Esta es la historia de un vasco que decidió aventurarse en
la ruta del Río de la Plata, cuando pocos elegían ese destino. Es verdad que el
escenario no era el mejor. Montevideo y Buenos Aires se sacudían en la
impiadosa guerra civil que enfrentaba a blancos y colorados o a unitarios y
federales. Pero el viajero, Carlos Noel, tampoco venía del paraíso. Los vascos
habían asumido la derrota en su intento independentista de España y muchos
partieron en busca de otros horizontes.
Padre de un pequeño llamado Benito y viudo de Micaela de
Lecouna, aunque de inmediata reincidencia en el matrimonio, Noel arribó a
Montevideo en 1841, junto con su segunda mujer, Victoria Iraola. Gracias a la
gestión de los dominicos de Buenos Aires (ubicados en el convento de Belgrano y
Defensa) obtuvo un salvoconducto firmado por Juan Manuel de Rosas para pasar a
tierra argentina. Cruzó el Río de la Plata en junio de 1842. Embarazada,
Victoria se quedó en Uruguay para evitar posibles trastornos en el viaje. Nació
Emilia Noel Iraola, mientras su hermano Benito Noel Lecouna también navegaba
desde España para unirse a la familia. En diciembre de 1842, los cuatro
celebraron la Navidad en Buenos Aires.
Los Noel vivían en Defensa y Europa (hoy Carlos Calvo), en
el corazón de San Telmo. Después de pasar cinco años intermediando entre la
ciudad y el campo, Noel plantó bandera de un proyecto que venía madurando, como
bien lo explican sus biógrafos María Susana Azzi y Ricardo de Titto: en la
Confederación Argentina no había confiterías, todo lo que se comerciaba era importado.
Es necesario aclarar que originalmente las confiterías eran los negocios que
surtían de confituras, es decir, dulces. La evolución social y comercial las
convertiría luego en “confitería con despacho de bebidas”, necesarias para
acompañar la degustación de confituras en el local. Más adelante, les quedaría
el genérico de confitería a los locales para consumo sin cubiertos (masas,
sándwiches, facturas, etc.).
Noel se propuso instalar la primera fábrica de dulces y el
primer despacho específico —la confitería—, ya que hasta entonces, la provisión
se hacía en las tiendas, que por lo general ofrecían todo tipo de productos,
desde ropa hasta cacerolas.
A partir del 9 de septiembre de 1847, en su casa (repetimos,
Defensa 993, y Carlos Calvo) comenzó a venderles confituras a los porteños.
Colocó en la puerta un cartel: “El Sol – Fábrica de confites – de Carlos Noel”.
El emprendedor vasco tuvo la inmensa fortuna de contar entre
sus clientas iniciales a la golosa Manuelita Rosas, 30 años, hija del
gobernador y de importante actuación en el campo protocolar, ya que cumplía
funciones de primera dama debido a que su madre había muerto en 1838.
Para
engalanar las actividades sociales que organizaba, Manuelita mandaba comprar
las confituras de Noel. Esto lo llevó a contar, además de buenas ventas, con
una promoción de primer nivel.
En 1850 surgió un competidor en la misma ciudad porteña. En
las actuales Rivadavia y Rodríguez Peña, a cien metros del terreno donde se
construiría el Palacio del Congreso, abrió sus puertas la Confitería del
Centro, a partir de 1869, Confitería del Molino (que más tarde se mudaría a la
esquina de Callao y Rivadavia). En 1852 sería el turno de la Confitería del
Águila, en Florida, entre las actuales Bartolomé Mitre y Perón.
Mientras surgían los competidores, el hombre que endulzaba
la mesa del Restaurador vendía bocaditos de mazapán, turrones, panales y nidos,
yemas y alfeñiques, entre otras delicias. De Titto y Azzi han destacado el
hecho de que Noel haya sido el precursor en cuestiones de envoltorio. A
diferencia de los tenderos, que entregaban los dulces importados en cucuruchos
de papel —a veces, papel de diario—, el vasco entendió que era más elegante e
higiénico que contaran con una cubierta exclusiva. Llegó el final de Rosas en
el poder y, ya sin Manuelita entre la clientela selecta, la empresa contaba con
la solidez suficiente para seguir creciendo.
Los primeros diez años de El Sol fueron prolíficos. Hasta
que 1857 planteó nuevos desafíos. No solo por la llegada de un serio
competidor: Pascual Roverano instaló la Confitería del Gas —Suipacha y
Federación, hoy Rivadavia—, con la novedad de que contaba con iluminación a
gas. Fue un año de grandes cambios en Buenos Aires: llegó el ferrocarril, se
inauguró el primer Teatro Colón se originaron nuevos nombres de calles, se estableció la red telegráfica y se
expropiaron las tierras que habían pertenecido a Rosas. Ese año de grandes
cambios, Noel se convenció de que había que incursionar en el mundo del
chocolate. Se asoció con Martín Seminario, aumentaron el espacio, el personal y
se lanzaron con barritas para taza y los clásicos confites.
Todo hacía presagiar que Noel se subiría al podio de los
chocolateros. Sin embargo, eso no ocurrió. El socio Seminario murió un par de
años después. La viuda resolvió seguir por su cuenta y producir sus propios
chocolates. En 1862 instaló una fábrica en Avellaneda y un negocio en el centro
de la Capital, en la actual Pellegrini y Viamonte. Caballero por sobre todas
las cosas, Noel abandonó la producción chocolatera para permitir que la viuda y
el hijo del socio pudieran abrirse camino. Se concentró en el resto de los
dulces. Aunque no por mucho tiempo.
Al morir en 1865 dejó un sólido capital a sus hijos. Con 25
años de edad, Benito tomó las riendas del negocio y generó dos cambios
importantes. Dejó de lado la marca El Sol a cambio de utilizar el apellido de la
familia. También sumó un nuevo espacio. Además de la fábrica en San Telmo,
compró un terreno en Barracas y lo proveyó con maquinaria moderna.
En esas inversiones estaba embarcado cuando un catalán,
Francisco Rumbado, hizo su aparición en el mercado (valgan las rimas). En
realidad, ya venía trabajando: administraba su fábrica a vapor de confites en
México y Tacuarí. Pero hacia 1886 incorporó una novedad: el dulce de membrillo
industrial. Lo preparaban en algunas casas quienes dominaban el arte, pero no era
un plato habitual porque demandaba muchas horas de cocción. Rumbado no tendría
la maquinaria de Noel, pero contaba con este apreciado postre. Advertido de la
demanda que generaba el producto, Noel —y también otros competidores— se
concentró en el dulce de membrillo.
En la década de 1880 el membrillo se ubicó entre los
preferidos de los argentinos. En la del noventa integraba el menú de los
restaurantes y fondas del país, en compañía del queso y con el mismo valor del
café. Combinar queso con distintos dulces, como el de cayote, ha sido costumbre
en el norte del país. Juan Bautista Alberdi era un entusiasta consumidor de
queso con dulce, según registros de 1843.
En 1890, cuando al final de la comida se optaba entre café o
postre, este último era, por lo general, queso y dulce. De membrillo. Siempre
fue barato. Noel consiguió posicionarse en este rubro, sin abandonar las muy
buenas ventas de frutas almibaradas, de caramelos y de pastillas con sabores
frutados y mentas que ayudaban a combatir el mal aliento. Pero el membrillo de
Noel era imbatible.
En 1910, hubo temporadas en las que la fábrica de San Telmo
preparaba cuarenta mil kilos por día. Aun teniendo en cuenta que se trata de
una producción estacional, el comercio de este dulce superaba todas las previsiones.
Noel supo avanzar sobre un terreno clave: el de la higiene.
Antes dijimos que había decidido envolver sus caramelos y confituras. En el
membrillo hizo algo similar. Pasó a venderlo en latas de un kilo y acompañó su
estrategia con publicidades en las que contrastaba a un almacenero entregando
la lata Noel y a otro, cortando una porción y tomándolo con la mano para
envolverlo en papel.
Durante unos treinta años, entre 1890 y 1920, el dulce de
membrillo con queso fue el campeón de las mesas argentinas (el dulce de batata,
de confección más compleja, recién se sumaría en los años veinte). Jorge Luis
Borges era consumidor fanático y constante del membrillo y queso. El segundo
puesto en las preferencias de los consumidores lo ocupaban los duraznos en
almíbar.
Una preparación casera aportada por Salomé Coronel Maldonado
en el Almanaque del Ministerio de Agricultura para el año 1933 proponía:
1) Se hierven los membrillos con cáscara.
2) Una vez cocidos, se pelan y pasan por un cedazo.
3) Este producto con una cantidad igual de azúcar o un poco
menos (5 kg de pulpa de membrillo y 4,250 kg de azúcar) se coloca en el fuego
en una paila, no dejando de remover el contenido con una cuchara de madera.
4) Se deja hervir de media hora a 45 minutos.
5) Se conoce que está apunto cuando la masa se separa
fácilmente de la paila con una cuchara.
La popularidad del queso y dulce lo llevó a ostentar el
título de “postre nacional”. También se le decía “Martín Fierro” (nombre
aportado por los uruguayos) o “Julieta y Romeo” (los tortolitos en ese orden),
además del consabido “vigilante”, en un principio dedicado a esta combinación y
luego ampliado al fresco y batata. Se ha generado diversas teorías acerca de
este nombre. Una de las más difundidas sostiene que el postre comenzó a
servirse en un bar de Palermo que frecuentaban policías de una comisaría
cercana. Más allá del anacronismo de pretender que esta combinación se inventó
recién en los años veinte, los filólogos sostienen que, en este caso, el
término “vigilante” se relaciona con la pobreza. Se trataba de un postre ideal
para los vigilantes, debido a su magro sueldo. Pedir un postre vigilante era
apuntar a lo más económico del menú.
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