constituir la indudable mayoría del país. La
cohesión interna se resistió un tanto con ello, al acentuarse en su seno la
tendencia electoralista apresurada, con mengua del rígido principismo del jefe.
En abril se autorizó la concurrencia a las elecciones de
diputados nacionales en la Capital y Santa Fe. En ambos comicios triunfó
igualmente el radicalismo. En la capital entraron igualmente dos diputados
socialistas.
Ante estos resultados auspiciosos, el Comité nacional del
radicalismo efectuó una amplia reorganización en todo el país, abriendo sus
filas a los nuevos ciudadanos. En el manifiesto en que dio cuenta de esta
reorganización, aludía a la “jubilosa esperanza” que representaba la
posibilidad de alcanzar la paz interior y el perfeccionamiento de las prácticas
gubernativas La realidad no respondería de inmediato a dicha esperanza, porque
los usufructuarios vitalicios de los gobiernos locales pondrían en juego
inmediatamente toda clase de recursos para violar la ley. En
Córdoba, Salta y Tucumán hubo fraudes descarados, con apresamiento de fiscales
en los comicios y cambio de los votos en urnas, previamente preparadas para la
maniobra.
El presidente Sáenz Peña careció de la energía necesaria
para intervenir previamente las provincias en que debían realizarse
convocatorias electorales, a fin de asegurar la legalidad de los resultados:
sentíase trabado, sobre todo, por la consecuencia con quienes habían hecho
triunfar su propia candidatura y cuyas mentirosas declaraciones de
prescindencia estaba obligado a creer, hasta prueba de lo contrario. A causa de ello sufrió “muchas amarguras y
desvelos” según lo declaró a Yrigoyen. Por lo demás, su salud se hallaba
seriamente resentida desde mediados de 1913, por lo cual en octubre debió
delegar el mando en el vicepresidente doctor de la Plaza.
Además de la promulgación de la ley electoral, que es su título
de gloria, la presidencia de Sáenz Peña se caracterizó por su preocupación
moralizadora, manifestada en las
intervenciones que decretó en la Dirección de Tierras y en la Aduana. En
junio de 1914 se realizó el tercer censo nacional, que dio la cifra de 7.885.237 habitantes (cuatro millones más
que el anterior de 1895), de los cuales 1.575.000 en la Capital Federal. Se
pronunciaba ya la tendencia al aumento en el desequilibrio de la población, a
favor de la metropolitana, que iría acentuándose en el futuro.
Las esperanzas de mejoría del presidente que, a mediados de
ese año, hicieron creer que reasumiría el mando, se desvanecieron ante una
recaída que lo obligó a pedir la prolongación de su licencia. Se agravó a
principios de agosto y murió el 9 de ese mes. Sus funerales dieron lugar a una
gran manifestación de duelo público La sesión de homenaje que realizó la Cámara
de Diputados fue una verdadera apoteosis.
“Los prestigios cívicos del presidente Saenz Peña son de los que perduran,
sobreviviendo victoriosos a la acción del tiempo’’, dijo el diputado radical
Vicente C. Gallo.
El doctor Roque Sáenz Peña ha sido un constructor, un
creador -dijo el diputado socialista Juan B. Justo-. Lo colocamos al mismo
nivel de los hombres que, en el arte y en la ciencia, en la economía y en la
técnica, propulsan el progreso humano”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario